/ lunes 23 de agosto de 2021

Tiempos de Democracia | De nuestra identidad nacional

Conozcamos lo que somos y de dónde venimos, pero dejemos ya de denostar los orígenes de la mexicanidad y de cuestionar un pasado que, como el de tantas otras naciones del mundo, se escribió con la sangre, el dolor y el heroísmo de sus ancestros

Es este un tema que, en lo personal, me resulta particularmente difícil abordar. Tal vez porque, siendo mexicano por nacimiento, soy hijo de padre y madre españoles, venidos a este gran país -y luego felizmente avecindados en él- por virtud de la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas que recibió a los refugiados de la Guerra Civil, librada en suelo ibérico contra el fascismo entre 1936 y 1939.

Esa progenie, de la que por supuesto me enorgullezco, y el haber visto la primera luz en la ciudad de México, me hacen un mexicano criollo, condición esta de difícil encaje en la todavía clasista sociedad de nuestros días.

Hechos acontecidos hace siglos -que precisamente están siendo conmemorados este 2021- han configurado una estructura social, diferenciada y compleja, que tiene como asignatura pendiente procesar con serenidad y verismo sucesos acaecidos a lo largo de los diferentes episodios que forjaron a la Nación.

Los años pasan… y el consenso no llega

Muchas son las generaciones de historiadores, pensadores y artistas que han sido desde aquellos lejanos entonces. Pero es el caso que aún no se tiene una versión final, completa y universalmente aceptada del evento conocido como “La Conquista de México”, tal vez el suceso más controversial, traumático y confuso que registra la Historia.

Existen, eso sí, múltiples visiones, encontradas y contradictorias entre sí, que enfocan un mismo evento y un mismo personaje con criterios prejuiciados que se desmienten unos a otros. Así, vistos los hechos desde tan distintas atalayas no es posible el entendimiento que precisamos para reconciliarnos con el pasado.

Las pretensiones de acercamiento naufragan en el mar encrespado del disenso apasionado, y la objetividad se extravía arrollada por los resentimientos.

Antecedentes históricos de difícil escrutinio

Verdad es que las fuentes primigenias de información no son sencillas de descifrar. De un lado, se tiene la escritura náhuatl, expresada en pictogramas y jeroglíficos de complicada comprensión, dibujados en los llamados códices por escribas indígenas.

Son admirables obras de arte que, sin embargo, sólo proporcionan ideas un tanto imprecisas de los hechos que describen.

Del otro, contamos con las narraciones de los conquistadores, la de Cortés en sus Cartas de Relación al monarca Carlos I y la de Bernal en su Historia Verdadera, expresadas ambas en claro y buen castellano.

Presentan el inconveniente de que, por ser las únicas contadas por sus protagonistas no pueden contrastarse con otras de su tiempo.

Debe además colegirse que se redactaron para dar gloria a sus autores, sobre todo la del Capitán General de la expedición, interesado en obtener prebendas y canonjías de la corona a la que rendía tributo y sumisión.

De la manipulación política de nuestra Historia

La historia oficial contada por los distintos gobiernos del México independiente ha sido la responsable de enfatizar las diferencias entre dos grandes culturas -la mesoamericana y la europea-, echando sal a las heridas de la conquista y subrayando los abusos que ciertamente se perpetraron en los tres siglos de dominación colonial.

En la era juarista y la república restaurada, el pensamiento liberal bebió ideológicamente en los anales de los nacientes Estados Unidos y, luego, ya en la dictadura de Díaz, predominó el afrancesamiento en lo político y en lo social.

Los gobiernos de la Revolución, en su turno, abrazaron un nacionalismo que idealizó la imagen del mundo indígena. En esos tres periodos se anatematizó sistemáticamente lo hispano y se desdeñó el valor de su herencia cultural y material, en tanto que se acendraron las inquinas pasadas desde las aulas y las trincheras del arte de la pintura, la literatura y la música.

