/ sábado 19 de marzo de 2022

Los Avatares de Nuestro Tiempo | Los vaivenes de la opinión y la popularidad

En regímenes democráticos, los indicadores relacionados con la eficacia en la atención de problemas públicos, la aprobación y popularidad de la figura gobernante conforman un binomio de interés innegable. Es decir, resulta natural que el grupo político en el gobierno coloque atención en cómo la sociedad reacciona su funcionamiento y asienta calificaciones basadas en percepciones y opiniones que pueden coincidir su grado de éxito en futuros procesos electorales. Para el propósito de mantenerse en el ejercicio del poder, los actores políticos construyen discursos focalizados para ciertos sectores de la población, generan acciones de política pública para generar incentivos y confrontan sus posiciones políticas con otras en la arena de interacción con otros competidores políticos.

En esa dinámica compleja, variable e inestable, tienen lugar las estrategias comunicacionales y políticas. Es probable que el inicio de cada gobierno, en tanto se cuenta con un bono democrático de confianza, sea un espacio de tiempo en el que es más sencillo retener la confianza y los niveles de popularidad. Sin embargo, el ejercicio del poder y el ejercicio de las funciones públicas provoca un desgaste normal sobre la imagen del gobernante, cambios en las opiniones que se forma la sociedad y, en general, altibajos en los niveles de popularidad. Son los vaivenes de la opinión en democracia.

En el caso de México, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018 por una gran diferencia respecto del resto de los candidatos, y su unción como un gobernante con niveles de aceptación y popularidad altísimos, generó una dinámica de gobierno excesivamente centrada en mantener esos indicadores con registros altos. Es relevante reiterar que esto puede ser una dinámica inherente a la democracia. Empero, la centralidad de este propósito puede generar distracciones sobre las actividades sustantivas de gobierno y concentrar demasiados esfuerzos institucionales en agradar a la opinión, mantener percepciones positivas y desgastar el discurso político colocándolo a debate con otras posiciones dentro de la actividad política.

Los niveles de aceptación iniciales del Presidente ascendieron hasta prácticamente hasta el 90%, dejando poco espacio para la desaprobación. Mientras que los problemas públicos mantienen características alarmantes, como el caso de la seguridad pública, entonces los discursos pierden potencia persuasiva para permear en la conformación de opiniones y percepciones. Este es, probablemente, el vínculo que se generó y provocó que los niveles de popularidad y aceptación, aunque se mantienen altos, hayan igualado registros previos de Presidentes de la República que concluyeron su gestión con altibajos. Esta preeminencia del interés por mantener los niveles de popularidad ha permeado en la política de las entidades federativas. El problema es que -prácticamente- ningún gobernador o gobernadora tiene la historia y trayectoria política del Presidente y, su fijación con la creación de una opinión pública favorable y popularidad alta, solamente los hace ver pretensiosos, como malos imitadores y con actos irrisorios.

En el corto plazo, con la sucesión presidencial adelanta en términos políticos, es probable que los niveles de popularidad encuentren un punto de estabilidad, dada que mucha de la concentración pública girará de objetivos. Habrá que analizar cómo lidian los actores políticos acostumbrados a estar en la opinión pública, con el desvanecimiento gradual de su foco público. Esa es una muestra más de los vaivenes de la opinión y la popularidad en regímenes democráticos.

En adición a esta previsible caída de las figuras que generan opinión; es deseable que, en los estados de la República, las y los gobernadores se comprometan con sus funciones sustantivas, sobre todo en un entorno en el que la popularidad presidencial no alcanzará a cubrirlos más, sobre todo en cuanto se acerque más el proceso electoral federal en poco más de año y medio.

En regímenes democráticos, los indicadores relacionados con la eficacia en la atención de problemas públicos, la aprobación y popularidad de la figura gobernante conforman un binomio de interés innegable. Es decir, resulta natural que el grupo político en el gobierno coloque atención en cómo la sociedad reacciona su funcionamiento y asienta calificaciones basadas en percepciones y opiniones que pueden coincidir su grado de éxito en futuros procesos electorales. Para el propósito de mantenerse en el ejercicio del poder, los actores políticos construyen discursos focalizados para ciertos sectores de la población, generan acciones de política pública para generar incentivos y confrontan sus posiciones políticas con otras en la arena de interacción con otros competidores políticos.

En esa dinámica compleja, variable e inestable, tienen lugar las estrategias comunicacionales y políticas. Es probable que el inicio de cada gobierno, en tanto se cuenta con un bono democrático de confianza, sea un espacio de tiempo en el que es más sencillo retener la confianza y los niveles de popularidad. Sin embargo, el ejercicio del poder y el ejercicio de las funciones públicas provoca un desgaste normal sobre la imagen del gobernante, cambios en las opiniones que se forma la sociedad y, en general, altibajos en los niveles de popularidad. Son los vaivenes de la opinión en democracia.

En el caso de México, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018 por una gran diferencia respecto del resto de los candidatos, y su unción como un gobernante con niveles de aceptación y popularidad altísimos, generó una dinámica de gobierno excesivamente centrada en mantener esos indicadores con registros altos. Es relevante reiterar que esto puede ser una dinámica inherente a la democracia. Empero, la centralidad de este propósito puede generar distracciones sobre las actividades sustantivas de gobierno y concentrar demasiados esfuerzos institucionales en agradar a la opinión, mantener percepciones positivas y desgastar el discurso político colocándolo a debate con otras posiciones dentro de la actividad política.

Los niveles de aceptación iniciales del Presidente ascendieron hasta prácticamente hasta el 90%, dejando poco espacio para la desaprobación. Mientras que los problemas públicos mantienen características alarmantes, como el caso de la seguridad pública, entonces los discursos pierden potencia persuasiva para permear en la conformación de opiniones y percepciones. Este es, probablemente, el vínculo que se generó y provocó que los niveles de popularidad y aceptación, aunque se mantienen altos, hayan igualado registros previos de Presidentes de la República que concluyeron su gestión con altibajos. Esta preeminencia del interés por mantener los niveles de popularidad ha permeado en la política de las entidades federativas. El problema es que -prácticamente- ningún gobernador o gobernadora tiene la historia y trayectoria política del Presidente y, su fijación con la creación de una opinión pública favorable y popularidad alta, solamente los hace ver pretensiosos, como malos imitadores y con actos irrisorios.

En el corto plazo, con la sucesión presidencial adelanta en términos políticos, es probable que los niveles de popularidad encuentren un punto de estabilidad, dada que mucha de la concentración pública girará de objetivos. Habrá que analizar cómo lidian los actores políticos acostumbrados a estar en la opinión pública, con el desvanecimiento gradual de su foco público. Esa es una muestra más de los vaivenes de la opinión y la popularidad en regímenes democráticos.

En adición a esta previsible caída de las figuras que generan opinión; es deseable que, en los estados de la República, las y los gobernadores se comprometan con sus funciones sustantivas, sobre todo en un entorno en el que la popularidad presidencial no alcanzará a cubrirlos más, sobre todo en cuanto se acerque más el proceso electoral federal en poco más de año y medio.