/ miércoles 30 de mayo de 2018

Caras y Máscaras

La ciudad de Tlaxcala en los años 50s del Siglo XX

Fernando Benítez fue antropólogo y escritor prolífico, entre sus obras se encuentran: La ruta de Hernán Cortés (1950); Cristóbal Colón, misterio en un prólogo y cinco escenas (1951); La vida criolla en el siglo XVI (1953); El rey viejo (1959); Viaje a la Tarahumara (1960); El agua envenenada (1961) y Los indios de México (1967).

La ruta de Hernán Cortés es una obra en la que Benítez, siguiendo los pasos del conquistador español, refiere las principales acciones que éste realizó en las poblaciones que atravesó en su propósito de llegar a Tenochtitlan; en paralelo a tal relato el escritor reconstruye los escenarios naturales, edificados y humanos de aquella época y los compara con el estado en que se encuentran al momento de escribir el libro.

En el Capítulo VIII, denominado Tlaxcala, o en el Altiplano, Benítez narra el enfrentamiento de los españoles y sus aliados, los cempoaltecas, con el ejército tlaxcalteca comandado por Xicohténcatl, El Joven; la crónica comprende desde la emboscada perpetrada por los guerreros otomíes, amigos de los tlaxcaltecas, hasta la rendición de Tlaxcallan y la concertación de la alianza con los hispanos para enfrentar a su enemigo ancestral: el imperio mexica.

En la parte final de dicho Capítulo VIII, Benítez detalla la imagen que ofrece la ciudad de Tlaxcala en los años 50 del siglo pasado, dice:

“A Tlaxcala la distingue en nuestros días un grave sentido de vida, que alcanza por igual al paisaje y a los hombres. Las calles no se ven concurridas a ninguna hora. De noche, la soledad y el silencio son absolutos. Por todas partes indios melancólicos, vestidos de sucios harapos. En minoría cuentan el político de chamarra, el viejo burócrata y el comerciante pobre, los tres tipos más familiares en Tlaxcala.

“Las ruinas de la capilla real, mutilado fragmento renacentista, los oscuros portales, el nobiliario palacio de gobierno, las iglesias descomunales y desiertas y los bancos del jardín, que semejan catafalcos, prolongan en el corazón de la ciudad el ambiente del siglo XVI. Estas reliquias de un esplendor pasado, nos hablan de las fuerzas que intervinieron en la formación de Tlaxcala y que no se presentan –al menos en forma tan exclusiva y preponderante- en ninguna otra ciudad mexicana.

“Bajo la sombra de la Iglesia prosperaron estrechamente unidos los restos de una nobleza indígena y los españoles de tendencias nobiliarias disputándose el dominio de la tierra. Ambos por igual, el conquistador que aspiraba a cacique y el cacique antiguo que no quería dejar de serlo, mostraban idéntico celo por los privilegios y muy semejante celo religioso. Con el tiempo prevaleció el influjo español, y el indio fue debilitándose; pero el fenómeno de esta concurrencia de fuerzas se inició con tanto vigor y se conservó durante tanto tiempo, que habría de sobrevivir hasta nuestros días, dejando su honda huella impresa en la arcaica ciudad.

“Tlaxcala se me ha ofrecido desde la torre del convento de San Francisco. Montes calizos la ciñen. Allá lejos, donde el cinturón de rocas se abre a los llanos fértiles de la meseta, la dulce curva del río Zahuapan tiñe de verdor el paisaje. Trepando por las faldas de la colina, dispersas como un rebaño de ovejas gigantescas, las iglesias de cúpulas rojas y de muros leprosos acentúan la aspereza de los agrios calveros y roquedales. La ciudad blanca se extiende a mis pies, recortada por las masas oscuras de los árboles.

“Otra perspectiva ofrece el sendero que, partiendo del santuario de Ocotlán, serpentea por encima del caserío y desciende, entre cúpulas y azoteas, hasta encontrar las calles principales de Tlaxcala. Las cabañas se ven tras las rejas de los cactos. Un chico armado con una larga pértiga corta las tunas con que se adornan las enormes nopaleras. El colorín y el pirú están cargados de rojos frutos. Un indio vestido de manta arrea sus pollinos, mientras a mi espalda las torres del santuario se encienden y parecen flotar en el aire alucinado. Los magueyes y los maizales suben hasta el mismo borde del camino, y por un momento nos creeríamos transportados al valle de México, al armonioso y radiante paisaje de Velasco, si la presencia de estas ásperas colinas y estos fresnos centenarios no nos trajera a la realidad.

“En la última vuelta del camino surge la noble planta de una escuela, el edificio civil más grande de Tlaxcala, y su vista tiene el poder de alejar los pensamientos melancólicos que me invaden. La calle, por un momento, reboza de vida. Muchos escolares van descalzos, pero no carecen de libros. Los veo correr y perderse entre el polvo dorado de la tarde. Son la única esperanza en este gran sepulcro ruinoso, donde las armas enlazadas de los indios y de los españoles solo evocan marchitas glorias de un pasado nada honroso”.

