/ lunes 11 de enero de 2021

Tiempos de Democracia | De la fragilidad de las democracias

Ningún sistema político, ni siquiera el estadounidense de fructífera, longeva y ordenada vida, que gobierna un país al que se reconoce por la diversidad de su gente, está a salvo de la palabra incendiaria y desestabilizadora de un populista carismático.

Mis andanzas como ingeniero civil me llevaron a trabajar, en tiempos distintos, a Reinosa y Mexicali, lo que permitió que conociera y tratara personas de poblaciones sureñas del país vecino, como MacAllen y Houston, en el Este, y como Caléxico, Tucson y Phoenix, en el Oeste. Años después tuve ocasión de viajar a algunas ciudades más de los Estados Unidos, como Boston y Nueva York en la costa atlántica, o Seattle en la vertiente del Pacífico. Gracias a esas experiencias aprendí a distinguir, así fuera grosso modo, los matices étnicos, culturales y religiosos que diferencian a los numerosos grupos humanos que, no sin problemas, coexisten en esa polícroma y vastísima nación de inmigrantes. Costumbres, sentimientos, vestimentas y giros lingüísticos de la gente de Texas o de Arizona -por citar dos estados en los que estuve- poco se parecen a la de Nueva York o Washington. En ese complejo entrevero de orígenes y pensamientos en el que indistintamente conviven refinamiento con patanería, o ignorancia con conocimiento, resulta por demás llamativo que tan grande diversidad la aglutinen sólo dos partidos políticos, el Demócrata y el Republicano, identificado el uno con ideales progresistas de tendencia liberal, y el otro con conservadores de orientación puritana. De ambas formaciones han surgido todos los presidentes de los Estados Unidos, desde el prócer George Washington hasta el primate Donald Trump. A mediados del siglo XIX, Tocqueville se admiraba que, mientras en las naciones europeas se disputaba el poder con las armas, Estados Unidos llevará ya sesenta años de ser “un ejemplo perfecto de sociedad democrática”. Pues hete aquí que el pasado 6 de enero, ese dechado de equilibrio y sensatez política, único por su inalterada continuidad y por su influencia planetaria, estuvo a muy poco de degenerar en una guerra civil.

Del fundamentalismo desbocado

Del Partido Republicano surgieron políticos radicales como Joseph McCarthy, furibundo persecutor de simpatizantes del ideal socialista hacia la mitad del siglo pasado, o como el derrotado aspirante a la presidencia Barry Goldwater en los años ochenta, defensor de causas ultramontanas. Quién canalizó esas tendencias y, atenuadas, las llevó hasta la Casa Blanca fue Ronald Reagan que, con Margaret Tatcher -primera ministro del Reino Unido-, universalizó un neoliberalismo económico capaz de crear riqueza, pero no de distribuirla con equidad y justicia. En esta centuria y en pleno auge de la doctrina neoliberal, surgió el Tea Party de Sarah Palin, reaccionaria lideresa que cobró cierta vigencia en las filas republicanas, pero acabó diluyéndose luego de la victoria del demócrata Obama. Finalmente, y en delirante respuesta a la negritud del presidente saliente, apareció la figura racista de Donald Trump, atrabiliario y presuntuoso, misógino, defraudador del fisco y ajeno a toda ideología que, con su inflamada y polarizante retórica, consiguió reunir para un partido republicano desdibujado y sin aspirantes relevantes a un gran caudal de votantes -segregacionistas blancos en su mayoría- resentidos con el sistema, suficientes para vencer a una desangelada Hillary Clinton.

