/ lunes 21 de septiembre de 2020

Tiempos de Democracia | Elecciones en Estados Unidos -2 de 2-

El 3 de noviembre sabremos si Trump sólo fue un episodio fugaz y desafortunado en el devenir político de los Estados Unidos o, si por lo contrario, representó el inicio de una nueva y muy tensa era de relaciones entre aquella nación y el resto del mundo

Que una persona sin antecedentes políticos y un perfil extravagante como el de Donald Trump llegara a la presidencia de los Estados Unidos constituyó una noticia difícil de entender para quienes tenemos un alto concepto de aquel país, reconocido por su respeto a las libertades individuales, la confiabilidad de sus instituciones democráticas, los avances logrados por sus científicos, las investigaciones tecnológicas en las que es cabeza indiscutible, la calidad de sus universidades, de sus centros del conocimiento, de sus academias de artes, de sus museos y de un muy largo etcétera que lo ubican en un indiscutido liderazgo entre las naciones de Occidente. Incluso la victoriosa lucha de sus minorías por ser reconocidas parecía por fin haber resuelto la cuestión racial, problema histórico de su sociedad. No fue así; enturbiando lo mucho que de elogiable tiene nuestro poderoso vecino, estos últimos cuatro años pudimos constatar: 1) que las diferencias económicas y sociales entre sus ciudadanos se mantienen y aún se acrecientan, incentivadas por su impresentable presidente y, 2) que la impresionante suma de dislates cometidos durante su mandato dañaron severamente el papel preponderante que la comunidad internacional confirió a los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Si tan inexplicable fue la postulación de Trump por el Partido Repúblicano -el mismo, sí amable lector, el mismo de Abrahan Lincoln- como sorpresivo su triunfo en la elección del 2016, es decepcionante comprobar que -visto lo visto- todavía existan amplios sectores del pueblo norteamericano que lo sigan apoyando en el 2020.

Del catálogo de desatinos de Donald Trump

En su campaña, Trump ha seguido alentando los odios racistas y regalando los oídos del supremacismo blanco con su retórica, divisionista e incendiaria, poniéndose del lado de la policía maltratadora y propiciando con su actitud la multiplicación de disturbios callejeros. Instalado en el absurdo, acendra su conocida aversión a la prensa crítica y, de plano lo que escapa a la razón es su menosprecio por las fuerzas armadas de su país, tradicionalmente proclives al Partido Republicano. Su desdén hacia los soldados estadounidenses que perdieron la vida luchando contra nazis y fascistas en defensa de la libertad en Europa es ofensivo, como lo es también la forma como se refiere (“…mis jodidos generales son una panda de gallinas…”) a los altos mandos del ejército del que es Comandante Supremo. Mas la aceituna de ese envenenado coctel que su tormentoso candidato ofrece a los electores republicanos la puso Bob Woodward, el legendario periodista del Watergate -descubridor de la trama de espionaje cuya revelación obligó a la renuncia de Richard Nixon a la presidencia- en su nuevo libro Range (Rabia) donde transcribe grabaciones en las que Trump confiesa haber estado enterado del potencial destructivo del Corona-Virus antes de que se propagara en su país. “…Simplemente respiras y se contagia…”, dijo Trump a Woodward, en su autoinculpatoria declaración. La pandemia, como sabemos, ha causado hasta ahora 200 mil muertes en Estados Unidos, cifra seis veces superior a la de las bajas norteamericanas en la guerra de Corea y cuatro mayor que las registradas en el conflicto de Vietnan.