A este último juicio del escritor –apresurado, sin duda-, que expresa una visión histórica equívocamente sustentada, pero en boga en la época en que fue escrito el libro, Benítez agrega su descripción de dos de las construcciones más destacadas de la ciudad de Tlaxcala: el ex convento de San Francisco y el santuario de Ocotlán.

De la primera edificación dice:

“Una empinada calzada de piedra nos lleva al convento de San Francisco. La circundan los más hermosos y robustos fresnos que haya visto en mi vida. Al final de esta calzada se abre un arco de piedra, de líneas grandiosas y puras. Al extremo se levanta una torre cuadrada, tan sólida y soberbia, que no puede concebirse sino haciendo compañía al noble arco y a los fresnos que medio la ocultan con su ramaje siempre verde. He aquí la entrada. Las bodas del árbol y de la piedra se cumplen con religiosa gravedad, y un aire venido del Renacimiento aligera el espíritu. Traspuesto el arco, se abre la inmensa explanada del atrio circundado de ruinosos muros. En el centro, aún de pie, sobreviviendo a las vicisitudes, un portal y la fachada de la iglesia: apenas una pared desnuda y unas molduras clásicas enmarcando la puerta coronada por una sencilla ventana”.

Del segundo inmueble, una pincelada:

“… avanzo por el camino de tierra que sobre las casas de Tlaxcala conduce al celebérrimo santuario de la Virgen de Ocotlán. En una vuelta, traspuesto un macizo de gigantescos eucaliptos, veo proyectarse las dos torres churriguerescas de la iglesia. Ya no se borrarán más en el paisaje montañoso. El primer cuerpo, desproporcionado basamento de las torres, está cubierto de rojo ladrillo poblano. Esta base mezquina, de donde brotan las torres, ha merecido que algunos críticos condenen su evidente desproporción como un error arquitectónico. Para mí significa el primer intento de renunciar a la gravedad burlando sus leyes, para dar la impresión de que las torres flotan en el aire sin base aparente que las sustente. Sobre el cimiento estrecho de roja tierra, invisible a la distancia, el movimiento impreso a los cuerpos superiores, labrados como un encaje, los hace ascender en dos formas aéreas, semejantes a las nubes barrocas que, a veces, parecen formar parte de la cantera de los templos”.

Colofón a este artículo: de 1950 a la fecha han transcurrido casi 70 años, siete décadas en las que la ciudad ha experimentado despiadadas mutaciones que, a pesar de todo, no han desfigurado por completo su sobria belleza y encomiable dignidad.

La ciudad de Tlaxcala en los años 50s del Siglo XX

Fernando Benítez fue antropólogo y escritor prolífico, entre sus obras se encuentran: La ruta de Hernán Cortés (1950); Cristóbal Colón, misterio en un prólogo y cinco escenas (1951); La vida criolla en el siglo XVI (1953); El rey viejo (1959); Viaje a la Tarahumara (1960); El agua envenenada (1961) y Los indios de México (1967).

La ruta de Hernán Cortés es una obra en la que Benítez, siguiendo los pasos del conquistador español, refiere las principales acciones que éste realizó en las poblaciones que atravesó en su propósito de llegar a Tenochtitlan; en paralelo a tal relato el escritor reconstruye los escenarios naturales, edificados y humanos de aquella época y los compara con el estado en que se encuentran al momento de escribir el libro.

En el Capítulo VIII, denominado Tlaxcala, o en el Altiplano, Benítez narra el enfrentamiento de los españoles y sus aliados, los cempoaltecas, con el ejército tlaxcalteca comandado por Xicohténcatl, El Joven; la crónica comprende desde la emboscada perpetrada por los guerreros otomíes, amigos de los tlaxcaltecas, hasta la rendición de Tlaxcallan y la concertación de la alianza con los hispanos para enfrentar a su enemigo ancestral: el imperio mexica.

En la parte final de dicho Capítulo VIII, Benítez detalla la imagen que ofrece la ciudad de Tlaxcala en los años 50 del siglo pasado, dice:

“A Tlaxcala la distingue en nuestros días un grave sentido de vida, que alcanza por igual al paisaje y a los hombres. Las calles no se ven concurridas a ninguna hora. De noche, la soledad y el silencio son absolutos. Por todas partes indios melancólicos, vestidos de sucios harapos. En minoría cuentan el político de chamarra, el viejo burócrata y el comerciante pobre, los tres tipos más familiares en Tlaxcala.

“Las ruinas de la capilla real, mutilado fragmento renacentista, los oscuros portales, el nobiliario palacio de gobierno, las iglesias descomunales y desiertas y los bancos del jardín, que semejan catafalcos, prolongan en el corazón de la ciudad el ambiente del siglo XVI. Estas reliquias de un esplendor pasado, nos hablan de las fuerzas que intervinieron en la formación de Tlaxcala y que no se presentan –al menos en forma tan exclusiva y preponderante- en ninguna otra ciudad mexicana.

