/ lunes 8 de abril de 2019

TIEMPOS DE DEMOCRACIA

Los culpables de la desigualdad

Parte 1 de 2

José Vicente Sáiz Tejero

El capitalismo salvaje se desarrolló a sus anchas en nuestro país -y en toda América Latina-, por virtud de la existencia de un sindicalismo corrompido, entreguista y sin conciencia de clase, aliado a un sistema político presidencialista más cercano a los intereses de un empresariado privilegiado, voraz y desnacionalizado que a los de la precarizada clase trabajadora de México

No hay, en mi concepto, un indicador económico más engañoso que el del PIB (Producto Interno Bruto) per cápita, por lo menos en este México nuestro que disputa con media docena de naciones africanas, una que otra caribeña y algunas centroamericanas, el dudoso honor de ser el país más desigual del planeta. A esa conclusión se arriba cuando se trata de dimensionar el significado social de los indicadores macroeconómicos con que se mide la riqueza que se produce en la nación. Ese acercamiento a la realidad hace patentes las abismales diferencias que se van descubriendo conforme se desciende hasta el prosaico nivel de esa microeconomía que la tecnocracia neoliberal se ha obstinado en ignorar. Al correlacionar las cifras macro con las micro que llegan al escuálido bolsillo de los cincuenta millones de mexicanos que viven en la pobreza es cuando mejor se visibiliza la deshumanizada manera como se reparte la riqueza en nuestra patria. Reconozco que mi planteamiento, amigo lector, es elemental y simple, y se aparta por completo de la ortodoxia economicista con que los expertos explicarían la lacerante cuestión. Quede pues claro que no pretendo sentar cátedra en una materia tan abstrusa e ignota para mí como la economía, una rama del conocimiento que ha guiado al mundo -y particularmente a México- por derroteros que promueven la desigualdad y la injusticia.

El injusto reparto de la riqueza

En 2017, México tenía 129.2 millones habitantes y su Producto Interno Bruto, esto es, el valor total de lo producido ese año por concepto de bienes, servicios e inversiones, fue de 1.15 billones de dólares. Una sencilla división (PIB entre Población) arroja un dato que nos pone a pensar: la riqueza -obviamente teórica- que produjo cada mexicano alcanzó un monto de 8,903 dólares, equivalentes a 173 mil pesos. Ello significa que su producción diaria tendría que haber sido de 473 pesos. Vale preguntar: ¿qué tipo de relación puede establecerse entre esa cantidad y el salario mínimo ($80.04) que regía ese año? Por otra parte: ¿es creíble que un labriego chiapaneco, o un obrero tlaxcalteca, pudiera llevar a su casa satisfactores por esos 8,903 dólares anuales que calcula INEGI y el Banco de México? Si no fue así -y por supuesto no lo fue-, la diferencia fue a parar a otras manos, quizá a las de los privilegiados que han logrado encaramarse y mantenerse en la cima de la pirámide socio-económica del país. Insisto, amigo lector, soy consciente de que entrelazo conceptos -PIB per cápita e ingresos individualizados de las clases marginales- de una forma libérrima; sin embargo, son números que de alguna forma explican ese contraste que ofrece México al proporcionar a las listas de millonarios del mundo más nombres que todos los demás países latinoamericanos juntos, al tiempo que es el miembro de la OCDE con el más alto porcentaje de personas pobres. Claroscuros que pintan de manera dramática la tragedia mexicana.