Siete horas que pudieron cambiar al mundo libre

A grandes rasgos, lo escrito sintetiza los antecedentes -remotos y actuales- de un sainete que se prolongó por cuatro inacabables años y a punto estuvo de cortar con dos siglos y medio de ininterrumpida vida democrática en los Estados Unidos. El ataque de una multitudinaria turbamulta de supremacistas blancos al Capitolio en Washington suspendió el proceso que oficializaría la derrota electoral del republicano Trump y el triunfo del demócrata Joe Biden, y obligó a congresistas de los dos partidos a refugiarse ante la violencia desatada por las hordas depredadoras enviadas horas antes por un presidente sicópata. El orbe vivió con expectación las siete horas que duró el asedio a las instituciones norteamericanas y que dañó de manera irreparable a una democracia a la que, tras el papel determinante que jugara en las pasadas dos guerras mundiales, se la consideraba en justicia paradigma mundial de la libertad. Despues de lo ocurrido poca cosa queda de un partido Republicano que vendió alma, historia y prestigio a un sujeto sin principios, valores ni escrúpulos. Ni siquiera luego de la fatídica jornada del 6 de enero pasado sus congresistas se animaron a dar luz verde a la enmienda constitucional que declararía incompetente al presidente. Y ahora, tras el fracaso de su intentona desestabilizadora, Trump -en riesgo de ser depuesto y juzgado-, sin rubor ninguno mostró una faceta de su carácter que sus adeptos no conocían: la de cobarde, porque no otro calificativo merece quien llamó patriotas a los exaltados que indujo a violentar la legalidad para, un día después, tildarlos de delincuentes que debían pagar por las atrocidades que cometieron. Aunque faltan escasos diez días para que expire el mandato del mendaz personaje es una lástima que la líder demócrata Nancy Pelosy no vaya a alcanzar los dos tercios que precisa para someter a Trump a un juicio político -impeachment en lenguaje sajón-. Una tercera salida sería que presentase su renuncia, más esa alternativa no cabe en una gente que desconoce la dignidad. Desnudo frente a una opinión pública cuya indignación crece por momentos, el cínico mandatario valora ahora la posibilidad de concederse a sí mismo el indulto presidencial.

Experiencia aleccionadora

Fomentar desde el poder el divisionismo de la sociedad con discursos enardecedores plagados de datos engañosos, enciende el ánimo popular y provoca arrebatos de violencia difíciles de controlar. La lucha electoral en ningún caso debe rebasar los límites del decoro ni poner en riesgo la paz social y la muy frágil existencia de la democracia.

  • A la memoria de Césareo Teroba, un hombre didicado al estudio de la historia de su querida Tlaxcala, excelente articulista y mejor amigo. Descanse en paz.



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Ningún sistema político, ni siquiera el estadounidense de fructífera, longeva y ordenada vida, que gobierna un país al que se reconoce por la diversidad de su gente, está a salvo de la palabra incendiaria y desestabilizadora de un populista carismático.

Mis andanzas como ingeniero civil me llevaron a trabajar, en tiempos distintos, a Reinosa y Mexicali, lo que permitió que conociera y tratara personas de poblaciones sureñas del país vecino, como MacAllen y Houston, en el Este, y como Caléxico, Tucson y Phoenix, en el Oeste. Años después tuve ocasión de viajar a algunas ciudades más de los Estados Unidos, como Boston y Nueva York en la costa atlántica, o Seattle en la vertiente del Pacífico. Gracias a esas experiencias aprendí a distinguir, así fuera grosso modo, los matices étnicos, culturales y religiosos que diferencian a los numerosos grupos humanos que, no sin problemas, coexisten en esa polícroma y vastísima nación de inmigrantes. Costumbres, sentimientos, vestimentas y giros lingüísticos de la gente de Texas o de Arizona -por citar dos estados en los que estuve- poco se parecen a la de Nueva York o Washington. En ese complejo entrevero de orígenes y pensamientos en el que indistintamente conviven refinamiento con patanería, o ignorancia con conocimiento, resulta por demás llamativo que tan grande diversidad la aglutinen sólo dos partidos políticos, el Demócrata y el Republicano, identificado el uno con ideales progresistas de tendencia liberal, y el otro con conservadores de orientación puritana. De ambas formaciones han surgido todos los presidentes de los Estados Unidos, desde el prócer George Washington hasta el primate Donald Trump. A mediados del siglo XIX, Tocqueville se admiraba que, mientras en las naciones europeas se disputaba el poder con las armas, Estados Unidos llevará ya sesenta años de ser “un ejemplo perfecto de sociedad democrática”. Pues hete aquí que el pasado 6 de enero, ese dechado de equilibrio y sensatez política, único por su inalterada continuidad y por su influencia planetaria, estuvo a muy poco de degenerar en una guerra civil.

