/ lunes 25 de febrero de 2019

Tiempos de democracia

A cinco siglos de la confrontación entre dos diferentes culturas, las heridas que produjo no acaban de cicatrizar

*La conmemoración del encuentro debe impulsar la concordia y el entendimiento por sobre el odio y el resentimiento. *A ambos lados del océano aún subsisten sectores obstinadamente renuentes a la plena conciliación de los pueblos. *La construcción de una identidad nacional pasa forzosamente por aceptar lo bueno y lo malo del pasado compartido.

Comienzo a escribir este artículo sin saber, bien a bien, adónde me llevarán estas disquisiciones, realizadas a vuelo de pluma y fincadas sólo en mis percepciones personales. Lo digo, amigo lector, porque voy a referirme a La conquista de México, uno de los capítulos mas trascendentes y, al mismo tiempo, más controversiales de la Historia. En torno a este hiperpolémico tema, las corrientes hispanistas y las indigenistas no han sido capaces de dirimir sus radicalmente opuestas opiniones, ni de acortar las distancias que existen entre sus distintas visiones del suceso. A continuación expongo algunas ideas alrededor de un asunto que remueve muchas inquinas irresueltas e irrita la sensibilidad de toda una nación. Y lo hago porque, a mi parecer, sólo con la conciliación de esas antagónicas perspectivas se logrará que el mexicano por fin acepte -con orgullo y de buen grado- las dos vertientes genéticas de su identidad racial. Mas tal objetivo será inalcanzable mientras haya quien, luego de quinientos años, siga asumiendo que su ascendiente paterno primigenio proviene de “un aventurero depredador, sanguinario y astuto” llamado Hernán Cortés, y el materno de “una india sometida y traidora”, a la que “falsos evangelizadores” bautizaron con el nombre de Marina. A este respecto, Samuel Ramos y Octavio Paz coinciden en que esa reticencia a reconocer los elementos unidos en el crisol donde se forjó la mexicanidad, es la causa de los odios que por siglos se viene arrastrando. Y es que, al renegar de su raíz española y al avergonzarse de su linaje indígena, el mexicano mestizo no halla en su estirpe asidera sicológica ninguna para enfrentar con ánimo el desafío de su día a día; prefiere victimizarse a sí mismo y culpar de sus imaginarias limitaciones e insuficiencias al destino que le tocó en desgracia.

ENTRE EL MALINCHISMO Y LA XENOFOBIA

¿Culpa es de una historia oficial mal explicada? ¿Influye negativamente fomentar el aprendizaje de conceptos descontextualizados? Me inclino a pensar que sí. Y no debiera extrañarnos, habida cuenta que a esa misma historia deben los tlaxcaltecas el falso e injusto baldón de traidores. ¿Desleales por aliarse a una partida militar extranjera que podía liberarlos del yugo azteca? Ha tenido demasiado peso esa mentira recogida en los libros de texto y mil veces oída en voz de los maestros en los salones de enseñanza primaria de México. Igualmente nociva -o quizá peor- resulta la incapacidad de quienes, más cultivados, están en la obligación a entender y explicar aquel momento histórico crucial en función de las circunstancias que concurrían cuando se concretó la tal alianza. ¿Por qué entonces nos negamos a aceptar las versiones de investigadores de reputación mundial que han puesto las cosas en su lugar, desvirtuando la leyenda negra que tanto daño ha causado a Tlaxcala? De la misma forma ¿por qué no atender a los estudiosos de aquella grandiosa epopeya que transformó al mundo hasta entonces conocido? ¿porqué no escuchar a esos acuciosos investigadores que sostienen que Cortés fue un político y militar de fuerza, valor e inteligencia inusuales, muy distinto del jorobado achacoso que pintó Diego Rivera en sus murales? ¿Por qué no hacer caso de los múltiples indicios que apuntan a que la Malitizin era una bella doncella indígena, educada, dotada de excepcionales talentos, y factor principalísimo en el proceso que dio lugar a la nueva nación mestiza que es hoy México? Si no se entienden y aceptan los valores que privaban en aquellas épocas y en dos cosmogonías tan diferentes como la castellana y la mesoamericana, jamás nos explicaremos la violencia y crueldad que ciertamente caracterizó el choque de las dos culturas. Si insistimos en juzgar a la conquista con los patrones éticos y morales de la actualidad, seguiremos dando argumentos para execrar -sin otro criterio que el deseo de venganza- las conductas brutales del conquistador y las bárbaras prácticas del conquistado. Pero si así lo hacemos, violentaríamos la más elemental técnica histórica. Y ahí nos quedaríamos estancados.

