/ lunes 18 de julio de 2022

Tiempos de Democracia | Luis Echeverría Álvarez, personaje de su tiempo

A la memoria de Samuel Quiroz de la Vega, con mis condolencias para su esposa Margarita y para los hijos de tan ejemplar matrimonio.

Sombras y luces se entrecruzan en su ejecutoria como presidente; en ella nunca cupieron los medios tonos. Oscuro y luminoso a la vez, sabía lo que quería y cómo lograrlo. Erró mil veces y acertó otras mil; se le quiso y se le odió, pero movió a México y lo proyectó hacia adelante. Su biografía es, por eso, tarea compleja y de difícil equilibrio.

Sin incluir en estas valoraciones a los líderes históricos del turbulento proceso revolucionario que forjó al México de instituciones en el que vivimos, Luis Echeverría Álvarez es -a juicio de este escriba- el más controversial de todos los mandatarios civiles que en los últimos setenta y cinco años han accedido al más alto cargo del la Nación. No es el mejor, tampoco el peor, pero sí el que más encendidos debates suscitó durante y aún después de su polémica gestión. Para probar mi aserto basta una revisión somera de la ejecutoria de los políticos que, al término en 1946 del mandato de Manuel Ávila Camacho -último militar que gobernó al país- se ciñeron uno a uno la emblemática banda presidencial. Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel De la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto dejaron la impronta de sus obras y sus personales modos de gobernar, al amparo de una ilimitada discrecionalidad que de facto los hacía dueños absolutos de todos los poderes de la Unión.

Excesos de un presidencialismo sin ningún contrapeso

Hasta la elección intermedia de 1997 en que el PRI perdió su mayoría legislativa, los presidentes gobernaron sin ningún tipo de restricción. Sus deseos, caprichos y ocurrencias se atendían con diligencia por todos los órganos del Estado; oponerse por activa o por pasiva a ellos significaba a los inconformes ubicarse en zona de riesgo. El priísmo se asumía heredero de una revolución llegada al poder por las armas y no lo cedería -Fidel Velázquez dixit- más que a “balazos”. Prefería, eso sí, la persuasión y el convencimiento sobre la exigencia y la imposición, recursos a los que acudía sólo cuando percibía algún peligro real para sus estructuras de control político. Cito algunos ejemplos: en tiempos de López Mateos, el activismo del líder campesino morelense Rubén Jaramillo conllevó su eliminación física; en el sexenio de Díaz Ordaz, la protesta estudiantil de 1968 se reprimió con la matanza de Tlatelolco a manos del Ejército y luego, en el periodo de Echeverría, con el “halconazo” del jueves de Corpus de 1971, perpetrado por una fuerza paramilitar de patrocinio gubernamental. La insurrección en la sierra de Guerrero se saldó con la muerte de Genaro Vázquez, de Lucio Cabañas y la de cientos de pobladores de la montaña, mientras que la subversión de la Liga 23 de septiembre fue aniquilada con una guerra de baja intensidad -la llamada guerra sucia- que se prolongó desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta, y supuso la desaparición de miles de personas.

El rígido libreto de los gobiernos postrevolucionarios

Echeverría, como Díaz Ordaz y en menor grado López Portillo, fueron, para bien y para mal, hombres hechos en y por el sistema. Seguían inercialmente sus reglas, en especial las que postulaban que, para consolidar y acrecentar las conquistas sociales de la revolución, era condición ejercer el poder sin ninguna oposición. Ese era su credo, su religión y su ley; los tres, cada uno a su estilo, siguieron el guión transmitido por sus predecesores aun al costo de matar, mentir y simular. La verdad es que nunca tuvieron objeción moral para aplicar la violencia ahí donde les fue necesaria. En el tiempo que gobernaron cualquier rebelión estaba destinado al fracaso, tanto por la desproporción de fuerzas y armamentos como por el férreo control que tenía el Estado sobre todas las inconformidades populares. Añádase a lo anterior la preocupación constante de los Estados Unidos por preservar aquella paz mexicana, eficaz garante de los intereses norteamericanos en nuestro suelo… pese los devaneos tercermundistas de Echeverría.