Las turbulencias de nuestra Historia

¿Cómo es que se llegó a esta situación? Nuestro devenir como nación ha sido ciertamente azaroso. Quizás esas páginas agitadas de nuestro pasado hayan tenido algo que ver con ella. Repasémoslas: apenas transcurridos 25 años de la consumación de la Independencia cuando ya se había perdido la mitad del territorio. Luego, en los lustros siguientes, se registraron infinidad de golpes de estado, se conoció un plan tras otro, se constituyeron gobiernos a cuál de ellos más efímero, y nos vimos envueltos en un sin fin de conflictos que nos dejaron a merced de las tentaciones expansionistas de las potencias de la época. Tras varias guerras y alzamientos, y después de 30 años de férrea dictadura, en los albores del siglo XX sobrevino una convulsión social terriblemente violenta que enfrentó a líderes de las más distintas condiciones y propósitos, que nunca se entendieron y que acabaron, uno tras otro, traicionados y asesinados. No fue sino hasta la tercera década de esa centuria cuando se sentaron las bases políticas que permitieron a México conocer, por fin, una vida ordenada e institucional. La fórmula fue la instauración de un sistema presidencialista que se dio a repartir canonjías en las diferentes regiones de México entre los grupos de poder, básicamente militares, asegurándoles la posibilidad de acceder alternadamente a la silla del águila mediante el cumplimiento de un compromiso puntual: la no reelección. Empero ese esquema, que tuvo la virtud de estabilizar la vida nacional, conllevó alianzas que derivarían con el tiempo en prácticas execrables. Me refiero a la promoción de liderazgos sindicales que, si bien acuerparon a todos los sectores laborales en torno a la figura del mandatario, terminarían transformados en mecanismos de coerción para cohibir los derechos de obreros y campesinos.

Del porfiriato a la revolución institucionalizada

Animado por el afán de terminar con el estancamiento económico que padecía el país, el porfiriato instrumentó una política de apertura a la inversión extranjera, al tiempo que castigaba con dureza todo intento de reivindicación laboral. Fue así que inversionistas norteamericanos, ingleses y franceses se hicieron de la propiedad de las nuevas industrias, como la siderúrgica, la eléctrica y la petrolera, y aun de las tradicionales, como la minería y la textil, dejando a los capitales nacionales reducidos a la agricultura, el comercio y la pequeña industria. México vivió un crecimiento hasta entonces desconocido que, al revés de lo que aconteció en otras naciones, no proporcionó alivio ninguno a las depauperadas condiciones de vida de sus obreros y campesinos. Y fue en ellos, y en su creciente inconformidad, donde la prédica maderista halló el caldo de cultivo propicio para lograr que triunfara la rebelión revolucionaria de 1910. Sin embargo, la agitación política se prolongó hasta iniciados los años treintas, empeorando, si cabe, la crítica situación que sufría la clase trabajadora, pese a que la Constitución de 1917 -en su artículo 123- había ya incorporado disposiciones de avanzada en la cuestión social, como la jornada laboral de ocho horas, el derecho de huelga y el de formar sindicatos así como la obligación de que los salarios tendrían que ser suficientes para satisfacer las necesidades básicas de una familia. Mas todo aquello fue letra muerta… hasta que Lázaro Cárdenas puso en un avión a don Plutarco y lo envió al destierro.

De la concepción original del sindicalismo internacional a los mecanismos de control a la mexicana de la actualidad


Es durante ese episodio definitorio cuando surge una forma de sindicalismo antidemocrático, opaco y progobiernista que habría de llegar hasta nuestro tiempo. Con su victoria sobre las corrientes radicales de la época, se consolidó el que acabaría evolucionando hacia el nefasto charrismo sobre el que se sustentó el sistema político mexicano, y al cual debe en buena parte su sorprendente longevidad. Mas por fortuna sus días están contados; en su lugar, no tardarán en surgir nuevas organizaciones, esas sí, transparentes, independientes y genuinamente representativas de los trabajadores. Pero… ¿a qué o a quién deberemos el milagro? A la presión de Washington, a la imperiosa necesidad de que se firme el T-MEC, y a la Reforma Laboral que ya se cocina en San Lázaro. En la entrega del próximo lunes seguiré contando esta historia que, a buen seguro, incidirá en un reacomodo profundo de las relaciones entre el capital y el trabajo. México, amigo lector, va a cambiar.

Al correlacionar las cifras macro con las micro que llegan al escuálido bolsillo de los cincuenta millones de mexicanos que viven en la pobreza es cuando mejor se visibiliza la deshumanizada manera como se reparte la riqueza en nuestra patria. Reconozco que mi planteamiento, amigo lector, es elemental y simple, y se aparta por completo de la ortodoxia economicista con que los expertos explicarían la lacerante cuestión.

