/ sábado 2 de mayo de 2020

Los Avatares de Nuestro Tiempo | Las desigualdades en tiempos de distanciamiento social

Durante bastante tiempo se señaló el acierto discursivo del actual grupo político al frente del Gobierno federal, por señalar que es inaceptable e incluso inmoral sostener los niveles de pobreza y desigualdad en el país. Innegablemente las desigualdades han marcado la historia del desarrollo en México; a partir de esta premisa, es lógico pensar en una sólida política social (aunque se ha traducido en meras transferencias directas a las personas) y, sobre todo la universalización de servicios como el de la salud que, dicho sea, con la actual crisis sanitaria ha remarcado -sobremanera- su relevancia para el libre desarrollo de las personas.

En este contexto las desigualdades han fungido como un impermeable ante políticas de bienestar, es decir, aunque en términos de políticas públicas se ejerzan recursos para la mejora en la calidad de vida de la población, estos no tienen el impacto deseado, en buena medida porque las desigualdades responden a condiciones estructurales, por ejemplo: la precarización del empleo, la pérdida del poder adquisitivo, el acaparamiento de los medios de producción, la concentración del ingreso, la disminución de los bienes y servicios públicos de acceso universal, etc. No obstante, los gobiernos deben generar políticas públicas bien diseñadas y con la fijación de metas y objetivos a corto, mediano y largo plazo; la acción gubernamental debe, o deberá reflejarse en la disminución de estas desigualdades que -contrario a lo que se piensa- no responde únicamente a las diferencias económicas sino al acceso a diferentes bienes y servicios, por ejemplo, a la cultura.

Las desigualdades se manifiestan brutalmente en tiempos de crisis, desde el hecho de que a una gran parte de la población le resulta imposible aislarse en su casa y no acudir a sus centros laborales, sea porque sus actividades exigen de su presencia física o porque sus ingresos se verían interrumpidos con su inactividad. Pero hay otras formas de visualizar la desigualdad, por ejemplo, las condiciones de vivienda en las que las personas pasan estos tiempos de distanciamiento social y el acceso a servicios con los que cuentan; es evidente que no es lo mismo pasar 24 horas en un espacio amplio, con servicios de energía eléctrica, agua potable, internet y con ello acceso a medios para el entretenimiento, ocio, aprendizaje y esparcimiento digital que, en contraparte, un espacio con ausencia de los servicios básicos y por supuesto de medios para el acceso a la cultura, en caso digitales.

Según el último Censo Nacional de Población y Vivienda, realizado por el Inegi correspondiente al año 2010, existían 28 millones 138 mil 556 viviendas particulares habitadas en México de las cuales un total de 623,526 no contaban con servicio de energía eléctrica. En lo referido a la disposición de agua potable, 3 millones 330 mil 136 hogares no contaban con el servicio. Esto es demostrativo de las enormes brechas entre la sociedad, una salvaje desigualdad.

Esta discusión es pertinente en la medida que concebimos el acceso a servicios como parte del paradigma del bienestar, aún más si se trata de servicios básicos, los cuales indispensables para mantener la salud y responde directamente a derechos humanos los cuales son inalienables. El escenario es aún peor cuando avanzamos hacia la cobertura y garantía de los derechos humanos de cuarta generación, aquellos ceñidos en los derechos de los individuos para definir su cuerpo, su estilo de vida, por ejemplo, el libre desarrollo de la personalidad, el cual se puede ver disminuido por el marginal acceso a la cultura. Al respecto existen instrumentos internacionales que demuestran la necesidad del derecho a la cultura, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que protegen el acceso a bienes y servicios culturales, el disfrute de estos y la producción intelectual.

Para el caso específico del acceso a la cultura, resulta una obviedad pensar que el rezago es -por demás- impresionante, es decir, si los atrasos en cobertura a servicios básicos son sorprendentes, luego entonces en lo referido a la oferta de bienes y servicios para la garantía de derechos humanos de cuarta generación, se requiere del mayor esfuerzo institucional y de la colaboración pública-privada, bajo el entendido de que el financiamiento requiere ser amplio, ahí cobran vigencia proyectos como el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

En estos tiempos donde la población está recluida en sus hogares, también es necesario pensar y repensar en el acceso a la cultura por la vía digital, en tanto la interacción con los espacios físicos está restringida. Sobre este propósito el Inegi realizaba un importante producto estadístico, la Encuesta Nacional de Consumo Cultural de México (ENCCUM) del año 2012; los hallazgos son reveladores: solamente el 12.10% de los encuestados tuvo acceso a cursos y talleres culturales y únicamente el 45.81% refirió haber tenido acceso a internet con motivos culturales. Para el caso de Tlaxcala el 22.6% señaló nunca haber asistido al cine, el 71.8% a un espectáculo de danza y el 79.3% nunca a una función de teatro.

Esta es la realidad, una desigualdad más en el acceso a la cultura y, por tanto, a la sensibilización, el conocimiento, entretenimiento, sano esparcimiento, etc. Los gobiernos, sobre todo ante amenazas permanente e incontrolables como lo es la actual pandemia mundial, deben optar por la inversión para la cobertura de derechos como a la cultura y, sobre todo, a la reducción de las enormes brechas de desigualdad existentes en nuestro país.