¿Héroes… o traidores?

Esa política de odio y animosidad causó un daño difícil de reparar en el proceso de creación del mestizaje mexicano.

Quizá no se advirtió que detestar al conquistador conllevaría un sentimiento semejante respecto de sus aliados indígenas, rebelados contra la hegemonía azteca y luego compensados con privilegios que perduraron a lo largo de la Colonia.

Tienen todavía vigencia viejos dilemas a los que no se les atina a dar una única respuesta. ¿Se puede, por ejemplo, deslindar a los tlaxcaltecas de las atrocidades cometidas en su venganza contra los cholultecas? ¿o de la despiadada matanza de los antiguos opresores mexicas a la caída de Tenochtitlán? ¿y cómo ha de juzgarse el rol determinante que jugó doña Marina -la Malinche- al lado de Cortés? Y a quien se le debe homenaje… ¿a Xicohténcatl El Viejo, el político que pactó la alianza con los españoles, o a Xicohténcatl El Joven, que guerreó contra ellos?

Estudiemos los dramas del pasado… pero resolvamos las injusticias del presente

Negar la aportación fundamentalísima de lo indígena en el crisol donde se fundió a fuego lento la identidad mexicana es tan irracional como ignorar la participación de lo español en la fusión de las dos razas. Para Vasconcelos, en esa amalgama radica el principio de una raza cósmica, mezcla de todas las del mundo, encargada de construir una nueva civilización.

Apena pensar que México -en pleno Siglo XXI- siga sin superar enconos surgidos hace 500 años y que, un gobierno que dice impulsar una Cuarta Transformación del país, exija a España que pida perdón al indigenismo maltratado, cuando en tantas esquinas de la gran ciudad capital vemos Marías exhibiendo su miseria sin que autoridad ninguna se acomida de ellas y de sus niños semidesnudos. A la mente acude la poesía del nayarita Amado Nervo:

¡Todo es vida y esperanza! Sólo el indio trota, trota, trota… con el fardo a las espaldas y la frente en las tinieblas.

Conozcamos lo que somos y de dónde venimos, pero dejemos ya de denostar los orígenes de la mexicanidad y de cuestionar un pasado que, como el de tantas otras naciones del mundo, se escribió con la sangre, el dolor y el heroísmo de sus ancestros

Es este un tema que, en lo personal, me resulta particularmente difícil abordar. Tal vez porque, siendo mexicano por nacimiento, soy hijo de padre y madre españoles, venidos a este gran país -y luego felizmente avecindados en él- por virtud de la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas que recibió a los refugiados de la Guerra Civil, librada en suelo ibérico contra el fascismo entre 1936 y 1939.

Esa progenie, de la que por supuesto me enorgullezco, y el haber visto la primera luz en la ciudad de México, me hacen un mexicano criollo, condición esta de difícil encaje en la todavía clasista sociedad de nuestros días.

Hechos acontecidos hace siglos -que precisamente están siendo conmemorados este 2021- han configurado una estructura social, diferenciada y compleja, que tiene como asignatura pendiente procesar con serenidad y verismo sucesos acaecidos a lo largo de los diferentes episodios que forjaron a la Nación.

Los años pasan… y el consenso no llega

Muchas son las generaciones de historiadores, pensadores y artistas que han sido desde aquellos lejanos entonces. Pero es el caso que aún no se tiene una versión final, completa y universalmente aceptada del evento conocido como “La Conquista de México”, tal vez el suceso más controversial, traumático y confuso que registra la Historia.

Existen, eso sí, múltiples visiones, encontradas y contradictorias entre sí, que enfocan un mismo evento y un mismo personaje con criterios prejuiciados que se desmienten unos a otros. Así, vistos los hechos desde tan distintas atalayas no es posible el entendimiento que precisamos para reconciliarnos con el pasado.

Las pretensiones de acercamiento naufragan en el mar encrespado del disenso apasionado, y la objetividad se extravía arrollada por los resentimientos.