SENTIMIENTOS ENCONTRADOS DE UN CRIOLLO AVECINDADO EN TLAXCALA

Se que en mi condición de mexicano de padres españoles pudiera estar involuntariamente mezclando información histórica pura y dura con emociones de naturaleza personal. Si el lector lo juzga así, le ofrezco por adelantado mis disculpas. Y precisamente por ese prurito me abstendré de acudir a temas que, malintencionadamente o erróneamente utilizados, son los que dan a las corrientes anti-hispanistas argumentos para calificar de abominables los abusos y violaciones perpetradas por los aventureros castellanos para agenciarse el botín al que aspira todo conquistador, dejando de lado las importantísimas aportaciones culturales traídas a Mesoamérica por el conocimiento y las ciencias procedentes de ultramar. En justa contraposición, tampoco citaré los que dan razones a las corrientes anti-indigenistas para resaltar los rituales sacrificiales de los pueblos originarios que, desde la óptica judeo-cristiana occidental, resultan poco menos que salvajes, pretendiendo ignorar la interminable lista de maravillas de la más diversa índole con que las razas nativas sorprendieron a los expedicionarios europeos. Lo que si rechazo de plano es el simplismo de reducir la Historia a una lucha entre buenos y malos, desdeñando -a propósito o por ignorancia- el cúmulo de factores presentes en cada uno de sus distintos capítulos. Esa narrativa infame es la que nos ha llevado a acendrar los odios que nos separan en lugar de estrechar los lazos que nos unen, a pintarnos la cara para hacer la guerra en vez de tender la mano para estrechar la del otro. Y lo que digo aquí vale tanto para quienes vivimos en esta orilla del Atlántico como para los que habitan en la otra. Para los dos.

LA CONFLICTUADA IDENTIDAD MEXICANA

El ciudadano medio, el mestizo pues, no se limita cuando hace público pregón de su aversión a lo español, aunque en su conducta habitual tienda a emular costumbres y modos de sus ancestros ibéricos. A lo hispano opone la figura idealizada de sus antepasados nativos, aunque en su fuero íntimo y en su conducta cotidiana rechace la cercanía de lo indígena. Esa extendida y contradictoria tendencia es más que patente en dos hechos que cobraron notoriedad nacional. Uno fue el protagonizado por Rodolfo Rodríguez “El Pana”, cuya indumentaria y modo de hablar imitaba al chulillo de barrio madrileño. Al aludir a Joselito Adame, y a su modo sencillo de vestirse, caminar y expresarse, “El Pana" dijo de él que, más que torero, parecía “un pinche indio que va a la Villa de Guadalupe”. Por el estilo anduvo Sergio Goyri, un hacendado del lugar metido a actor de películas mediocres, al referirse a Yalitza Aparicio -candidata al Óscar por su actuación en “Roma”- como una “pinche india” que solo sabe decir “i, eñora; í, eñor”. Por lo anterior, viene al caso pedirle, amable lector, la relectura del siguiente fragmento de mi artículo de la pasada semana. Dije así: “…la cinta multipremiada de Alfonso Cuarón nos muestra el largo camino que aún debe recorrer el país para que se consume en su integridad el mestizaje que, guste o no, llegó de la mano del encuentro de dos mundos, de dos culturas, de dos visiones del cosmos diferentes. Hablo, sí, de una mezcla de sangres que, luego de quinientos años, tendría ya que haberse traducido en una sola e indiferenciada, la de la mítica raza cósmica del pensar vasconceliano, condensadora de todas las existentes y pobladora de una región privilegiada donde las desigualdades no deriven del color de la piel ni del dinero, sino del mérito y el esfuerzo personal…”. Me reafirmo en esa idea, y en que es tiempo de -sin vacilaciones- ventilar estos temas que tanto ruido meten a la identidad del mexicano. Y qué mejor escenario que precisamente Tlaxcala -la llamada Cuna de la Nación- para convocar a un debate entre historiadores y sociólogos de los dos países.



