/ lunes 5 de abril de 2021

El Poder y su relación con los organismos electorales

Parte 1

En tanto fieles observantes de la ley y fedatarias de la voluntad popular expresada a través del voto, las instituciones electorales cumplidas y rectas mantienen un constante pulso con el poder, tentado siempre de presionarlas para ponerlas bajo su control


El más peligroso de cuantos emprendimientos se le conocen al presidente López Obrador y el que mayor riesgo supone para el país que gobierna, sin duda lo está siendo la irresponsable campaña de ataques que ha lanzado contra el Instituto Nacional de Elecciones, y en particular, contra Lorenzo Córdova, su consejero presidente. A dos meses de la gran elección de 6 de junio, sus invectivas tienen el propósito de poner en tela de juicio la autoridad e independencia del organismo y, por ende, el de la justeza e imparcialidad de las decisiones de su Consejo General. El procedimiento es análogo al que ha seguido para, intimidar primero, y luego someter, a personas e instituciones ajenas al control del Ejecutivo que, en cumplimiento de sus funciones, se cruzan en su camino oponiéndose a sus dictatoriales designios.

De la realidad de nuestro reciente pasado


Al antiguo IFE -predecesor del actual INE-, le debe México haber transitado pacíficamente, de la dictablanda priísta, antidemocrática y autoritaria, a un régimen abierto y plural en que los votos se cuentan. Esta afirmación quizá carezca de sentido para quienes no vivieron la época en que los ciudadanos votábamos a sabiendas de que participábamos en una farsa cuyo desenlace se había escrito con antelación en Los Pinos. El sistema, de ordinario condescendiente y patriarcal, se valía de la persuasión para cooptar inconformes, pero se revolvía con violencia contra los disidentes que optaban por medios más explícitos de lucha, persiguiéndolos hasta su exterminio. El esquema se agotó en 1988, año en que el cardenismo pudo, pero no quiso, incendiar a un país harto de imposiciones y malos gobiernos. Como antídoto, Salinas creó un primer IFE, parcialmente ciudadanizado y privado de sus funciones más elementales.

Ciudadanizar los órganos electorales, salida conveniente para un sistema acosado

La inminencia de una rebelión subsistía, por lo que se hizo urgente cambiar de rumbo político y de método para elegir gobernantes y legisladores. Sabedor de ello, el mando tricolor -léase Salinas- preparó el escenario para que, luego de tres pre-reformas manifiestamente insuficientes, se conviniera -tras la elección de Zedillo- una “definitiva”. El trámite no fue fácil: de diciembre de 1994 a agosto de 1996, durante la negociación entre gobierno y oposición, se registraron varias rupturas que pausaron un diálogo que finalmente arribó a los siguientes principales acuerdos: 1) los procesos electorales serían organizados y arbitrados por ciudadanos; 2) Gobernación dejaría de injerir en el Consejo General y, 3) el Tribunal Federal Electoral se separaría del Ejecutivo, ubicándose en el Poder Judicial y confiriéndosele la función adicional de calificar la elección presidencial, teatral ficción que antes cumplía la Cámara de Diputados.


De la democratización y sus primeros baluartes


Al buen juicio de Zedillo, y a la inteligente gestión de Porfirio Muñoz Ledo (PRD), de Carlos Castillo Peraza (PAN) y de Santiago Oñate (PRI), se debe la reforma que dio paso a la democracia electoral mexicana. Por lo que su honesta lealtad a la institución significó para el país, consigno -en este espacio que en su honor llamé Tiempos de Democracia- los nombres de los primeros consejeros genuinamente ciudadanos que tuvo el IFE. Entre 1994 y 1996, y todavía bajo la presidencia de Arturo Nuñez y luego de Emilio Chuayfett -funcionarios designados por el presidente-, la tarea recayó en Santiago Creel, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas, Fernando Zertuche y José Woldenberg. Y de 1997 a 2003, la distinción tocó a José Barragán, Jaime Cárdenas, Jacqueline Peschard, Jesús Cantú, Alonso Lujambio y Mauricio Merino, por fin presididos por otro muy distinguido ciudadano: José Woldenberg.

