/ martes 21 de junio de 2022

Exceptum: los Cazadores de hombres

“El 16 de septiembre de 1897, un poco después de las 10 a.m., durante las celebraciones de la independencia nacional en el Zócalo de la Ciudad de México, el presidente Porfirio Díaz fue atacado por detrás por un conocido borrachín de nombre Arnulfo Arroyo. Arroyo fue capturado y detenido de inmediato: “Desde el momento en el que Arroyo fue detenido […] la gente clamaba su muerte. Se hostigaba al teniente LaCroix, quien era el encargado del detenido, por no pegarle un tiro”. El presidente [Díaz], sin embargo, respondió con aplomo, asegurándoles a todos que él estaba bien, y mandó que llevaran al detenido a un lugar seguro y que no le hicieran ningún daño. Una vez adentro de la comisaría, se descubrió que Arroyo iba desarmado. Las verdaderas intenciones de Arroyo se convertirían luego en objeto de especulación: interpretadas como un genuino intento de asesinato; como un falso intento orquestado con fines políticos; como la fanfarronería de un patético borracho en las últimas etapas del alcoholismo…: durante la noche del 17 de septiembre, estando detenido en la comisaría de la Ciudad de México, Arnulfo Arroyo fue asesinado a puñaladas —“linchado”, según El Imparcial, un periódico subsidiado por el gobierno— a manos de un grupo de furiosos ciudadanos que irrumpió en la comisaría en las altas horas de la madrugada. Al día siguiente, el presidente Díaz manifestó que lamentaba el triste fin de su agresor, porque ya no podría asegurar como antes que en México no se linchaba…”. Fue así como el “asesinato” de Arnulfo Arroyo fue registrado en la prensa moderna como el primer linchamiento en México.

El Informe Especial sobre los Linchamientos en el Territorio Nacional” (IIS-UNAM-CNDH 2019) es un documento que muestra las diferentes hipótesis en torno a uno de los fenómenos de violencia que ha venido incrementando durante los últimos años en México, y que se vuelve cada vez más cotidiano a pesar de las imágenes de horror con las cuales los distintos medios de comunicación abordan esta problemática.

La Real Academia Española, define el verbo linchar como “ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo”. Algo así como lo que sucedía en aquella etapa obscura de la humanidad cuando la brujería o hechicería eran consideradas como un “crimen exceptum”, es decir, un crimen extraordinario, en el que el acusado no podía defenderse, donde la cacería de hombres o mujeres iniciaba a la más mínima provocación de sospecha o rumor de una turba furiosa.

Dentro de las hipótesis más sostenidas en México se encuentra aquella que establece a los linchamientos como producto de “la crisis de seguridad pública, así como el aumento de la violencia y la falta de eficacia de los aparatos de justicia”; Sin embargo, también existen hipótesis que apuntan a la influencia del sistema mediático como promotor de los linchamientos; donde los medios de comunicación, y especialmente las redes sociales, juegan un papel determinante para generar el pánico colectivo que provoca la cacería de los sospechosos.

Sea cual sea la hipótesis más aproximada al fenómeno que hoy vive nuestro país, lo cierto es que todas ellas establecen al linchamiento como un fenómeno donde se cruzan tres elementos comunes:

  • a) los niveles de violencia social,
  • b) la percepción de inseguridad y
  • c) la impunidad;

y un contexto específico, lo que da píe a que las turbas desahoguen sus sentimientos de indignación que, bajo el anonimato de la masa, les permite “impartir justicia”.

Incluso hay penosos pasajes políticos que detallan la magnitud de violencia arraigada en regiones del país; una de ellas rescatada a continuación por esta columna: cuando en abril de 2020, en plena efervescencia del contagio de la Covid-19 en México, se volteaba a ver a Tlaxcala como un estado de la república, donde “por alguna circunstancia”, las personas parecían ser “inmunes al virus”, pues estadísticamente hablando, se aseguraba que, si bien ya todos los estados presentaban contagios, en dicha entidad federativa no se registraba un solo caso de Covid-19. Así lo reportó y aseguró en entrevista radiofónica nacional el gobernador en turno Marco Antonio Mena Rodríguez.

Meses después, al ser ampliamente cuestionado el gobernador sobre del porqué Tlaxcala no había registrado los contagios que ya tenía en abril de aquel año; el gobernador respondió: “si yo hubiera dicho la verdad, de que ya había contagios y en qué municipios, hubiera provocado linchamientos…”.

Este pasaje, aunque aparentemente muy local, refleja perfectamente la magnitud de un problema que, lamentablemente, se desborda ya en Puebla, Tlaxcala, Estado de México y 29 entidades más sin que la autoridad parezca ser eficaz. Tan es así que, al 10 de junio de este año se han reportado 12 actos de linchamiento en todo México, y 115 intentos. Son tiempos de caníbales.