Peculiaridades de la ley electoral norteamericana

Pese a tal cúmulo de desvaríos, los números de Trump no se han derrumbado. Sabedor de que el voto popular no lo apoyará mayoritariamente, apuesta a ganar en los estados cuyas filias partidistas son habitualmente cambiantes. Minnesota, Wiscosin, Pennsilvania, Ohio, Nevada, Florida y hasta incluso las tradicionalmente republicanas Arizona, Texas y Georgia -hoy igualadas con las preferencias demócratas- son entidades que hacen la diferencia en el conteo del “colegio electoral” cuando los procesos -como es el caso- se plantean reñidos y de definición imprecisa. A Trump le bastó que sólo cinco de esas entidades cambiaran a su favor a última hora para ganar en el 2016, no obstante que Hillary Clinton lo superaba en la votación global por tres y medio millón de sufragios. El contrasentido aritmético se explica porque la ley estadounidense en la materia establece que, aunque la diferencia -entidad por entidad- sea de una o de un millón de boletas marcadas a favor de uno u otro candidato, la totalidad de los “votos electorales” que tiene preasignados se otorgan al vencedor, sin aplicar ninguna regla de proporcionalidad. Así, la suma de esos “votos electores” captados estado por estado por cada competidor es la que determina al triunfador, y no la mayoría del voto ciudadano en toda la nación, como pasa en México y en otros países con regímenes igualmente presidencialistas.

Tensión e incertidumbre

Que el candidato republicano pudiera ganar la elección es una probabilidad que, en buena lógica, no valdría la pena siquiera considerar. Las encuestas lo ponen abajo en casi todos los estados y, a nivel nacional, lo tienen entre seis y nueve puntos detrás del demócrata Biden. Sin embargo, lo ocurrido el 2016 y el temor a que el presidente tergiverse o incluso no reconozca el resultado de las urnas son posibles eventualidades que aconsejan mantener en reserva el pronóstico. Por lo pronto intentó obstaculizar el voto por correo y hasta alentó a sus seguidores a usar esa vía… ¡para votar doble! Abundan indicios de que podría desconocer su derrota y negarse a abandonar la Casa Blanca, alegando fraude. Con un sujeto tan impredecible como Trump todo, absolutamente todo es posible. Y recordemos que, en tanto presidente en funciones, lleva en su maletín de viaje las claves que harían volar al mundo en pedazos. Sólo queda confiar que el voto del norteamericano blanco sensato, el del afroamericano y el del hispano hagan la diferencia.



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El 3 de noviembre sabremos si Trump sólo fue un episodio fugaz y desafortunado en el devenir político de los Estados Unidos o, si por lo contrario, representó el inicio de una nueva y muy tensa era de relaciones entre aquella nación y el resto del mundo

Que una persona sin antecedentes políticos y un perfil extravagante como el de Donald Trump llegara a la presidencia de los Estados Unidos constituyó una noticia difícil de entender para quienes tenemos un alto concepto de aquel país, reconocido por su respeto a las libertades individuales, la confiabilidad de sus instituciones democráticas, los avances logrados por sus científicos, las investigaciones tecnológicas en las que es cabeza indiscutible, la calidad de sus universidades, de sus centros del conocimiento, de sus academias de artes, de sus museos y de un muy largo etcétera que lo ubican en un indiscutido liderazgo entre las naciones de Occidente. Incluso la victoriosa lucha de sus minorías por ser reconocidas parecía por fin haber resuelto la cuestión racial, problema histórico de su sociedad. No fue así; enturbiando lo mucho que de elogiable tiene nuestro poderoso vecino, estos últimos cuatro años pudimos constatar: 1) que las diferencias económicas y sociales entre sus ciudadanos se mantienen y aún se acrecientan, incentivadas por su impresentable presidente y, 2) que la impresionante suma de dislates cometidos durante su mandato dañaron severamente el papel preponderante que la comunidad internacional confirió a los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Si tan inexplicable fue la postulación de Trump por el Partido Repúblicano -el mismo, sí amable lector, el mismo de Abrahan Lincoln- como sorpresivo su triunfo en la elección del 2016, es decepcionante comprobar que -visto lo visto- todavía existan amplios sectores del pueblo norteamericano que lo sigan apoyando en el 2020.