Los culpables de la desigualdad

Parte 1 de 2

José Vicente Sáiz Tejero

El capitalismo salvaje se desarrolló a sus anchas en nuestro país -y en toda América Latina-, por virtud de la existencia de un sindicalismo corrompido, entreguista y sin conciencia de clase, aliado a un sistema político presidencialista más cercano a los intereses de un empresariado privilegiado, voraz y desnacionalizado que a los de la precarizada clase trabajadora de México

No hay, en mi concepto, un indicador económico más engañoso que el del PIB (Producto Interno Bruto) per cápita, por lo menos en este México nuestro que disputa con media docena de naciones africanas, una que otra caribeña y algunas centroamericanas, el dudoso honor de ser el país más desigual del planeta. A esa conclusión se arriba cuando se trata de dimensionar el significado social de los indicadores macroeconómicos con que se mide la riqueza que se produce en la nación. Ese acercamiento a la realidad hace patentes las abismales diferencias que se van descubriendo conforme se desciende hasta el prosaico nivel de esa microeconomía que la tecnocracia neoliberal se ha obstinado en ignorar. Al correlacionar las cifras macro con las micro que llegan al escuálido bolsillo de los cincuenta millones de mexicanos que viven en la pobreza es cuando mejor se visibiliza la deshumanizada manera como se reparte la riqueza en nuestra patria. Reconozco que mi planteamiento, amigo lector, es elemental y simple, y se aparta por completo de la ortodoxia economicista con que los expertos explicarían la lacerante cuestión. Quede pues claro que no pretendo sentar cátedra en una materia tan abstrusa e ignota para mí como la economía, una rama del conocimiento que ha guiado al mundo -y particularmente a México- por derroteros que promueven la desigualdad y la injusticia.

El injusto reparto de la riqueza

En 2017, México tenía 129.2 millones habitantes y su Producto Interno Bruto, esto es, el valor total de lo producido ese año por concepto de bienes, servicios e inversiones, fue de 1.15 billones de dólares. Una sencilla división (PIB entre Población) arroja un dato que nos pone a pensar: la riqueza -obviamente teórica- que produjo cada mexicano alcanzó un monto de 8,903 dólares, equivalentes a 173 mil pesos. Ello significa que su producción diaria tendría que haber sido de 473 pesos. Vale preguntar: ¿qué tipo de relación puede establecerse entre esa cantidad y el salario mínimo ($80.04) que regía ese año? Por otra parte: ¿es creíble que un labriego chiapaneco, o un obrero tlaxcalteca, pudiera llevar a su casa satisfactores por esos 8,903 dólares anuales que calcula INEGI y el Banco de México? Si no fue así -y por supuesto no lo fue-, la diferencia fue a parar a otras manos, quizá a las de los privilegiados que han logrado encaramarse y mantenerse en la cima de la pirámide socio-económica del país. Insisto, amigo lector, soy consciente de que entrelazo conceptos -PIB per cápita e ingresos individualizados de las clases marginales- de una forma libérrima; sin embargo, son números que de alguna forma explican ese contraste que ofrece México al proporcionar a las listas de millonarios del mundo más nombres que todos los demás países latinoamericanos juntos, al tiempo que es el miembro de la OCDE con el más alto porcentaje de personas pobres. Claroscuros que pintan de manera dramática la tragedia mexicana.