Antecedentes históricos de difícil escrutinio

Verdad es que las fuentes primigenias de información no son sencillas de descifrar. De un lado, se tiene la escritura náhuatl, expresada en pictogramas y jeroglíficos de complicada comprensión, dibujados en los llamados códices por escribas indígenas.

Son admirables obras de arte que, sin embargo, sólo proporcionan ideas un tanto imprecisas de los hechos que describen.

Del otro, contamos con las narraciones de los conquistadores, la de Cortés en sus Cartas de Relación al monarca Carlos I y la de Bernal en su Historia Verdadera, expresadas ambas en claro y buen castellano.

Presentan el inconveniente de que, por ser las únicas contadas por sus protagonistas no pueden contrastarse con otras de su tiempo.

Debe además colegirse que se redactaron para dar gloria a sus autores, sobre todo la del Capitán General de la expedición, interesado en obtener prebendas y canonjías de la corona a la que rendía tributo y sumisión.

De la manipulación política de nuestra Historia

La historia oficial contada por los distintos gobiernos del México independiente ha sido la responsable de enfatizar las diferencias entre dos grandes culturas -la mesoamericana y la europea-, echando sal a las heridas de la conquista y subrayando los abusos que ciertamente se perpetraron en los tres siglos de dominación colonial.

En la era juarista y la república restaurada, el pensamiento liberal bebió ideológicamente en los anales de los nacientes Estados Unidos y, luego, ya en la dictadura de Díaz, predominó el afrancesamiento en lo político y en lo social.

Los gobiernos de la Revolución, en su turno, abrazaron un nacionalismo que idealizó la imagen del mundo indígena. En esos tres periodos se anatematizó sistemáticamente lo hispano y se desdeñó el valor de su herencia cultural y material, en tanto que se acendraron las inquinas pasadas desde las aulas y las trincheras del arte de la pintura, la literatura y la música.

¿Héroes… o traidores?

Esa política de odio y animosidad causó un daño difícil de reparar en el proceso de creación del mestizaje mexicano.

Quizá no se advirtió que detestar al conquistador conllevaría un sentimiento semejante respecto de sus aliados indígenas, rebelados contra la hegemonía azteca y luego compensados con privilegios que perduraron a lo largo de la Colonia.

Tienen todavía vigencia viejos dilemas a los que no se les atina a dar una única respuesta. ¿Se puede, por ejemplo, deslindar a los tlaxcaltecas de las atrocidades cometidas en su venganza contra los cholultecas? ¿o de la despiadada matanza de los antiguos opresores mexicas a la caída de Tenochtitlán? ¿y cómo ha de juzgarse el rol determinante que jugó doña Marina -la Malinche- al lado de Cortés? Y a quien se le debe homenaje… ¿a Xicohténcatl El Viejo, el político que pactó la alianza con los españoles, o a Xicohténcatl El Joven, que guerreó contra ellos?

Estudiemos los dramas del pasado… pero resolvamos las injusticias del presente

Negar la aportación fundamentalísima de lo indígena en el crisol donde se fundió a fuego lento la identidad mexicana es tan irracional como ignorar la participación de lo español en la fusión de las dos razas. Para Vasconcelos, en esa amalgama radica el principio de una raza cósmica, mezcla de todas las del mundo, encargada de construir una nueva civilización.

Apena pensar que México -en pleno Siglo XXI- siga sin superar enconos surgidos hace 500 años y que, un gobierno que dice impulsar una Cuarta Transformación del país, exija a España que pida perdón al indigenismo maltratado, cuando en tantas esquinas de la gran ciudad capital vemos Marías exhibiendo su miseria sin que autoridad ninguna se acomida de ellas y de sus niños semidesnudos. A la mente acude la poesía del nayarita Amado Nervo:

¡Todo es vida y esperanza! Sólo el indio trota, trota, trota… con el fardo a las espaldas y la frente en las tinieblas.