A cinco siglos de la confrontación entre dos diferentes culturas, las heridas que produjo no acaban de cicatrizar

*La conmemoración del encuentro debe impulsar la concordia y el entendimiento por sobre el odio y el resentimiento. *A ambos lados del océano aún subsisten sectores obstinadamente renuentes a la plena conciliación de los pueblos. *La construcción de una identidad nacional pasa forzosamente por aceptar lo bueno y lo malo del pasado compartido.

Comienzo a escribir este artículo sin saber, bien a bien, adónde me llevarán estas disquisiciones, realizadas a vuelo de pluma y fincadas sólo en mis percepciones personales. Lo digo, amigo lector, porque voy a referirme a La conquista de México, uno de los capítulos mas trascendentes y, al mismo tiempo, más controversiales de la Historia. En torno a este hiperpolémico tema, las corrientes hispanistas y las indigenistas no han sido capaces de dirimir sus radicalmente opuestas opiniones, ni de acortar las distancias que existen entre sus distintas visiones del suceso. A continuación expongo algunas ideas alrededor de un asunto que remueve muchas inquinas irresueltas e irrita la sensibilidad de toda una nación. Y lo hago porque, a mi parecer, sólo con la conciliación de esas antagónicas perspectivas se logrará que el mexicano por fin acepte -con orgullo y de buen grado- las dos vertientes genéticas de su identidad racial. Mas tal objetivo será inalcanzable mientras haya quien, luego de quinientos años, siga asumiendo que su ascendiente paterno primigenio proviene de “un aventurero depredador, sanguinario y astuto” llamado Hernán Cortés, y el materno de “una india sometida y traidora”, a la que “falsos evangelizadores” bautizaron con el nombre de Marina. A este respecto, Samuel Ramos y Octavio Paz coinciden en que esa reticencia a reconocer los elementos unidos en el crisol donde se forjó la mexicanidad, es la causa de los odios que por siglos se viene arrastrando. Y es que, al renegar de su raíz española y al avergonzarse de su linaje indígena, el mexicano mestizo no halla en su estirpe asidera sicológica ninguna para enfrentar con ánimo el desafío de su día a día; prefiere victimizarse a sí mismo y culpar de sus imaginarias limitaciones e insuficiencias al destino que le tocó en desgracia.

ENTRE EL MALINCHISMO Y LA XENOFOBIA

¿Culpa es de una historia oficial mal explicada? ¿Influye negativamente fomentar el aprendizaje de conceptos descontextualizados? Me inclino a pensar que sí. Y no debiera extrañarnos, habida cuenta que a esa misma historia deben los tlaxcaltecas el falso e injusto baldón de traidores. ¿Desleales por aliarse a una partida militar extranjera que podía liberarlos del yugo azteca? Ha tenido demasiado peso esa mentira recogida en los libros de texto y mil veces oída en voz de los maestros en los salones de enseñanza primaria de México. Igualmente nociva -o quizá peor- resulta la incapacidad de quienes, más cultivados, están en la obligación a entender y explicar aquel momento histórico crucial en función de las circunstancias que concurrían cuando se concretó la tal alianza. ¿Por qué entonces nos negamos a aceptar las versiones de investigadores de reputación mundial que han puesto las cosas en su lugar, desvirtuando la leyenda negra que tanto daño ha causado a Tlaxcala? De la misma forma ¿por qué no atender a los estudiosos de aquella grandiosa epopeya que transformó al mundo hasta entonces conocido? ¿porqué no escuchar a esos acuciosos investigadores que sostienen que Cortés fue un político y militar de fuerza, valor e inteligencia inusuales, muy distinto del jorobado achacoso que pintó Diego Rivera en sus murales? ¿Por qué no hacer caso de los múltiples indicios que apuntan a que la Malitizin era una bella doncella indígena, educada, dotada de excepcionales talentos, y factor principalísimo en el proceso que dio lugar a la nueva nación mestiza que es hoy México? Si no se entienden y aceptan los valores que privaban en aquellas épocas y en dos cosmogonías tan diferentes como la castellana y la mesoamericana, jamás nos explicaremos la violencia y crueldad que ciertamente caracterizó el choque de las dos culturas. Si insistimos en juzgar a la conquista con los patrones éticos y morales de la actualidad, seguiremos dando argumentos para execrar -sin otro criterio que el deseo de venganza- las conductas brutales del conquistador y las bárbaras prácticas del conquistado. Pero si así lo hacemos, violentaríamos la más elemental técnica histórica. Y ahí nos quedaríamos estancados.

