Las transiciones democráticas en el mundo modificaron las dinámicas de los sistemas políticos. Pasaron de ser –como calificó David Easton– cajas negras en las que se toman decisiones a espacios vigilados, controlados democráticamente y en los que participan más actores más allá de los eminentemente gubernamentales. Estos nuevos modos relacionales se auxiliaron de las propuestas más innovadores en términos de centrifugar el poder –antes concentrado en las estructuras ejecutivas de los gobiernos– por ejemplo: la organización electoral, el control de la política monetaria, la producción y administración de información censal y estadística para toma de decisiones, entre otras.
Entre estas variaciones tras la transición a la democracia, innegablemente destaca el avance de los derechos humanos de nueva generación. Son aquellos vinculados al ejercicio de otros derechos. Entre estos el derecho de acceso a la información pública y en consecuencia la política de transparencia como acción institucional para garantizar el ejercicio de tal derecho fundamental. La transparencia desdibujó el funcionamiento del sistema político como caja negra para convertirlo en un espacio de observación. En el ideal, este paso institucional implica que los ciudadanos conocerán el funcionamiento, ejercicio y resultados de las instituciones del Estado y consecuentemente podrán formular nuevas exigencias, rendición de cuentas y peticiones sobre la misma base informacional.
El argumento de configurar nuevos sistemas políticos con otras lógicas, parte del supuesto de que los asuntos públicos y la mejora de las condiciones de vida de las personas, se facilita en entornos de libertades democráticas y de mejor organización de los Estados. Esta es, en buena medida, la explicación del por qué dichas funciones –bajo el razonamiento de mejora institucional– escaparon de la división funcional tradicional de poderes y se constituyeron como funciones autónomas. En el caso de México, todas esas atribuciones implicaron la creación de organizaciones con autonomía como el Instituto Nacional Electoral, el Banco de México, el Instituto Nacional de Geografía y Estadística y, por definición, el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública.
Aunque discursivamente la narrativa de la transición a la democracia es persuasiva y convincente, actualmente hay escépticos y críticos. Dichas opiniones basan sus posiciones en el impacto marginal que estas modificaciones a nivel institucional y de sistema político han significado para la calidad de vida de las personas. Sin embargo, es preciso indicar la gradualidad de los cambios. En realidad, es difícil pensar en mejores condiciones de vida y desarrollo en entornos no democráticos. Estas posiciones diversas, tanto en contra como a favor del discurso y cambio tras la transición a la democracia, son válidas en tanto estimulan el debate público, empero es indefendible poner en cuestión o en duda los beneficios de mover en dirección democrática las dinámicas de los sistemas políticos contemporáneos.
Dado este contexto, defender políticas como la de la transparencia debe ser un compromiso indeclinable. Es notable la noticia nacional (apenas de hace unos días) de la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para permitir que el INAI pueda sesionar de manera extraordinaria sin la designación total de los Comisionados y Comisionadas que integran el pleno del instituto. Es una máxima democrática continuar con la dinámica de apertura y permitir que las personas conozcan con datos, documentos e información verídica lo que las instituciones del Estado realizan. Esa es una de las nuevas lógicas de los sistemas políticos en el mundo.
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