Del fundamentalismo desbocado

Del Partido Republicano surgieron políticos radicales como Joseph McCarthy, furibundo persecutor de simpatizantes del ideal socialista hacia la mitad del siglo pasado, o como el derrotado aspirante a la presidencia Barry Goldwater en los años ochenta, defensor de causas ultramontanas. Quién canalizó esas tendencias y, atenuadas, las llevó hasta la Casa Blanca fue Ronald Reagan que, con Margaret Tatcher -primera ministro del Reino Unido-, universalizó un neoliberalismo económico capaz de crear riqueza, pero no de distribuirla con equidad y justicia. En esta centuria y en pleno auge de la doctrina neoliberal, surgió el Tea Party de Sarah Palin, reaccionaria lideresa que cobró cierta vigencia en las filas republicanas, pero acabó diluyéndose luego de la victoria del demócrata Obama. Finalmente, y en delirante respuesta a la negritud del presidente saliente, apareció la figura racista de Donald Trump, atrabiliario y presuntuoso, misógino, defraudador del fisco y ajeno a toda ideología que, con su inflamada y polarizante retórica, consiguió reunir para un partido republicano desdibujado y sin aspirantes relevantes a un gran caudal de votantes -segregacionistas blancos en su mayoría- resentidos con el sistema, suficientes para vencer a una desangelada Hillary Clinton.

Siete horas que pudieron cambiar al mundo libre

A grandes rasgos, lo escrito sintetiza los antecedentes -remotos y actuales- de un sainete que se prolongó por cuatro inacabables años y a punto estuvo de cortar con dos siglos y medio de ininterrumpida vida democrática en los Estados Unidos. El ataque de una multitudinaria turbamulta de supremacistas blancos al Capitolio en Washington suspendió el proceso que oficializaría la derrota electoral del republicano Trump y el triunfo del demócrata Joe Biden, y obligó a congresistas de los dos partidos a refugiarse ante la violencia desatada por las hordas depredadoras enviadas horas antes por un presidente sicópata. El orbe vivió con expectación las siete horas que duró el asedio a las instituciones norteamericanas y que dañó de manera irreparable a una democracia a la que, tras el papel determinante que jugara en las pasadas dos guerras mundiales, se la consideraba en justicia paradigma mundial de la libertad. Despues de lo ocurrido poca cosa queda de un partido Republicano que vendió alma, historia y prestigio a un sujeto sin principios, valores ni escrúpulos. Ni siquiera luego de la fatídica jornada del 6 de enero pasado sus congresistas se animaron a dar luz verde a la enmienda constitucional que declararía incompetente al presidente. Y ahora, tras el fracaso de su intentona desestabilizadora, Trump -en riesgo de ser depuesto y juzgado-, sin rubor ninguno mostró una faceta de su carácter que sus adeptos no conocían: la de cobarde, porque no otro calificativo merece quien llamó patriotas a los exaltados que indujo a violentar la legalidad para, un día después, tildarlos de delincuentes que debían pagar por las atrocidades que cometieron. Aunque faltan escasos diez días para que expire el mandato del mendaz personaje es una lástima que la líder demócrata Nancy Pelosy no vaya a alcanzar los dos tercios que precisa para someter a Trump a un juicio político -impeachment en lenguaje sajón-. Una tercera salida sería que presentase su renuncia, más esa alternativa no cabe en una gente que desconoce la dignidad. Desnudo frente a una opinión pública cuya indignación crece por momentos, el cínico mandatario valora ahora la posibilidad de concederse a sí mismo el indulto presidencial.

Experiencia aleccionadora

Fomentar desde el poder el divisionismo de la sociedad con discursos enardecedores plagados de datos engañosos, enciende el ánimo popular y provoca arrebatos de violencia difíciles de controlar. La lucha electoral en ningún caso debe rebasar los límites del decoro ni poner en riesgo la paz social y la muy frágil existencia de la democracia.

  • A la memoria de Césareo Teroba, un hombre didicado al estudio de la historia de su querida Tlaxcala, excelente articulista y mejor amigo. Descanse en paz.



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