/ viernes 1 de julio de 2022

Retahíla para cinéfilos | Licorice Pizza

Como toda la obra del cineasta estadounidense Paul Thomas Anderson, Licorice Pizza, su más reciente estreno, es un juego de ajedrez donde los espectadores, en una suerte de valientes alfiles, se enfrentan a la batalla entre ficción y realidad con una apuesta que va más allá de algunas fichas.

Esta comedia romántica, si dentro de este género pudiera establecerse, es un retrato de la realidad más pura y cruda del amor; una historia que no tiene planteamiento, nudo o desenlace; es una anécdota, un recuerdo, un álbum de fotografías que fueron animadas y musicalizadas con la gran maestría del lenguaje cinematográfico.

Con justa razón el nombre de la cinta viene de una popular tienda de discos californiana que tuvo su auge entre los años 70 y los 80. La nostalgia de esta época envuelta en lo contemporáneo que resulta el escuchar historias “vintage” trae como resultado a Gary y Alana, la pareja que protagoniza el filme. En un instituto de San Fernando Valley, Gary, un estudiante de 15 años, conoce a Alana, una joven judía de 25 años que trabaja como asistente del fotógrafo recurrente de la escuela. Desde el primer momento en que los jóvenes se conocen se crea una conexión que fungirá como hilo conductor a través del tiempo transcurrido en las tantas aventuras que vivirán juntos. A pesar de que la edad se convierte en su barrera principal para establecer una relación formal, los personajes se aseguran de formar parte el uno del otro en sus proyectos personales en un tono amistoso que, ante los ojos de cualquiera, no es más que una ilusión en crecimiento y rumbo a una explosión de emociones dentro y fuera de la pantalla. Gary y Alana aprenden a vivir juntos, pero separados; a estar solos, pero acompañarse siempre.

Llena de elocuencia y sensatez, esta película está lejos de ser predecible y no porque sea inesperado lo que ocurre, sino porque es tan cotidiano que la ficción nos la llevamos en su misma envoltura. Gary y Alana, además, no corresponden al canon de belleza hollywoodense; están lejos de ser los estereotipos de norteamericanos que los dramas adolescentes nos han vendido con tanta vehemencia.

Para cerrar, el cuidado de la banda sonora y lo colorido que resulta el ambiente visto desde los suaves movimientos de cámara forman la triada perfecta de una añoranza colectiva a la que nos ceñimos cada que un contemporáneo nos regala un poquito de pasado.

Como toda la obra del cineasta estadounidense Paul Thomas Anderson, Licorice Pizza, su más reciente estreno, es un juego de ajedrez donde los espectadores, en una suerte de valientes alfiles, se enfrentan a la batalla entre ficción y realidad con una apuesta que va más allá de algunas fichas.

Esta comedia romántica, si dentro de este género pudiera establecerse, es un retrato de la realidad más pura y cruda del amor; una historia que no tiene planteamiento, nudo o desenlace; es una anécdota, un recuerdo, un álbum de fotografías que fueron animadas y musicalizadas con la gran maestría del lenguaje cinematográfico.

Con justa razón el nombre de la cinta viene de una popular tienda de discos californiana que tuvo su auge entre los años 70 y los 80. La nostalgia de esta época envuelta en lo contemporáneo que resulta el escuchar historias “vintage” trae como resultado a Gary y Alana, la pareja que protagoniza el filme. En un instituto de San Fernando Valley, Gary, un estudiante de 15 años, conoce a Alana, una joven judía de 25 años que trabaja como asistente del fotógrafo recurrente de la escuela. Desde el primer momento en que los jóvenes se conocen se crea una conexión que fungirá como hilo conductor a través del tiempo transcurrido en las tantas aventuras que vivirán juntos. A pesar de que la edad se convierte en su barrera principal para establecer una relación formal, los personajes se aseguran de formar parte el uno del otro en sus proyectos personales en un tono amistoso que, ante los ojos de cualquiera, no es más que una ilusión en crecimiento y rumbo a una explosión de emociones dentro y fuera de la pantalla. Gary y Alana aprenden a vivir juntos, pero separados; a estar solos, pero acompañarse siempre.

Llena de elocuencia y sensatez, esta película está lejos de ser predecible y no porque sea inesperado lo que ocurre, sino porque es tan cotidiano que la ficción nos la llevamos en su misma envoltura. Gary y Alana, además, no corresponden al canon de belleza hollywoodense; están lejos de ser los estereotipos de norteamericanos que los dramas adolescentes nos han vendido con tanta vehemencia.

Para cerrar, el cuidado de la banda sonora y lo colorido que resulta el ambiente visto desde los suaves movimientos de cámara forman la triada perfecta de una añoranza colectiva a la que nos ceñimos cada que un contemporáneo nos regala un poquito de pasado.