/ lunes 10 de agosto de 2020

Tiempos de Democracia | "…como anillo al dedo…"

¿Cómo se detiene la deriva de un gobierno democrático hacia otro, muy distinto, de carácter autocrático? Con una oposición política desvertebrada y sin liderazgos, la única posibilidad real es ejerciéndola desde el interior del partido que lo llevó al poder

Comienzo con dos citas que, como la pandemia a los propósitos de López Obrador, le vienen pintiparadas al artículo que está usted por leer. La primera es del politólogo mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez y reza así:

“…todo autócrata sueña con la crisis que le permita desatenderse de las reglas, los hábitos y los procedimientos democráticos…”.

Y la segunda, del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, de parecido jaez:

“…hay muchos dictadores que vieron la Covid como una bendición que les permitió fortalecer su poder…”.

Tras leerlas ya me dirá usted, amable lector, si esos aforismos que traigo a colación no discurren por carriles paralelos al de la frase ya célebre con la que nos sorprendiera el presidente en una de sus improvisaciones mañaneras. Como se recuerda, López Obrador nos espetó aquello de que la crisis nos “…cae como anillo al dedo…” al referirse al sin fin de penurias y contrariedades que habría de traernos el Corona-Virus, ya que, afirmó, servirán “…para afianzar el propósito de la transformación que vamos a concretar en el país…”. Desde que pronunciara el dicharacho en cuestión -que dejó a muchos estupefactos y a otros tantos indignó- han transcurrido cuatro largos y angustiosos meses; en aquel entonces -abril 2 de 2020- el contador de fallecimientos por la pandemia avisaba de las primeras cincuenta víctimas. Hoy, multiplicada por mil aquella cifra inicial… ¿se atrevería a repetirla? Lo cierto es que, cada día que pasa, se hace patente que, a cualquier visión ciudadana discrepante, el gobierno nos antepone virtualidades inexistentes.

Ambiciones autocráticas

Andrés Manuel no oculta su ansia para que el Congreso le adjudique la mayor cantidad de facultades que jamás haya tenido otro presidente, a excepción quizá de aquellas de las que se apropiara Porfirio Díaz -dictador de México por treinta años- y, tal vez también, de las que gozó Antonio López de Santa Anna en sus pasajeras idas y venidas -once en total- como titular del Poder Ejecutivo de la Nación. Modernamente, en la época del hiperpresidencialismo, los mandatarios, es cierto, concentraban en su persona atribuciones casi sin límites; empero, a diferencia de las que pretende tener formal y legalmente López Obrador, una parte sustantiva de las que ejercieron sus antecesores -los de antes de los poderes divididos- tenían un carácter metaconstitucional que, aunque les concedían predominancia sobre los demás órganos del Estado y los mecanismos de decisión política, carecían de sustento jurídico y eran por lo tanto impugnables. En su obra El Presidencialismo Mexicano, Jorge Carpizo las explicó con diáfana claridad.

De la discrepancia a la insubordinación

La “transformación” lopezobradorista ha sido, hasta ahora, un margallate de ideas amalgamadas en desorden en torno a principios generales cuya esencia es compartible, pero cuyas líneas de acción nadie -ni siquiera sus líderes- atinan a entender y menos aún a llevar a la práctica sin que, a cada paso, surjan entre ellos diferencias de fondo. La razón es una: la 4T carece de un manifiesto puntual que guie a sus fieles, una especie de código de procedimientos que unifique criterios. Cuentan, eso sí, con una amplísima colección de proclamas sociales, eficaces cuando se está en campaña pero complicadas de implementar cuando se es gobierno. De ahí las contradicciones en que hasta el propio presidente incurre con frecuencia, y de ahí también que Víctor Manuel Toledo, secretario del Medio Ambiente aseverara que “…la 4T, como un conjunto claro y acabado de objetivos, no existe…”, la más demoledora revelación que haya hecho un miembro del gabinete, superando en contundencia las que en su momento hicieron Carlos Urzúa, ex secretario de Hacienda y Javier Jiménez Espriú, ex secretario de Comunicaciones, en ocasión de sus renuncias.

Y de la inconformidad… ¿a la rebeldía?

Como alternativa política estructurada que infunda sensatez, orden y sentido de la realidad al proyecto transformador del presidente, del mismo seno parlamentario de Morena surgen noticias de que está en formación una corriente democrática que busca dar voz al pensamiento reprimido de legisladores con experiencia que reclaman su derecho a disentir. Son voces que, por lo menos hasta ahora, la presidencia autoritaria se ha negado a escuchar. Sostienen que, para lograr el cambio verdadero, antes hay que consensuar un método que lo haga posible. Hay, sí, una prioridad -primero los pobres-, mas para beneficiarlos de manera perdurable debe atenderse la opinión de quienes saben de administración pública. Es una forma indirecta de exigir que se archive la máxima lopezobradorista de que, para integrarse a la 4T, se requiere “…un noventa por ciento de lealtad y un diez de experiencia…”, demagógica torpeza que produjo un gobierno en que predomina la ineptitud. Sobran lemas populacheros y faltan procedimientos acordes a la realidad. “…Nada es más arduo y conflictivo que fundar una nueva República…”, afirma Muñoz Ledo, recobrada su reconocida lucidez y libre al fin de toda ambición personal de poder. Créame, amigo lector, Porfirio sabe de lo que habla al dar el adiós público y definitivo a aquella absurda apostilla de López Obrador de que “…gobernar es fácil…”.