SENTIMIENTOS ENCONTRADOS DE UN CRIOLLO AVECINDADO EN TLAXCALA

Se que en mi condición de mexicano de padres españoles pudiera estar involuntariamente mezclando información histórica pura y dura con emociones de naturaleza personal. Si el lector lo juzga así, le ofrezco por adelantado mis disculpas. Y precisamente por ese prurito me abstendré de acudir a temas que, malintencionadamente o erróneamente utilizados, son los que dan a las corrientes anti-hispanistas argumentos para calificar de abominables los abusos y violaciones perpetradas por los aventureros castellanos para agenciarse el botín al que aspira todo conquistador, dejando de lado las importantísimas aportaciones culturales traídas a Mesoamérica por el conocimiento y las ciencias procedentes de ultramar. En justa contraposición, tampoco citaré los que dan razones a las corrientes anti-indigenistas para resaltar los rituales sacrificiales de los pueblos originarios que, desde la óptica judeo-cristiana occidental, resultan poco menos que salvajes, pretendiendo ignorar la interminable lista de maravillas de la más diversa índole con que las razas nativas sorprendieron a los expedicionarios europeos. Lo que si rechazo de plano es el simplismo de reducir la Historia a una lucha entre buenos y malos, desdeñando -a propósito o por ignorancia- el cúmulo de factores presentes en cada uno de sus distintos capítulos. Esa narrativa infame es la que nos ha llevado a acendrar los odios que nos separan en lugar de estrechar los lazos que nos unen, a pintarnos la cara para hacer la guerra en vez de tender la mano para estrechar la del otro. Y lo que digo aquí vale tanto para quienes vivimos en esta orilla del Atlántico como para los que habitan en la otra. Para los dos.

LA CONFLICTUADA IDENTIDAD MEXICANA

El ciudadano medio, el mestizo pues, no se limita cuando hace público pregón de su aversión a lo español, aunque en su conducta habitual tienda a emular costumbres y modos de sus ancestros ibéricos. A lo hispano opone la figura idealizada de sus antepasados nativos, aunque en su fuero íntimo y en su conducta cotidiana rechace la cercanía de lo indígena. Esa extendida y contradictoria tendencia es más que patente en dos hechos que cobraron notoriedad nacional. Uno fue el protagonizado por Rodolfo Rodríguez “El Pana”, cuya indumentaria y modo de hablar imitaba al chulillo de barrio madrileño. Al aludir a Joselito Adame, y a su modo sencillo de vestirse, caminar y expresarse, “El Pana" dijo de él que, más que torero, parecía “un pinche indio que va a la Villa de Guadalupe”. Por el estilo anduvo Sergio Goyri, un hacendado del lugar metido a actor de películas mediocres, al referirse a Yalitza Aparicio -candidata al Óscar por su actuación en “Roma”- como una “pinche india” que solo sabe decir “i, eñora; í, eñor”. Por lo anterior, viene al caso pedirle, amable lector, la relectura del siguiente fragmento de mi artículo de la pasada semana. Dije así: “…la cinta multipremiada de Alfonso Cuarón nos muestra el largo camino que aún debe recorrer el país para que se consume en su integridad el mestizaje que, guste o no, llegó de la mano del encuentro de dos mundos, de dos culturas, de dos visiones del cosmos diferentes. Hablo, sí, de una mezcla de sangres que, luego de quinientos años, tendría ya que haberse traducido en una sola e indiferenciada, la de la mítica raza cósmica del pensar vasconceliano, condensadora de todas las existentes y pobladora de una región privilegiada donde las desigualdades no deriven del color de la piel ni del dinero, sino del mérito y el esfuerzo personal…”. Me reafirmo en esa idea, y en que es tiempo de -sin vacilaciones- ventilar estos temas que tanto ruido meten a la identidad del mexicano. Y qué mejor escenario que precisamente Tlaxcala -la llamada Cuna de la Nación- para convocar a un debate entre historiadores y sociólogos de los dos países.