/ sábado 18 de julio de 2020

Los Avatares de Nuestro Tiempo | Defender la democracia

En México la institucionalización del Estado mexicano está centrado en la idea de revolución, la formación primigenia de instituciones es originada desde el derrumbe del porfiriato, pasa por el sostenimiento de caudillos, hasta la sectorización de la sociedad agrupada orgánicamente y agrupada en un partido política hegemónico, prácticamente único. Esa es la historia del siglo XX mexicano, quizás afortunadamente diferente de la del resto de los países latinoamericanos quienes sí sostuvieron regímenes autoritarios e incluso militares. Empero, el desarrollo democrático y la apertura de canales institucionales mediante las reformas de acceso al poder y la fijación de mejore reglas del juego (instituciones) posibilitó la alternancia en el poder político, hasta entrado el siglo XXI.

Esta alternancia que por algunos ha sido señalada más profundamente como transición política, fue posibilitada por las reformas electorales de 1977, que abrió el espectro político para la competencia electoral, otrora centrada en el partido de la Revolución institucionalizada; así como la reforma suscitada en el período legislativo extraordinario de abril a julio de 1990 en el que se formó el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) y, con importancia singular y sustantiva, la creación del entonces Instituto Federal Electoral (IFE) bajo la idea “ciudadanizar” la organización de las elecciones en los ciudadanos eligen a gobernantes y representantes; supliendo así a la Comisión Electoral, presidida por la Secretaría de Gobernación Federal. Era, evidentemente un avance hacia la modernización necesaria de los procesos electorales y la búsqueda de legitimidad en estos procesos democráticos, cuestionados fuertemente sobre todo tras la elección de 1988. Quizás solamente igualada con la crisis política enquistada tras las elecciones del año 2006 y las sensaciones paranoides de fraude y argumentos sólidos de poco rigor en el arbitraje electoral.

La formación del IFE como instituto rector fue un acierto. El diseño institucional centrado en la idea de consenso democrático, dada la figura del Consejo General integrado de manera plural y diversa, abrió la puerta de la modernización institucional y mejores prácticas. En realidad, la expresión minimalista de la democracia exige eso: equidad en la competencia electoral, autoridad autónoma, participación ciudadana en las jornadas electorales, escrutinio público y eficiencia y rapidez en el conteo de los sufragios, por ello el IFE se concibió como una institución necesariamente técnica que vigilará el cumplimiento de la legislación en la materia y organizara eficazmente estos procesos.

De hecho uno de los libros más consultados en el área de las ciencias sociales y sobre todo en la ciencia política mexicana, es “La mecánica del cambio político en México” de la autoría de José Woldenberg (por cierto primer Consejo Presidente del IFE), Pedro Salazar y Ricardo Becerra, título que no tiene empecho en señalar a la reforma de 1990 como un parteaguas de la vida democrática mexicana. Es cierto.

Si bien son aceptados los argumentos en contra del diseño institucionales del sistema electoral mexicano, críticas sobre todo centradas en los altos costos económicos y la orientación de las decisiones, además de por criterios técnicos, por razones políticas; son más y mejores los argumentos para defender, por ejemplo, la autonomía en la integración de los Consejeros del ahora INE, la suficiencia presupuestal de éste y su distancia operativa respecto a las decisiones políticas nacionales. Es lo mejor para una incipiente democracia como la mexicana.

Tras la creación del IFE y la alternancia en la titularidad del Poder Ejecutivo Federal, así como la integración de las Cámaras de Diputados y Senadores, así como la alternancia a nivel subnacional, dota de mejores contrapesos en la toma de decisiones y el distanciamiento a la siempre tentadora posibilidad de conductas autocráticas que, en nada equivalen a lo demandado por la sociedad contemporánea, caracterizada por la búsqueda de apertura institucional: transparencia, rendición de cuentas, etc. Por eso, hoy la defensa del INE en los espacios institucionales es también un discurso enunciatario de la reivindicación de las mejores ideas para el desarrollo de México y el sostenimiento de regímenes democráticos elegidos desde el sufragio popular y efectivo.

Hoy que todo parece estar en disputa, por las consignas transformativas, deben existir límites a lar argucias sustentadas desde la popularidad de los gobernantes que -históricamente ha quedado demostrado- es efímera. En este sentido, conviene destacar el proceso que se ha seguido en la Cámara de Diputados Federal en la designación de los Consejeros del INE. Esos espacios deben ser ocupados por personas con probada calidad ética, profesional y con suficiencia de capacidad técnicas para enfrentar los múltiples problemas que la alternancia política del año 2000 no suprimió y que deben disminuirse para, en efecto, alcanzar la transición, hoy aún no escrita.