“El 16 de septiembre de 1897, un poco después de las 10 a.m., durante las celebraciones de la independencia nacional en el Zócalo de la Ciudad de México, el presidente Porfirio Díaz fue atacado por detrás por un conocido borrachín de nombre Arnulfo Arroyo. Arroyo fue capturado y detenido de inmediato: “Desde el momento en el que Arroyo fue detenido […] la gente clamaba su muerte. Se hostigaba al teniente LaCroix, quien era el encargado del detenido, por no pegarle un tiro”. El presidente [Díaz], sin embargo, respondió con aplomo, asegurándoles a todos que él estaba bien, y mandó que llevaran al detenido a un lugar seguro y que no le hicieran ningún daño. Una vez adentro de la comisaría, se descubrió que Arroyo iba desarmado. Las verdaderas intenciones de Arroyo se convertirían luego en objeto de especulación: interpretadas como un genuino intento de asesinato; como un falso intento orquestado con fines políticos; como la fanfarronería de un patético borracho en las últimas etapas del alcoholismo…: durante la noche del 17 de septiembre, estando detenido en la comisaría de la Ciudad de México, Arnulfo Arroyo fue asesinado a puñaladas —“linchado”, según El Imparcial, un periódico subsidiado por el gobierno— a manos de un grupo de furiosos ciudadanos que irrumpió en la comisaría en las altas horas de la madrugada. Al día siguiente, el presidente Díaz manifestó que lamentaba el triste fin de su agresor, porque ya no podría asegurar como antes que en México no se linchaba…”. Fue así como el “asesinato” de Arnulfo Arroyo fue registrado en la prensa moderna como el primer linchamiento en México.

El Informe Especial sobre los Linchamientos en el Territorio Nacional” (IIS-UNAM-CNDH 2019) es un documento que muestra las diferentes hipótesis en torno a uno de los fenómenos de violencia que ha venido incrementando durante los últimos años en México, y que se vuelve cada vez más cotidiano a pesar de las imágenes de horror con las cuales los distintos medios de comunicación abordan esta problemática.

La Real Academia Española, define el verbo linchar como “ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo”. Algo así como lo que sucedía en aquella etapa obscura de la humanidad cuando la brujería o hechicería eran consideradas como un “crimen exceptum”, es decir, un crimen extraordinario, en el que el acusado no podía defenderse, donde la cacería de hombres o mujeres iniciaba a la más mínima provocación de sospecha o rumor de una turba furiosa.

Dentro de las hipótesis más sostenidas en México se encuentra aquella que establece a los linchamientos como producto de “la crisis de seguridad pública, así como el aumento de la violencia y la falta de eficacia de los aparatos de justicia”; Sin embargo, también existen hipótesis que apuntan a la influencia del sistema mediático como promotor de los linchamientos; donde los medios de comunicación, y especialmente las redes sociales, juegan un papel determinante para generar el pánico colectivo que provoca la cacería de los sospechosos.

Sea cual sea la hipótesis más aproximada al fenómeno que hoy vive nuestro país, lo cierto es que todas ellas establecen al linchamiento como un fenómeno donde se cruzan tres elementos comunes:

  • a) los niveles de violencia social,
  • b) la percepción de inseguridad y
  • c) la impunidad;

y un contexto específico, lo que da píe a que las turbas desahoguen sus sentimientos de indignación que, bajo el anonimato de la masa, les permite “impartir justicia”.

Incluso hay penosos pasajes políticos que detallan la magnitud de violencia arraigada en regiones del país; una de ellas rescatada a continuación por esta columna: cuando en abril de 2020, en plena efervescencia del contagio de la Covid-19 en México, se volteaba a ver a Tlaxcala como un estado de la república, donde “por alguna circunstancia”, las personas parecían ser “inmunes al virus”, pues estadísticamente hablando, se aseguraba que, si bien ya todos los estados presentaban contagios, en dicha entidad federativa no se registraba un solo caso de Covid-19. Así lo reportó y aseguró en entrevista radiofónica nacional el gobernador en turno Marco Antonio Mena Rodríguez.

Meses después, al ser ampliamente cuestionado el gobernador sobre del porqué Tlaxcala no había registrado los contagios que ya tenía en abril de aquel año; el gobernador respondió: “si yo hubiera dicho la verdad, de que ya había contagios y en qué municipios, hubiera provocado linchamientos…”.

Este pasaje, aunque aparentemente muy local, refleja perfectamente la magnitud de un problema que, lamentablemente, se desborda ya en Puebla, Tlaxcala, Estado de México y 29 entidades más sin que la autoridad parezca ser eficaz. Tan es así que, al 10 de junio de este año se han reportado 12 actos de linchamiento en todo México, y 115 intentos. Son tiempos de caníbales.