/ lunes 14 de enero de 2019

ANTIPODAS

Juego de tronos

No hay nada más engañoso, que un hecho evidente

Sherlock Holmes

Reza el conocimiento popular que lo que ocurre en política nunca es obra de la casualidad; incluso existe un dicho muy coloquial que afirma “en política no hay sorpresas, sino sorprendidos”, que refiere que todo lo que ocurre en política tiene un trasfondo, una razón y es parte de una estrategia. Es esa tal vez la causa que originó que la lamentable muerte de la gobernadora de Puebla, Martha Erika Alonso, y su esposo el senador Rafael Moreno Valle, despertara tantas voces llenas de teorías conspiratorias.

Nuestro país es experto en construir guiones completos en torno a magnicidios, somos especialistas en elucubrar, imaginar, sospechar, inventar y construir culpables, cuando de política se trata. Un magnicidio es el asesinato de personalidades de la política por su cargo o poder y en México se han suscitado varios casos emblemáticos que desataron el clamor del vox populi. Está el caso de Álvaro Obregón en 1928, quien, en vísperas de tomar protesta por segunda vez como Presidente de México, fue asesinado y el vulgo atribuyó su muerte al Presidente en funciones Plutarco Elías Calles.

Quién no recuerda la muerte de Luis Donaldo Colosio Murrieta en marzo de 1994, entonces candidato del PRI a la Presidencia de la República, su muerte acusó recibo en el mandatario en funciones Carlos Salinas de Gortari y en Manuel Camacho Solís, exregente del Departamento del D.F. Viene a mi mente también el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu en septiembre de 1994, connotado dirigente priísta quien fue agredido antes de asumir como diputado federal, y cuya muerte fue achacada en los corrillos populares a Raúl Salinas hermano del entonces presidente Carlos Salinas.

Ya en tiempos más recientes en noviembre de 2008 está la muerte de Juan Camilo Mouriño, quien era secretario de Gobernación y cuyo avión se desplomó en plena zona de Santa Fe, el pueblo se dejó escuchar y los responsables iban desde su jefe el Presidente Felipe Calderón hasta capos del narcotráfico. Tres años después, en 2011, al desplomarse su helicóptero murió Francisco Blake Mora, también secretario de Gobernación y su deceso fue cargado a la delincuencia organizada.

La lista continúa, con personajes de política nacional hasta en los niveles municipales; lo que suele estar merodeando cada caso es la lucha por el poder real, que suele ser cruenta y sangrienta; la disputa por el control y los medios del estado no es cosa fácil ni cosa menor, son complicidades, intereses, relaciones, que se cruzan, se entrelazan y a veces se rompen.

Por ello, lo ocurrido en Puebla desató los afanes conspiracioncitas más profundos, responsabilizando al Presidente de la República López Obrador, quien días antes había dicho que acabaría con “la monarquía en Puebla”, refiriéndose con ello al matrimonio Moreno Valle –Alonso; hasta llegar al candidato perdedor de Morena, Miguel Barbosa Huerta.

Si bien las indagatorias están en curso, el común denominador de los casos enlistados es la falta de respuestas contundentes sobre lo ocurrido, no hay responsables castigados ni consecuencias derivadas, cada uno han sido archivados en carpetas de investigación interminables y en los recovecos de los anales de la historia. Con esos antecedentes, es muy probable que lo que pasó en Puebla quede impune, oculto por ahora en la cortina de humo que deja detrás el huachicol.

Finalmente, para estos casos en política, dicen los que saben que para encontrar el hilo conductor hacia los responsables se deben realizar tres preguntas ¿Quién tenía motivos? ¿Quién cuenta con los medios para hacerlo? ¿Quién se beneficia directamente? Elemental, mi querido Watson.

Juego de tronos

No hay nada más engañoso, que un hecho evidente

Sherlock Holmes

Reza el conocimiento popular que lo que ocurre en política nunca es obra de la casualidad; incluso existe un dicho muy coloquial que afirma “en política no hay sorpresas, sino sorprendidos”, que refiere que todo lo que ocurre en política tiene un trasfondo, una razón y es parte de una estrategia. Es esa tal vez la causa que originó que la lamentable muerte de la gobernadora de Puebla, Martha Erika Alonso, y su esposo el senador Rafael Moreno Valle, despertara tantas voces llenas de teorías conspiratorias.

Nuestro país es experto en construir guiones completos en torno a magnicidios, somos especialistas en elucubrar, imaginar, sospechar, inventar y construir culpables, cuando de política se trata. Un magnicidio es el asesinato de personalidades de la política por su cargo o poder y en México se han suscitado varios casos emblemáticos que desataron el clamor del vox populi. Está el caso de Álvaro Obregón en 1928, quien, en vísperas de tomar protesta por segunda vez como Presidente de México, fue asesinado y el vulgo atribuyó su muerte al Presidente en funciones Plutarco Elías Calles.

Quién no recuerda la muerte de Luis Donaldo Colosio Murrieta en marzo de 1994, entonces candidato del PRI a la Presidencia de la República, su muerte acusó recibo en el mandatario en funciones Carlos Salinas de Gortari y en Manuel Camacho Solís, exregente del Departamento del D.F. Viene a mi mente también el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu en septiembre de 1994, connotado dirigente priísta quien fue agredido antes de asumir como diputado federal, y cuya muerte fue achacada en los corrillos populares a Raúl Salinas hermano del entonces presidente Carlos Salinas.

Ya en tiempos más recientes en noviembre de 2008 está la muerte de Juan Camilo Mouriño, quien era secretario de Gobernación y cuyo avión se desplomó en plena zona de Santa Fe, el pueblo se dejó escuchar y los responsables iban desde su jefe el Presidente Felipe Calderón hasta capos del narcotráfico. Tres años después, en 2011, al desplomarse su helicóptero murió Francisco Blake Mora, también secretario de Gobernación y su deceso fue cargado a la delincuencia organizada.

La lista continúa, con personajes de política nacional hasta en los niveles municipales; lo que suele estar merodeando cada caso es la lucha por el poder real, que suele ser cruenta y sangrienta; la disputa por el control y los medios del estado no es cosa fácil ni cosa menor, son complicidades, intereses, relaciones, que se cruzan, se entrelazan y a veces se rompen.

Por ello, lo ocurrido en Puebla desató los afanes conspiracioncitas más profundos, responsabilizando al Presidente de la República López Obrador, quien días antes había dicho que acabaría con “la monarquía en Puebla”, refiriéndose con ello al matrimonio Moreno Valle –Alonso; hasta llegar al candidato perdedor de Morena, Miguel Barbosa Huerta.

Si bien las indagatorias están en curso, el común denominador de los casos enlistados es la falta de respuestas contundentes sobre lo ocurrido, no hay responsables castigados ni consecuencias derivadas, cada uno han sido archivados en carpetas de investigación interminables y en los recovecos de los anales de la historia. Con esos antecedentes, es muy probable que lo que pasó en Puebla quede impune, oculto por ahora en la cortina de humo que deja detrás el huachicol.

Finalmente, para estos casos en política, dicen los que saben que para encontrar el hilo conductor hacia los responsables se deben realizar tres preguntas ¿Quién tenía motivos? ¿Quién cuenta con los medios para hacerlo? ¿Quién se beneficia directamente? Elemental, mi querido Watson.

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