“Bajo la sombra de la Iglesia prosperaron estrechamente unidos los restos de una nobleza indígena y los españoles de tendencias nobiliarias disputándose el dominio de la tierra. Ambos por igual, el conquistador que aspiraba a cacique y el cacique antiguo que no quería dejar de serlo, mostraban idéntico celo por los privilegios y muy semejante celo religioso. Con el tiempo prevaleció el influjo español, y el indio fue debilitándose; pero el fenómeno de esta concurrencia de fuerzas se inició con tanto vigor y se conservó durante tanto tiempo, que habría de sobrevivir hasta nuestros días, dejando su honda huella impresa en la arcaica ciudad.

“Tlaxcala se me ha ofrecido desde la torre del convento de San Francisco. Montes calizos la ciñen. Allá lejos, donde el cinturón de rocas se abre a los llanos fértiles de la meseta, la dulce curva del río Zahuapan tiñe de verdor el paisaje. Trepando por las faldas de la colina, dispersas como un rebaño de ovejas gigantescas, las iglesias de cúpulas rojas y de muros leprosos acentúan la aspereza de los agrios calveros y roquedales. La ciudad blanca se extiende a mis pies, recortada por las masas oscuras de los árboles.

“Otra perspectiva ofrece el sendero que, partiendo del santuario de Ocotlán, serpentea por encima del caserío y desciende, entre cúpulas y azoteas, hasta encontrar las calles principales de Tlaxcala. Las cabañas se ven tras las rejas de los cactos. Un chico armado con una larga pértiga corta las tunas con que se adornan las enormes nopaleras. El colorín y el pirú están cargados de rojos frutos. Un indio vestido de manta arrea sus pollinos, mientras a mi espalda las torres del santuario se encienden y parecen flotar en el aire alucinado. Los magueyes y los maizales suben hasta el mismo borde del camino, y por un momento nos creeríamos transportados al valle de México, al armonioso y radiante paisaje de Velasco, si la presencia de estas ásperas colinas y estos fresnos centenarios no nos trajera a la realidad.

“En la última vuelta del camino surge la noble planta de una escuela, el edificio civil más grande de Tlaxcala, y su vista tiene el poder de alejar los pensamientos melancólicos que me invaden. La calle, por un momento, reboza de vida. Muchos escolares van descalzos, pero no carecen de libros. Los veo correr y perderse entre el polvo dorado de la tarde. Son la única esperanza en este gran sepulcro ruinoso, donde las armas enlazadas de los indios y de los españoles solo evocan marchitas glorias de un pasado nada honroso”.

A este último juicio del escritor –apresurado, sin duda-, que expresa una visión histórica equívocamente sustentada, pero en boga en la época en que fue escrito el libro, Benítez agrega su descripción de dos de las construcciones más destacadas de la ciudad de Tlaxcala: el ex convento de San Francisco y el santuario de Ocotlán.

De la primera edificación dice:

“Una empinada calzada de piedra nos lleva al convento de San Francisco. La circundan los más hermosos y robustos fresnos que haya visto en mi vida. Al final de esta calzada se abre un arco de piedra, de líneas grandiosas y puras. Al extremo se levanta una torre cuadrada, tan sólida y soberbia, que no puede concebirse sino haciendo compañía al noble arco y a los fresnos que medio la ocultan con su ramaje siempre verde. He aquí la entrada. Las bodas del árbol y de la piedra se cumplen con religiosa gravedad, y un aire venido del Renacimiento aligera el espíritu. Traspuesto el arco, se abre la inmensa explanada del atrio circundado de ruinosos muros. En el centro, aún de pie, sobreviviendo a las vicisitudes, un portal y la fachada de la iglesia: apenas una pared desnuda y unas molduras clásicas enmarcando la puerta coronada por una sencilla ventana”.

Del segundo inmueble, una pincelada:

“… avanzo por el camino de tierra que sobre las casas de Tlaxcala conduce al celebérrimo santuario de la Virgen de Ocotlán. En una vuelta, traspuesto un macizo de gigantescos eucaliptos, veo proyectarse las dos torres churriguerescas de la iglesia. Ya no se borrarán más en el paisaje montañoso. El primer cuerpo, desproporcionado basamento de las torres, está cubierto de rojo ladrillo poblano. Esta base mezquina, de donde brotan las torres, ha merecido que algunos críticos condenen su evidente desproporción como un error arquitectónico. Para mí significa el primer intento de renunciar a la gravedad burlando sus leyes, para dar la impresión de que las torres flotan en el aire sin base aparente que las sustente. Sobre el cimiento estrecho de roja tierra, invisible a la distancia, el movimiento impreso a los cuerpos superiores, labrados como un encaje, los hace ascender en dos formas aéreas, semejantes a las nubes barrocas que, a veces, parecen formar parte de la cantera de los templos”.

Colofón a este artículo: de 1950 a la fecha han transcurrido casi 70 años, siete décadas en las que la ciudad ha experimentado despiadadas mutaciones que, a pesar de todo, no han desfigurado por completo su sobria belleza y encomiable dignidad.