/ viernes 6 de diciembre de 2019

“La Nao de la China”

Llegaba de Manila, procedente de Japón, llegó a estar compuesta hasta por cien naves. Después de recorrer diecisiete mil kilómetros en el mar, hacía puerto en Acapulco. Eran hermosas naves fabricadas en Manila, por la corona española. Acarreaban mercancía de las Filipinas y aquella región, como sedas, marfiles, perlas, metales preciosos, porcelanas, talavera, lacas, perfumería, especias, etc. etc. Resolvieron el problema de encontrar el camino hacia “Las Indias” y de comerciar con esa parte del mundo y de tener que dar la vuelta a todo el continente americano lo cual resultaba complicadísimo, según lo demostró el viaje de Magallanes.

A base de viajes experimentales, los españoles encontraron que las corrientes marítimas del Kuro Shio que dan la vuelta al mundo, podían llevar y traer las naves a Las Filipinas y al Japón con el impulso de sus aguas y de sus vientos. Durante doscientos cincuenta años, realizaron uno y hasta dos viajes por año y a su llegada a las playas de Acapulco era tal la algarabía que causaban que con ese motivo se celebraba la feria de ese lugar y ese comercio inició la riqueza y prosperidad del puerto. Hoy visitamos esa bella bahía, pero no imaginamos que entre los siglos XVI, XVII y XVIII, ese tipo de comercio lo hubiese producido.

Las Filipinas –llamadas así en honor al Rey Felipe de España—eran el punto de partida y a su regreso azarosamente no siempre paraban en Acapulco, porque propiamente eran las corrientes del mar las que las impulsaban, así que a veces llegaban a Puerto Vallarta y otras hasta California. De México llevaban plata peruana y oro mexicano, por ello a su retorno, las mercancías en su mayoría se distribuían hacia Perú, Europa y el interior del país.

La hermosa bahía de Acapulco y sus cálidas playas se convertían en el asiento de comerciantes que ya sabían de la llegada de aquella flota y acudían a esperar su arribo, sobre las arenas se tendía la exposición de lo que se había traído y entonces se producía la compraventa y enorme cantidad de mercancías paraban en el puerto de Veracruz con destino a Europa.

  • Si usted visita la iglesia de San Miguel del Milagro, observe con detenimiento la base del pulpito para las peroratas religiosas y encontrará que la base es un San Miguel regordete y con ojos mongoloides quien con sus manos hacia arriba sostiene la estructura.

En Tlaxcala existen muestras de aquellas riquezas. Si usted visita la iglesia de San Miguel del Milagro, observe con detenimiento la base del pulpito para las peroratas religiosas y encontrará que la base es un San Miguel regordete y con ojos mongoloides quien con sus manos hacia arriba sostiene la estructura. Pero, además, el redondel del pulpito está construido con un biombo japones del siglo XVI, que evidentemente fueron traídos por el “galeón de manila”, como también se le conoció a esa flota comercial que año con año arribaba a las costas acapulqueñas.

Este es un dato cultural que es poco conocido y que sin embargo dinamizó aquella etapa comercial de México. Nos quedan algunas otras reminiscencias, como son las peleas de gallos, que de aquella región llegaron, la vestimenta de la china poblana y la fabricación y comercio de la loza talavera.

Desconocemos cuantas de aquellas naves fueron capturadas por los piratas, ni tampoco cuantas fueron hundidas por las tormentas marinas, lo que sí sabemos es que se trataba de enormes embarcaciones, algunas de las cuales desplazaban más de trescientas toneladas de mercancía y que incluso algunas después de ser asaltadas fueron revendidas por corsarios ingleses.

A lo largo de doscientos cincuenta años, este comercio estuvo vigente y a la vez que nos trajo muestras de un nuevo mundo, le dio vigor a la economía de México y de Europa. Hubiera sido hermoso conocer aquellas playas acapulqueñas casi vírgenes y no la mugrosa bahía que hoy turísticamente se nos vende.