¿Cómo se detiene la deriva de un gobierno democrático hacia otro, muy distinto, de carácter autocrático? Con una oposición política desvertebrada y sin liderazgos, la única posibilidad real es ejerciéndola desde el interior del partido que lo llevó al poder

Comienzo con dos citas que, como la pandemia a los propósitos de López Obrador, le vienen pintiparadas al artículo que está usted por leer. La primera es del politólogo mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez y reza así:

“…todo autócrata sueña con la crisis que le permita desatenderse de las reglas, los hábitos y los procedimientos democráticos…”.

Y la segunda, del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, de parecido jaez:

“…hay muchos dictadores que vieron la Covid como una bendición que les permitió fortalecer su poder…”.

Tras leerlas ya me dirá usted, amable lector, si esos aforismos que traigo a colación no discurren por carriles paralelos al de la frase ya célebre con la que nos sorprendiera el presidente en una de sus improvisaciones mañaneras. Como se recuerda, López Obrador nos espetó aquello de que la crisis nos “…cae como anillo al dedo…” al referirse al sin fin de penurias y contrariedades que habría de traernos el Corona-Virus, ya que, afirmó, servirán “…para afianzar el propósito de la transformación que vamos a concretar en el país…”. Desde que pronunciara el dicharacho en cuestión -que dejó a muchos estupefactos y a otros tantos indignó- han transcurrido cuatro largos y angustiosos meses; en aquel entonces -abril 2 de 2020- el contador de fallecimientos por la pandemia avisaba de las primeras cincuenta víctimas. Hoy, multiplicada por mil aquella cifra inicial… ¿se atrevería a repetirla? Lo cierto es que, cada día que pasa, se hace patente que, a cualquier visión ciudadana discrepante, el gobierno nos antepone virtualidades inexistentes.

Ambiciones autocráticas

Andrés Manuel no oculta su ansia para que el Congreso le adjudique la mayor cantidad de facultades que jamás haya tenido otro presidente, a excepción quizá de aquellas de las que se apropiara Porfirio Díaz -dictador de México por treinta años- y, tal vez también, de las que gozó Antonio López de Santa Anna en sus pasajeras idas y venidas -once en total- como titular del Poder Ejecutivo de la Nación. Modernamente, en la época del hiperpresidencialismo, los mandatarios, es cierto, concentraban en su persona atribuciones casi sin límites; empero, a diferencia de las que pretende tener formal y legalmente López Obrador, una parte sustantiva de las que ejercieron sus antecesores -los de antes de los poderes divididos- tenían un carácter metaconstitucional que, aunque les concedían predominancia sobre los demás órganos del Estado y los mecanismos de decisión política, carecían de sustento jurídico y eran por lo tanto impugnables. En su obra El Presidencialismo Mexicano, Jorge Carpizo las explicó con diáfana claridad.

De la discrepancia a la insubordinación

La “transformación” lopezobradorista ha sido, hasta ahora, un margallate de ideas amalgamadas en desorden en torno a principios generales cuya esencia es compartible, pero cuyas líneas de acción nadie -ni siquiera sus líderes- atinan a entender y menos aún a llevar a la práctica sin que, a cada paso, surjan entre ellos diferencias de fondo. La razón es una: la 4T carece de un manifiesto puntual que guie a sus fieles, una especie de código de procedimientos que unifique criterios. Cuentan, eso sí, con una amplísima colección de proclamas sociales, eficaces cuando se está en campaña pero complicadas de implementar cuando se es gobierno. De ahí las contradicciones en que hasta el propio presidente incurre con frecuencia, y de ahí también que Víctor Manuel Toledo, secretario del Medio Ambiente aseverara que “…la 4T, como un conjunto claro y acabado de objetivos, no existe…”, la más demoledora revelación que haya hecho un miembro del gabinete, superando en contundencia las que en su momento hicieron Carlos Urzúa, ex secretario de Hacienda y Javier Jiménez Espriú, ex secretario de Comunicaciones, en ocasión de sus renuncias.

Y de la inconformidad… ¿a la rebeldía?

Como alternativa política estructurada que infunda sensatez, orden y sentido de la realidad al proyecto transformador del presidente, del mismo seno parlamentario de Morena surgen noticias de que está en formación una corriente democrática que busca dar voz al pensamiento reprimido de legisladores con experiencia que reclaman su derecho a disentir. Son voces que, por lo menos hasta ahora, la presidencia autoritaria se ha negado a escuchar. Sostienen que, para lograr el cambio verdadero, antes hay que consensuar un método que lo haga posible. Hay, sí, una prioridad -primero los pobres-, mas para beneficiarlos de manera perdurable debe atenderse la opinión de quienes saben de administración pública. Es una forma indirecta de exigir que se archive la máxima lopezobradorista de que, para integrarse a la 4T, se requiere “…un noventa por ciento de lealtad y un diez de experiencia…”, demagógica torpeza que produjo un gobierno en que predomina la ineptitud. Sobran lemas populacheros y faltan procedimientos acordes a la realidad. “…Nada es más arduo y conflictivo que fundar una nueva República…”, afirma Muñoz Ledo, recobrada su reconocida lucidez y libre al fin de toda ambición personal de poder. Créame, amigo lector, Porfirio sabe de lo que habla al dar el adiós público y definitivo a aquella absurda apostilla de López Obrador de que “…gobernar es fácil…”.