Durante bastante tiempo se señaló el acierto discursivo del actual grupo político al frente del Gobierno federal, por señalar que es inaceptable e incluso inmoral sostener los niveles de pobreza y desigualdad en el país. Innegablemente las desigualdades han marcado la historia del desarrollo en México; a partir de esta premisa, es lógico pensar en una sólida política social (aunque se ha traducido en meras transferencias directas a las personas) y, sobre todo la universalización de servicios como el de la salud que, dicho sea, con la actual crisis sanitaria ha remarcado -sobremanera- su relevancia para el libre desarrollo de las personas.

En este contexto las desigualdades han fungido como un impermeable ante políticas de bienestar, es decir, aunque en términos de políticas públicas se ejerzan recursos para la mejora en la calidad de vida de la población, estos no tienen el impacto deseado, en buena medida porque las desigualdades responden a condiciones estructurales, por ejemplo: la precarización del empleo, la pérdida del poder adquisitivo, el acaparamiento de los medios de producción, la concentración del ingreso, la disminución de los bienes y servicios públicos de acceso universal, etc. No obstante, los gobiernos deben generar políticas públicas bien diseñadas y con la fijación de metas y objetivos a corto, mediano y largo plazo; la acción gubernamental debe, o deberá reflejarse en la disminución de estas desigualdades que -contrario a lo que se piensa- no responde únicamente a las diferencias económicas sino al acceso a diferentes bienes y servicios, por ejemplo, a la cultura.

Las desigualdades se manifiestan brutalmente en tiempos de crisis, desde el hecho de que a una gran parte de la población le resulta imposible aislarse en su casa y no acudir a sus centros laborales, sea porque sus actividades exigen de su presencia física o porque sus ingresos se verían interrumpidos con su inactividad. Pero hay otras formas de visualizar la desigualdad, por ejemplo, las condiciones de vivienda en las que las personas pasan estos tiempos de distanciamiento social y el acceso a servicios con los que cuentan; es evidente que no es lo mismo pasar 24 horas en un espacio amplio, con servicios de energía eléctrica, agua potable, internet y con ello acceso a medios para el entretenimiento, ocio, aprendizaje y esparcimiento digital que, en contraparte, un espacio con ausencia de los servicios básicos y por supuesto de medios para el acceso a la cultura, en caso digitales.

Según el último Censo Nacional de Población y Vivienda, realizado por el Inegi correspondiente al año 2010, existían 28 millones 138 mil 556 viviendas particulares habitadas en México de las cuales un total de 623,526 no contaban con servicio de energía eléctrica. En lo referido a la disposición de agua potable, 3 millones 330 mil 136 hogares no contaban con el servicio. Esto es demostrativo de las enormes brechas entre la sociedad, una salvaje desigualdad.

Esta discusión es pertinente en la medida que concebimos el acceso a servicios como parte del paradigma del bienestar, aún más si se trata de servicios básicos, los cuales indispensables para mantener la salud y responde directamente a derechos humanos los cuales son inalienables. El escenario es aún peor cuando avanzamos hacia la cobertura y garantía de los derechos humanos de cuarta generación, aquellos ceñidos en los derechos de los individuos para definir su cuerpo, su estilo de vida, por ejemplo, el libre desarrollo de la personalidad, el cual se puede ver disminuido por el marginal acceso a la cultura. Al respecto existen instrumentos internacionales que demuestran la necesidad del derecho a la cultura, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que protegen el acceso a bienes y servicios culturales, el disfrute de estos y la producción intelectual.

Para el caso específico del acceso a la cultura, resulta una obviedad pensar que el rezago es -por demás- impresionante, es decir, si los atrasos en cobertura a servicios básicos son sorprendentes, luego entonces en lo referido a la oferta de bienes y servicios para la garantía de derechos humanos de cuarta generación, se requiere del mayor esfuerzo institucional y de la colaboración pública-privada, bajo el entendido de que el financiamiento requiere ser amplio, ahí cobran vigencia proyectos como el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

En estos tiempos donde la población está recluida en sus hogares, también es necesario pensar y repensar en el acceso a la cultura por la vía digital, en tanto la interacción con los espacios físicos está restringida. Sobre este propósito el Inegi realizaba un importante producto estadístico, la Encuesta Nacional de Consumo Cultural de México (ENCCUM) del año 2012; los hallazgos son reveladores: solamente el 12.10% de los encuestados tuvo acceso a cursos y talleres culturales y únicamente el 45.81% refirió haber tenido acceso a internet con motivos culturales. Para el caso de Tlaxcala el 22.6% señaló nunca haber asistido al cine, el 71.8% a un espectáculo de danza y el 79.3% nunca a una función de teatro.

Esta es la realidad, una desigualdad más en el acceso a la cultura y, por tanto, a la sensibilización, el conocimiento, entretenimiento, sano esparcimiento, etc. Los gobiernos, sobre todo ante amenazas permanente e incontrolables como lo es la actual pandemia mundial, deben optar por la inversión para la cobertura de derechos como a la cultura y, sobre todo, a la reducción de las enormes brechas de desigualdad existentes en nuestro país.