Llegaba de Manila, procedente de Japón, llegó a estar compuesta hasta por cien naves. Después de recorrer diecisiete mil kilómetros en el mar, hacía puerto en Acapulco. Eran hermosas naves fabricadas en Manila, por la corona española. Acarreaban mercancía de las Filipinas y aquella región, como sedas, marfiles, perlas, metales preciosos, porcelanas, talavera, lacas, perfumería, especias, etc. etc. Resolvieron el problema de encontrar el camino hacia “Las Indias” y de comerciar con esa parte del mundo y de tener que dar la vuelta a todo el continente americano lo cual resultaba complicadísimo, según lo demostró el viaje de Magallanes.

A base de viajes experimentales, los españoles encontraron que las corrientes marítimas del Kuro Shio que dan la vuelta al mundo, podían llevar y traer las naves a Las Filipinas y al Japón con el impulso de sus aguas y de sus vientos. Durante doscientos cincuenta años, realizaron uno y hasta dos viajes por año y a su llegada a las playas de Acapulco era tal la algarabía que causaban que con ese motivo se celebraba la feria de ese lugar y ese comercio inició la riqueza y prosperidad del puerto. Hoy visitamos esa bella bahía, pero no imaginamos que entre los siglos XVI, XVII y XVIII, ese tipo de comercio lo hubiese producido.

Las Filipinas –llamadas así en honor al Rey Felipe de España—eran el punto de partida y a su regreso azarosamente no siempre paraban en Acapulco, porque propiamente eran las corrientes del mar las que las impulsaban, así que a veces llegaban a Puerto Vallarta y otras hasta California. De México llevaban plata peruana y oro mexicano, por ello a su retorno, las mercancías en su mayoría se distribuían hacia Perú, Europa y el interior del país.

La hermosa bahía de Acapulco y sus cálidas playas se convertían en el asiento de comerciantes que ya sabían de la llegada de aquella flota y acudían a esperar su arribo, sobre las arenas se tendía la exposición de lo que se había traído y entonces se producía la compraventa y enorme cantidad de mercancías paraban en el puerto de Veracruz con destino a Europa.

  • Si usted visita la iglesia de San Miguel del Milagro, observe con detenimiento la base del pulpito para las peroratas religiosas y encontrará que la base es un San Miguel regordete y con ojos mongoloides quien con sus manos hacia arriba sostiene la estructura.

En Tlaxcala existen muestras de aquellas riquezas. Si usted visita la iglesia de San Miguel del Milagro, observe con detenimiento la base del pulpito para las peroratas religiosas y encontrará que la base es un San Miguel regordete y con ojos mongoloides quien con sus manos hacia arriba sostiene la estructura. Pero, además, el redondel del pulpito está construido con un biombo japones del siglo XVI, que evidentemente fueron traídos por el “galeón de manila”, como también se le conoció a esa flota comercial que año con año arribaba a las costas acapulqueñas.

Este es un dato cultural que es poco conocido y que sin embargo dinamizó aquella etapa comercial de México. Nos quedan algunas otras reminiscencias, como son las peleas de gallos, que de aquella región llegaron, la vestimenta de la china poblana y la fabricación y comercio de la loza talavera.

Desconocemos cuantas de aquellas naves fueron capturadas por los piratas, ni tampoco cuantas fueron hundidas por las tormentas marinas, lo que sí sabemos es que se trataba de enormes embarcaciones, algunas de las cuales desplazaban más de trescientas toneladas de mercancía y que incluso algunas después de ser asaltadas fueron revendidas por corsarios ingleses.

A lo largo de doscientos cincuenta años, este comercio estuvo vigente y a la vez que nos trajo muestras de un nuevo mundo, le dio vigor a la economía de México y de Europa. Hubiera sido hermoso conocer aquellas playas acapulqueñas casi vírgenes y no la mugrosa bahía que hoy turísticamente se nos vende.

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