Del catálogo de desatinos de Donald Trump

En su campaña, Trump ha seguido alentando los odios racistas y regalando los oídos del supremacismo blanco con su retórica, divisionista e incendiaria, poniéndose del lado de la policía maltratadora y propiciando con su actitud la multiplicación de disturbios callejeros. Instalado en el absurdo, acendra su conocida aversión a la prensa crítica y, de plano lo que escapa a la razón es su menosprecio por las fuerzas armadas de su país, tradicionalmente proclives al Partido Republicano. Su desdén hacia los soldados estadounidenses que perdieron la vida luchando contra nazis y fascistas en defensa de la libertad en Europa es ofensivo, como lo es también la forma como se refiere (“…mis jodidos generales son una panda de gallinas…”) a los altos mandos del ejército del que es Comandante Supremo. Mas la aceituna de ese envenenado coctel que su tormentoso candidato ofrece a los electores republicanos la puso Bob Woodward, el legendario periodista del Watergate -descubridor de la trama de espionaje cuya revelación obligó a la renuncia de Richard Nixon a la presidencia- en su nuevo libro Range (Rabia) donde transcribe grabaciones en las que Trump confiesa haber estado enterado del potencial destructivo del Corona-Virus antes de que se propagara en su país. “…Simplemente respiras y se contagia…”, dijo Trump a Woodward, en su autoinculpatoria declaración. La pandemia, como sabemos, ha causado hasta ahora 200 mil muertes en Estados Unidos, cifra seis veces superior a la de las bajas norteamericanas en la guerra de Corea y cuatro mayor que las registradas en el conflicto de Vietnan.

Peculiaridades de la ley electoral norteamericana

Pese a tal cúmulo de desvaríos, los números de Trump no se han derrumbado. Sabedor de que el voto popular no lo apoyará mayoritariamente, apuesta a ganar en los estados cuyas filias partidistas son habitualmente cambiantes. Minnesota, Wiscosin, Pennsilvania, Ohio, Nevada, Florida y hasta incluso las tradicionalmente republicanas Arizona, Texas y Georgia -hoy igualadas con las preferencias demócratas- son entidades que hacen la diferencia en el conteo del “colegio electoral” cuando los procesos -como es el caso- se plantean reñidos y de definición imprecisa. A Trump le bastó que sólo cinco de esas entidades cambiaran a su favor a última hora para ganar en el 2016, no obstante que Hillary Clinton lo superaba en la votación global por tres y medio millón de sufragios. El contrasentido aritmético se explica porque la ley estadounidense en la materia establece que, aunque la diferencia -entidad por entidad- sea de una o de un millón de boletas marcadas a favor de uno u otro candidato, la totalidad de los “votos electorales” que tiene preasignados se otorgan al vencedor, sin aplicar ninguna regla de proporcionalidad. Así, la suma de esos “votos electores” captados estado por estado por cada competidor es la que determina al triunfador, y no la mayoría del voto ciudadano en toda la nación, como pasa en México y en otros países con regímenes igualmente presidencialistas.

Tensión e incertidumbre

Que el candidato republicano pudiera ganar la elección es una probabilidad que, en buena lógica, no valdría la pena siquiera considerar. Las encuestas lo ponen abajo en casi todos los estados y, a nivel nacional, lo tienen entre seis y nueve puntos detrás del demócrata Biden. Sin embargo, lo ocurrido el 2016 y el temor a que el presidente tergiverse o incluso no reconozca el resultado de las urnas son posibles eventualidades que aconsejan mantener en reserva el pronóstico. Por lo pronto intentó obstaculizar el voto por correo y hasta alentó a sus seguidores a usar esa vía… ¡para votar doble! Abundan indicios de que podría desconocer su derrota y negarse a abandonar la Casa Blanca, alegando fraude. Con un sujeto tan impredecible como Trump todo, absolutamente todo es posible. Y recordemos que, en tanto presidente en funciones, lleva en su maletín de viaje las claves que harían volar al mundo en pedazos. Sólo queda confiar que el voto del norteamericano blanco sensato, el del afroamericano y el del hispano hagan la diferencia.



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