Nunca será ocioso recordar cómo se construyeron los cimientos de nuestra actual casa democrática

Me extendí en evocar el proceso que permitió el alumbramiento constitucional de un organismo electoral autónomo independiente del gobierno. Escribo esto para que el lector de las nuevas generaciones conozca lo que instituirlo representó en la vida política de la Nación. Sus beneficios se vinieron en cascada: el PRI perdió el control del Poder Legislativo en 1997, y en el 2000 hubo de entregar -a fuerza de votos- la titularidad del Ejecutivo a un partido opositor, concretándose así la transición democrática, luego de décadas de hegemonía de una sola formación política. En las entidades federativas el logro se reprodujo, con Tlaxcala adelantándose a una revolución pacífica que se extendería por todo el país. De cómo fue que se logró en nuestro estado le daré cuenta a usted en el artículo del próximo lunes.

Ciudadano Presidente… ¿hasta dónde quiere usted a llegar?

Se necesita ser duro de cabeza para no admitir que, sin una organización confiable y un arbitraje firme en los procesos electorales de nuestro joven, imperfecto e inacabado devenir democrático, habría sido imposible consolidar el avance conquistado, que a buen seguro jamás habría ocurrido en aquellos gobiernos por los que siente nostalgia el presidente López Obrador. A mi parecer, la motivación de sus desestabilizadoras descalificaciones no está en la recusación que a diario hace de Lorenzo Córdova y del INE; no, amigo lector, la razón de su sinrazón se halla en otro lado y puede que tenga que ver con su temor a no alcanzar la mayoría congresional que precisa para seguir con la transformación en la que tiene embarcado al país. Pero… ¿de que se trataría? ¿de desconocer los resultados de la elección? ¿de reclamar poderes sobre las instituciones de cuyo control no ha podido hacerse? ¿de sacar a sus simpatizantes a la calle? A nadie, ni siquiera a sus seguidores, les queda claro la ruta que tomaría si la votación nacional no le favorece.


Parte 1

En tanto fieles observantes de la ley y fedatarias de la voluntad popular expresada a través del voto, las instituciones electorales cumplidas y rectas mantienen un constante pulso con el poder, tentado siempre de presionarlas para ponerlas bajo su control


El más peligroso de cuantos emprendimientos se le conocen al presidente López Obrador y el que mayor riesgo supone para el país que gobierna, sin duda lo está siendo la irresponsable campaña de ataques que ha lanzado contra el Instituto Nacional de Elecciones, y en particular, contra Lorenzo Córdova, su consejero presidente. A dos meses de la gran elección de 6 de junio, sus invectivas tienen el propósito de poner en tela de juicio la autoridad e independencia del organismo y, por ende, el de la justeza e imparcialidad de las decisiones de su Consejo General. El procedimiento es análogo al que ha seguido para, intimidar primero, y luego someter, a personas e instituciones ajenas al control del Ejecutivo que, en cumplimiento de sus funciones, se cruzan en su camino oponiéndose a sus dictatoriales designios.

De la realidad de nuestro reciente pasado


Al antiguo IFE -predecesor del actual INE-, le debe México haber transitado pacíficamente, de la dictablanda priísta, antidemocrática y autoritaria, a un régimen abierto y plural en que los votos se cuentan. Esta afirmación quizá carezca de sentido para quienes no vivieron la época en que los ciudadanos votábamos a sabiendas de que participábamos en una farsa cuyo desenlace se había escrito con antelación en Los Pinos. El sistema, de ordinario condescendiente y patriarcal, se valía de la persuasión para cooptar inconformes, pero se revolvía con violencia contra los disidentes que optaban por medios más explícitos de lucha, persiguiéndolos hasta su exterminio. El esquema se agotó en 1988, año en que el cardenismo pudo, pero no quiso, incendiar a un país harto de imposiciones y malos gobiernos. Como antídoto, Salinas creó un primer IFE, parcialmente ciudadanizado y privado de sus funciones más elementales.