En México la institucionalización del Estado mexicano está centrado en la idea de revolución, la formación primigenia de instituciones es originada desde el derrumbe del porfiriato, pasa por el sostenimiento de caudillos, hasta la sectorización de la sociedad agrupada orgánicamente y agrupada en un partido política hegemónico, prácticamente único. Esa es la historia del siglo XX mexicano, quizás afortunadamente diferente de la del resto de los países latinoamericanos quienes sí sostuvieron regímenes autoritarios e incluso militares. Empero, el desarrollo democrático y la apertura de canales institucionales mediante las reformas de acceso al poder y la fijación de mejore reglas del juego (instituciones) posibilitó la alternancia en el poder político, hasta entrado el siglo XXI.

Esta alternancia que por algunos ha sido señalada más profundamente como transición política, fue posibilitada por las reformas electorales de 1977, que abrió el espectro político para la competencia electoral, otrora centrada en el partido de la Revolución institucionalizada; así como la reforma suscitada en el período legislativo extraordinario de abril a julio de 1990 en el que se formó el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) y, con importancia singular y sustantiva, la creación del entonces Instituto Federal Electoral (IFE) bajo la idea “ciudadanizar” la organización de las elecciones en los ciudadanos eligen a gobernantes y representantes; supliendo así a la Comisión Electoral, presidida por la Secretaría de Gobernación Federal. Era, evidentemente un avance hacia la modernización necesaria de los procesos electorales y la búsqueda de legitimidad en estos procesos democráticos, cuestionados fuertemente sobre todo tras la elección de 1988. Quizás solamente igualada con la crisis política enquistada tras las elecciones del año 2006 y las sensaciones paranoides de fraude y argumentos sólidos de poco rigor en el arbitraje electoral.

La formación del IFE como instituto rector fue un acierto. El diseño institucional centrado en la idea de consenso democrático, dada la figura del Consejo General integrado de manera plural y diversa, abrió la puerta de la modernización institucional y mejores prácticas. En realidad, la expresión minimalista de la democracia exige eso: equidad en la competencia electoral, autoridad autónoma, participación ciudadana en las jornadas electorales, escrutinio público y eficiencia y rapidez en el conteo de los sufragios, por ello el IFE se concibió como una institución necesariamente técnica que vigilará el cumplimiento de la legislación en la materia y organizara eficazmente estos procesos.

De hecho uno de los libros más consultados en el área de las ciencias sociales y sobre todo en la ciencia política mexicana, es “La mecánica del cambio político en México” de la autoría de José Woldenberg (por cierto primer Consejo Presidente del IFE), Pedro Salazar y Ricardo Becerra, título que no tiene empecho en señalar a la reforma de 1990 como un parteaguas de la vida democrática mexicana. Es cierto.

Si bien son aceptados los argumentos en contra del diseño institucionales del sistema electoral mexicano, críticas sobre todo centradas en los altos costos económicos y la orientación de las decisiones, además de por criterios técnicos, por razones políticas; son más y mejores los argumentos para defender, por ejemplo, la autonomía en la integración de los Consejeros del ahora INE, la suficiencia presupuestal de éste y su distancia operativa respecto a las decisiones políticas nacionales. Es lo mejor para una incipiente democracia como la mexicana.

Tras la creación del IFE y la alternancia en la titularidad del Poder Ejecutivo Federal, así como la integración de las Cámaras de Diputados y Senadores, así como la alternancia a nivel subnacional, dota de mejores contrapesos en la toma de decisiones y el distanciamiento a la siempre tentadora posibilidad de conductas autocráticas que, en nada equivalen a lo demandado por la sociedad contemporánea, caracterizada por la búsqueda de apertura institucional: transparencia, rendición de cuentas, etc. Por eso, hoy la defensa del INE en los espacios institucionales es también un discurso enunciatario de la reivindicación de las mejores ideas para el desarrollo de México y el sostenimiento de regímenes democráticos elegidos desde el sufragio popular y efectivo.

Hoy que todo parece estar en disputa, por las consignas transformativas, deben existir límites a lar argucias sustentadas desde la popularidad de los gobernantes que -históricamente ha quedado demostrado- es efímera. En este sentido, conviene destacar el proceso que se ha seguido en la Cámara de Diputados Federal en la designación de los Consejeros del INE. Esos espacios deben ser ocupados por personas con probada calidad ética, profesional y con suficiencia de capacidad técnicas para enfrentar los múltiples problemas que la alternancia política del año 2000 no suprimió y que deben disminuirse para, en efecto, alcanzar la transición, hoy aún no escrita.