/ viernes 25 de febrero de 2022

Retahíla para cinéfilos | Tony Manero

Envuelta entre lo grotesco y ensoñada en la plena decadencia se encuentra “Tony Manero” (Chile, 2008), una película desafiante para la excentricidad tecnológica del cine actual y provocadora para la latente curiosidad del público moderno cuando se trata de temas que involucran la condición humana.

La aclamada cinta, producto de la dirección de Pablo Larraín, le debe la mayor parte del crédito de sus nominaciones a los premios de la academia a la interpretación de Alfredo Castro, quien despegara su carrera a partir de esta hacia su presente éxito en la industria latinoamericana.

Las películas ubicadas entre las dificultades de ciertos periodos sociales y políticos de un país se han convertido casi en un género.

El arte como protesta se deja acompañar en esta ocasión por la dictadura chilena de Pinochet, de tal modo que “Tony Manero” se ambienta en Santiago en 1978. El protagonista, Raúl Peralta, es un hombre maduro que se encuentra obsesionado con el personaje de Tony Manero en la película “Fiebre de sábado por la noche” interpretado por John Travolta. Es tal su gusto por el aquel gran danzante que repite la cinta una y otra vez para aprender sus pasos de baile, pues espera triunfar en una audición para convertirse en su doble. Así como el Quijote en su locura por las novelas de caballería, Peralta se sumerge en una idea ficticia de su vida. Su realidad se vuelve bidimensional sin que se dé siquiera cuenta.

En un Santiago donde la pobreza, la marginación y el crimen eran el pan de cada día, no es inesperado que Peralta personifique la idea de un pueblo oscurecido por la nostalgia de la libertad. Erróneo sería suponer que este sujeto que baila en los barrios bajos de la ciudad pudiera modelar a una generación o incluso ser algo más que la miseria vista desde la objetividad. La obra no es más que un espejo de la tragedia que nos asedia por más absortos que estemos en el espectáculo extranjero y, en particular, en el show gringo. Giovanni Sartori, en Homo videns: la sociedad teledirigida, hace un apunte al respecto: “la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible (…) en un regreso al puro y simple acto de ver”, esta tesis no se encuentra tan alejada de lo que hizo un personaje “ídolo” como lo es Travolta, como lo ha hecho el “American dream” desde siempre.

Con un lugar reservado en las listas de imprescindibles, “Tony Manero” es una película con un sin fin de lecturas, con enormes regalos textuales; es fácil de querer, pero difícil de digerir; es emocional y, lo más crudo, es real.

Envuelta entre lo grotesco y ensoñada en la plena decadencia se encuentra “Tony Manero” (Chile, 2008), una película desafiante para la excentricidad tecnológica del cine actual y provocadora para la latente curiosidad del público moderno cuando se trata de temas que involucran la condición humana.

La aclamada cinta, producto de la dirección de Pablo Larraín, le debe la mayor parte del crédito de sus nominaciones a los premios de la academia a la interpretación de Alfredo Castro, quien despegara su carrera a partir de esta hacia su presente éxito en la industria latinoamericana.

Las películas ubicadas entre las dificultades de ciertos periodos sociales y políticos de un país se han convertido casi en un género.

El arte como protesta se deja acompañar en esta ocasión por la dictadura chilena de Pinochet, de tal modo que “Tony Manero” se ambienta en Santiago en 1978. El protagonista, Raúl Peralta, es un hombre maduro que se encuentra obsesionado con el personaje de Tony Manero en la película “Fiebre de sábado por la noche” interpretado por John Travolta. Es tal su gusto por el aquel gran danzante que repite la cinta una y otra vez para aprender sus pasos de baile, pues espera triunfar en una audición para convertirse en su doble. Así como el Quijote en su locura por las novelas de caballería, Peralta se sumerge en una idea ficticia de su vida. Su realidad se vuelve bidimensional sin que se dé siquiera cuenta.

En un Santiago donde la pobreza, la marginación y el crimen eran el pan de cada día, no es inesperado que Peralta personifique la idea de un pueblo oscurecido por la nostalgia de la libertad. Erróneo sería suponer que este sujeto que baila en los barrios bajos de la ciudad pudiera modelar a una generación o incluso ser algo más que la miseria vista desde la objetividad. La obra no es más que un espejo de la tragedia que nos asedia por más absortos que estemos en el espectáculo extranjero y, en particular, en el show gringo. Giovanni Sartori, en Homo videns: la sociedad teledirigida, hace un apunte al respecto: “la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible (…) en un regreso al puro y simple acto de ver”, esta tesis no se encuentra tan alejada de lo que hizo un personaje “ídolo” como lo es Travolta, como lo ha hecho el “American dream” desde siempre.

Con un lugar reservado en las listas de imprescindibles, “Tony Manero” es una película con un sin fin de lecturas, con enormes regalos textuales; es fácil de querer, pero difícil de digerir; es emocional y, lo más crudo, es real.