Las turbulencias de nuestra Historia

¿Cómo es que se llegó a esta situación? Nuestro devenir como nación ha sido ciertamente azaroso. Quizás esas páginas agitadas de nuestro pasado hayan tenido algo que ver con ella. Repasémoslas: apenas transcurridos 25 años de la consumación de la Independencia cuando ya se había perdido la mitad del territorio. Luego, en los lustros siguientes, se registraron infinidad de golpes de estado, se conoció un plan tras otro, se constituyeron gobiernos a cuál de ellos más efímero, y nos vimos envueltos en un sin fin de conflictos que nos dejaron a merced de las tentaciones expansionistas de las potencias de la época. Tras varias guerras y alzamientos, y después de 30 años de férrea dictadura, en los albores del siglo XX sobrevino una convulsión social terriblemente violenta que enfrentó a líderes de las más distintas condiciones y propósitos, que nunca se entendieron y que acabaron, uno tras otro, traicionados y asesinados. No fue sino hasta la tercera década de esa centuria cuando se sentaron las bases políticas que permitieron a México conocer, por fin, una vida ordenada e institucional. La fórmula fue la instauración de un sistema presidencialista que se dio a repartir canonjías en las diferentes regiones de México entre los grupos de poder, básicamente militares, asegurándoles la posibilidad de acceder alternadamente a la silla del águila mediante el cumplimiento de un compromiso puntual: la no reelección. Empero ese esquema, que tuvo la virtud de estabilizar la vida nacional, conllevó alianzas que derivarían con el tiempo en prácticas execrables. Me refiero a la promoción de liderazgos sindicales que, si bien acuerparon a todos los sectores laborales en torno a la figura del mandatario, terminarían transformados en mecanismos de coerción para cohibir los derechos de obreros y campesinos.

Del porfiriato a la revolución institucionalizada

Animado por el afán de terminar con el estancamiento económico que padecía el país, el porfiriato instrumentó una política de apertura a la inversión extranjera, al tiempo que castigaba con dureza todo intento de reivindicación laboral. Fue así que inversionistas norteamericanos, ingleses y franceses se hicieron de la propiedad de las nuevas industrias, como la siderúrgica, la eléctrica y la petrolera, y aun de las tradicionales, como la minería y la textil, dejando a los capitales nacionales reducidos a la agricultura, el comercio y la pequeña industria. México vivió un crecimiento hasta entonces desconocido que, al revés de lo que aconteció en otras naciones, no proporcionó alivio ninguno a las depauperadas condiciones de vida de sus obreros y campesinos. Y fue en ellos, y en su creciente inconformidad, donde la prédica maderista halló el caldo de cultivo propicio para lograr que triunfara la rebelión revolucionaria de 1910. Sin embargo, la agitación política se prolongó hasta iniciados los años treintas, empeorando, si cabe, la crítica situación que sufría la clase trabajadora, pese a que la Constitución de 1917 -en su artículo 123- había ya incorporado disposiciones de avanzada en la cuestión social, como la jornada laboral de ocho horas, el derecho de huelga y el de formar sindicatos así como la obligación de que los salarios tendrían que ser suficientes para satisfacer las necesidades básicas de una familia. Mas todo aquello fue letra muerta… hasta que Lázaro Cárdenas puso en un avión a don Plutarco y lo envió al destierro.

De la concepción original del sindicalismo internacional a los mecanismos de control a la mexicana de la actualidad


Es durante ese episodio definitorio cuando surge una forma de sindicalismo antidemocrático, opaco y progobiernista que habría de llegar hasta nuestro tiempo. Con su victoria sobre las corrientes radicales de la época, se consolidó el que acabaría evolucionando hacia el nefasto charrismo sobre el que se sustentó el sistema político mexicano, y al cual debe en buena parte su sorprendente longevidad. Mas por fortuna sus días están contados; en su lugar, no tardarán en surgir nuevas organizaciones, esas sí, transparentes, independientes y genuinamente representativas de los trabajadores. Pero… ¿a qué o a quién deberemos el milagro? A la presión de Washington, a la imperiosa necesidad de que se firme el T-MEC, y a la Reforma Laboral que ya se cocina en San Lázaro. En la entrega del próximo lunes seguiré contando esta historia que, a buen seguro, incidirá en un reacomodo profundo de las relaciones entre el capital y el trabajo. México, amigo lector, va a cambiar.

Al correlacionar las cifras macro con las micro que llegan al escuálido bolsillo de los cincuenta millones de mexicanos que viven en la pobreza es cuando mejor se visibiliza la deshumanizada manera como se reparte la riqueza en nuestra patria. Reconozco que mi planteamiento, amigo lector, es elemental y simple, y se aparta por completo de la ortodoxia economicista con que los expertos explicarían la lacerante cuestión.