/ lunes 16 de julio de 2018

¿Federalismo en riesgo?

La propuesta de desconcentrar el aparato del Gobierno federal, redistribuyéndolo en los estados de República, se consideró por muchos en campaña como una iniciativa interesante de Andrés Manuel López Obrador para hacer frente al centralismo burocrático, a fin de fortalecer a los estados y reconocer al Municipio como gobierno base.

Justamente en campaña, López Obrador se quiso mostrar como un intérprete de los sentimientos del pueblo de México para ganar simpatías. En sus mítines, trataba de evidenciar un conocimiento de la geografía y la historia nacionales, bajo una valoración personal que, permanentemente, invocó a la corrupción como el principal enemigo del desarrollo del país.

Y este elemento, dentro de su estrategia político-electoral, encontró eco entre los mexicanos que clamaban por un cambio.

Así, llegó la elección del 1 de julio. Con Morena, no solo ganó la elección presidencial, sino también la mayoría en las cámaras del Congreso de la Unión, en varios congresos locales. Pero no conforme con ello, deslizó en este incipiente periodo de transición una propuesta que advierte un carácter contradictorio al espíritu de recomponer el federalismo mexicano: centralizar las delegaciones federales en cada estado en una sola representación.

Con la justificación de la austeridad y del combate a la corrupción, el próximo gobierno federal pretende hacerse del control político y financiero de todo el país, lo cual es preocupante, ya que la democracia centralizada no es democracia, y la distribución de facultades debe corresponder a lo que establece la Constitución.

Previo a la reunión con los miembros de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), se filtró el nombramiento de los coordinadores estatales de programas de desarrollo en cada estado, figuras que concentrarán las funciones de los delegados federales en las entidades.

En la lógica lopezobradorista de ahorrar y hacer más eficiente el gobierno, se cerrarían las delegaciones federales y se despedirían más de 8 mil servidores públicos, dejando en su lugar un coordinador de programas federales, que en los hechos sería algo así como un “prefecto”, figura que creó Napoleón tras la revolución para restablecer un poder central en Francia.

Sin embargo, bajo estos supuestos beneficios presupuestales, se asoma el interés por generar contrapesos a los gobiernos estatales, y algunos analistas se animan a anticipar el apuntalamiento de candidatos naturales a disputar en el futuro las propias gubernaturas. Si la forma es fondo, no es casualidad que dichos coordinadores sean excandidatos a gobernadores y líderes de Morena con alguna preminencia en su entidad.

Ante ello, los miembros de la Conago se mostraron generosos, pero no obsequiosos, pues si bien no rechazaron la figura que pretende López Obrador, sí tienen interés en conocer sus alcances, no solo administrativos, sino políticos, incluso su fundamento legal, ya que estos nuevos comisarios tendrán en sus manos los programas federales y se harán de control territorial en lugares donde no ganaron elecciones.

Los coordinadores estatales pueden ser facilitadores del desarrollo estatal, si en los hechos construyen una auténtica relación institucional con los gobiernos estatales, pero también su principal obstáculo, si deterioran esa relación y procuran compromisos facciosos con grupos para convertirse en los próximos mandatarios. Pero, ciertamente, esto es algo que queda en el terreno de la incertidumbre.

Más allá de las buenas intenciones para encarar la corrupción en el país, es claro que debe haber una seria reflexionar sobre las consecuencias jurídicas, laborales y burocráticas de estos ajustes, porque bajo este escenario, y a falta de claridad en los mensajes del próximo presidente de México, las legítimas aspiraciones de cambio que inspiraron a mucha gente a votar en las pasadas elecciones se convierten en el principal justificante para que un partido y un gobierno logren centralidad por encima de las instituciones.


La propuesta de desconcentrar el aparato del Gobierno federal, redistribuyéndolo en los estados de República, se consideró por muchos en campaña como una iniciativa interesante de Andrés Manuel López Obrador para hacer frente al centralismo burocrático, a fin de fortalecer a los estados y reconocer al Municipio como gobierno base.

Justamente en campaña, López Obrador se quiso mostrar como un intérprete de los sentimientos del pueblo de México para ganar simpatías. En sus mítines, trataba de evidenciar un conocimiento de la geografía y la historia nacionales, bajo una valoración personal que, permanentemente, invocó a la corrupción como el principal enemigo del desarrollo del país.

Y este elemento, dentro de su estrategia político-electoral, encontró eco entre los mexicanos que clamaban por un cambio.

Así, llegó la elección del 1 de julio. Con Morena, no solo ganó la elección presidencial, sino también la mayoría en las cámaras del Congreso de la Unión, en varios congresos locales. Pero no conforme con ello, deslizó en este incipiente periodo de transición una propuesta que advierte un carácter contradictorio al espíritu de recomponer el federalismo mexicano: centralizar las delegaciones federales en cada estado en una sola representación.

Con la justificación de la austeridad y del combate a la corrupción, el próximo gobierno federal pretende hacerse del control político y financiero de todo el país, lo cual es preocupante, ya que la democracia centralizada no es democracia, y la distribución de facultades debe corresponder a lo que establece la Constitución.

Previo a la reunión con los miembros de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), se filtró el nombramiento de los coordinadores estatales de programas de desarrollo en cada estado, figuras que concentrarán las funciones de los delegados federales en las entidades.

En la lógica lopezobradorista de ahorrar y hacer más eficiente el gobierno, se cerrarían las delegaciones federales y se despedirían más de 8 mil servidores públicos, dejando en su lugar un coordinador de programas federales, que en los hechos sería algo así como un “prefecto”, figura que creó Napoleón tras la revolución para restablecer un poder central en Francia.

Sin embargo, bajo estos supuestos beneficios presupuestales, se asoma el interés por generar contrapesos a los gobiernos estatales, y algunos analistas se animan a anticipar el apuntalamiento de candidatos naturales a disputar en el futuro las propias gubernaturas. Si la forma es fondo, no es casualidad que dichos coordinadores sean excandidatos a gobernadores y líderes de Morena con alguna preminencia en su entidad.

Ante ello, los miembros de la Conago se mostraron generosos, pero no obsequiosos, pues si bien no rechazaron la figura que pretende López Obrador, sí tienen interés en conocer sus alcances, no solo administrativos, sino políticos, incluso su fundamento legal, ya que estos nuevos comisarios tendrán en sus manos los programas federales y se harán de control territorial en lugares donde no ganaron elecciones.

Los coordinadores estatales pueden ser facilitadores del desarrollo estatal, si en los hechos construyen una auténtica relación institucional con los gobiernos estatales, pero también su principal obstáculo, si deterioran esa relación y procuran compromisos facciosos con grupos para convertirse en los próximos mandatarios. Pero, ciertamente, esto es algo que queda en el terreno de la incertidumbre.

Más allá de las buenas intenciones para encarar la corrupción en el país, es claro que debe haber una seria reflexionar sobre las consecuencias jurídicas, laborales y burocráticas de estos ajustes, porque bajo este escenario, y a falta de claridad en los mensajes del próximo presidente de México, las legítimas aspiraciones de cambio que inspiraron a mucha gente a votar en las pasadas elecciones se convierten en el principal justificante para que un partido y un gobierno logren centralidad por encima de las instituciones.


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