Ciudadanizar los órganos electorales, salida conveniente para un sistema acosado

La inminencia de una rebelión subsistía, por lo que se hizo urgente cambiar de rumbo político y de método para elegir gobernantes y legisladores. Sabedor de ello, el mando tricolor -léase Salinas- preparó el escenario para que, luego de tres pre-reformas manifiestamente insuficientes, se conviniera -tras la elección de Zedillo- una “definitiva”. El trámite no fue fácil: de diciembre de 1994 a agosto de 1996, durante la negociación entre gobierno y oposición, se registraron varias rupturas que pausaron un diálogo que finalmente arribó a los siguientes principales acuerdos: 1) los procesos electorales serían organizados y arbitrados por ciudadanos; 2) Gobernación dejaría de injerir en el Consejo General y, 3) el Tribunal Federal Electoral se separaría del Ejecutivo, ubicándose en el Poder Judicial y confiriéndosele la función adicional de calificar la elección presidencial, teatral ficción que antes cumplía la Cámara de Diputados.


De la democratización y sus primeros baluartes


Al buen juicio de Zedillo, y a la inteligente gestión de Porfirio Muñoz Ledo (PRD), de Carlos Castillo Peraza (PAN) y de Santiago Oñate (PRI), se debe la reforma que dio paso a la democracia electoral mexicana. Por lo que su honesta lealtad a la institución significó para el país, consigno -en este espacio que en su honor llamé Tiempos de Democracia- los nombres de los primeros consejeros genuinamente ciudadanos que tuvo el IFE. Entre 1994 y 1996, y todavía bajo la presidencia de Arturo Nuñez y luego de Emilio Chuayfett -funcionarios designados por el presidente-, la tarea recayó en Santiago Creel, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas, Fernando Zertuche y José Woldenberg. Y de 1997 a 2003, la distinción tocó a José Barragán, Jaime Cárdenas, Jacqueline Peschard, Jesús Cantú, Alonso Lujambio y Mauricio Merino, por fin presididos por otro muy distinguido ciudadano: José Woldenberg.

Nunca será ocioso recordar cómo se construyeron los cimientos de nuestra actual casa democrática

Me extendí en evocar el proceso que permitió el alumbramiento constitucional de un organismo electoral autónomo independiente del gobierno. Escribo esto para que el lector de las nuevas generaciones conozca lo que instituirlo representó en la vida política de la Nación. Sus beneficios se vinieron en cascada: el PRI perdió el control del Poder Legislativo en 1997, y en el 2000 hubo de entregar -a fuerza de votos- la titularidad del Ejecutivo a un partido opositor, concretándose así la transición democrática, luego de décadas de hegemonía de una sola formación política. En las entidades federativas el logro se reprodujo, con Tlaxcala adelantándose a una revolución pacífica que se extendería por todo el país. De cómo fue que se logró en nuestro estado le daré cuenta a usted en el artículo del próximo lunes.

Ciudadano Presidente… ¿hasta dónde quiere usted a llegar?

Se necesita ser duro de cabeza para no admitir que, sin una organización confiable y un arbitraje firme en los procesos electorales de nuestro joven, imperfecto e inacabado devenir democrático, habría sido imposible consolidar el avance conquistado, que a buen seguro jamás habría ocurrido en aquellos gobiernos por los que siente nostalgia el presidente López Obrador. A mi parecer, la motivación de sus desestabilizadoras descalificaciones no está en la recusación que a diario hace de Lorenzo Córdova y del INE; no, amigo lector, la razón de su sinrazón se halla en otro lado y puede que tenga que ver con su temor a no alcanzar la mayoría congresional que precisa para seguir con la transformación en la que tiene embarcado al país. Pero… ¿de que se trataría? ¿de desconocer los resultados de la elección? ¿de reclamar poderes sobre las instituciones de cuyo control no ha podido hacerse? ¿de sacar a sus simpatizantes a la calle? A nadie, ni siquiera a sus seguidores, les queda claro la ruta que tomaría si la votación nacional no le favorece.