La cara amable de la gestión echeverrista

Lo dicho no obsta para reconocer en Luis Echeverría una virtuosa obsesión por hacer obras y crear instituciones de utilidad. Construyó e hizo funcionar cientos de centros de enseñanza técnica -entre ellos el de Apizaco aquí en Tlaxcala- y, a las entidades federativas que carecían de ellas, las dotó de escuelas estatales de nivel universitario; la Autónoma de Tlaxcala es sólo una entre muchas. Fundó la UAM, el CIDE, el Conacyt, el Infonavit, el Fonatur y la Cineteca Nacional; instituyó la semana laboral de cinco días y elevó el salario mínimo en una proporción inédita; concluyó el reparto agrario y promovió la conversión de los territorios de Baja California Sur y Quintana Roo a estados soberanos, dando vida a exitosísimos polos turísticos como Los Cabos y Cancún; logró la aprobación de la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados en la ONU y la extensión del mar territorial hasta las 200 millas náuticas que hoy tiene nuestra zona económica exclusiva; diversificó las relaciones de México en el mundo y abrió espacios al comercio internacional, asiló personas perseguidas por dictaduras y amnistió a los presos políticos del 68. Gracias a sus iniciativas contamos con técnicos, profesionistas, científicos y expertos en distintas ramas del conocimiento y suman millones los trabajadores que han podido hacerse de enseres y casa propia merced al crédito que les otorga el estado. Mas es verdad que sus irrefrenables ansias benefactoras endeudaron al país, degradando el poder adquisitivo del peso e inaugurando una prolongada etapa de devaluaciones y de inflación desmedida. Ciertamente, manejar la economía desde Los Pinos no fue la mejor decisión del presidente Luis Echeverría.


A la memoria de Samuel Quiroz de la Vega, con mis condolencias para su esposa Margarita y para los hijos de tan ejemplar matrimonio.

Sombras y luces se entrecruzan en su ejecutoria como presidente; en ella nunca cupieron los medios tonos. Oscuro y luminoso a la vez, sabía lo que quería y cómo lograrlo. Erró mil veces y acertó otras mil; se le quiso y se le odió, pero movió a México y lo proyectó hacia adelante. Su biografía es, por eso, tarea compleja y de difícil equilibrio.

Sin incluir en estas valoraciones a los líderes históricos del turbulento proceso revolucionario que forjó al México de instituciones en el que vivimos, Luis Echeverría Álvarez es -a juicio de este escriba- el más controversial de todos los mandatarios civiles que en los últimos setenta y cinco años han accedido al más alto cargo del la Nación. No es el mejor, tampoco el peor, pero sí el que más encendidos debates suscitó durante y aún después de su polémica gestión. Para probar mi aserto basta una revisión somera de la ejecutoria de los políticos que, al término en 1946 del mandato de Manuel Ávila Camacho -último militar que gobernó al país- se ciñeron uno a uno la emblemática banda presidencial. Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel De la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto dejaron la impronta de sus obras y sus personales modos de gobernar, al amparo de una ilimitada discrecionalidad que de facto los hacía dueños absolutos de todos los poderes de la Unión.

Excesos de un presidencialismo sin ningún contrapeso

Hasta la elección intermedia de 1997 en que el PRI perdió su mayoría legislativa, los presidentes gobernaron sin ningún tipo de restricción. Sus deseos, caprichos y ocurrencias se atendían con diligencia por todos los órganos del Estado; oponerse por activa o por pasiva a ellos significaba a los inconformes ubicarse en zona de riesgo. El priísmo se asumía heredero de una revolución llegada al poder por las armas y no lo cedería -Fidel Velázquez dixit- más que a “balazos”. Prefería, eso sí, la persuasión y el convencimiento sobre la exigencia y la imposición, recursos a los que acudía sólo cuando percibía algún peligro real para sus estructuras de control político. Cito algunos ejemplos: en tiempos de López Mateos, el activismo del líder campesino morelense Rubén Jaramillo conllevó su eliminación física; en el sexenio de Díaz Ordaz, la protesta estudiantil de 1968 se reprimió con la matanza de Tlatelolco a manos del Ejército y luego, en el periodo de Echeverría, con el “halconazo” del jueves de Corpus de 1971, perpetrado por una fuerza paramilitar de patrocinio gubernamental. La insurrección en la sierra de Guerrero se saldó con la muerte de Genaro Vázquez, de Lucio Cabañas y la de cientos de pobladores de la montaña, mientras que la subversión de la Liga 23 de septiembre fue aniquilada con una guerra de baja intensidad -la llamada guerra sucia- que se prolongó desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta, y supuso la desaparición de miles de personas.

El rígido libreto de los gobiernos postrevolucionarios

Echeverría, como Díaz Ordaz y en menor grado López Portillo, fueron, para bien y para mal, hombres hechos en y por el sistema. Seguían inercialmente sus reglas, en especial las que postulaban que, para consolidar y acrecentar las conquistas sociales de la revolución, era condición ejercer el poder sin ninguna oposición. Ese era su credo, su religión y su ley; los tres, cada uno a su estilo, siguieron el guión transmitido por sus predecesores aun al costo de matar, mentir y simular. La verdad es que nunca tuvieron objeción moral para aplicar la violencia ahí donde les fue necesaria. En el tiempo que gobernaron cualquier rebelión estaba destinado al fracaso, tanto por la desproporción de fuerzas y armamentos como por el férreo control que tenía el Estado sobre todas las inconformidades populares. Añádase a lo anterior la preocupación constante de los Estados Unidos por preservar aquella paz mexicana, eficaz garante de los intereses norteamericanos en nuestro suelo… pese los devaneos tercermundistas de Echeverría.

La cara amable de la gestión echeverrista

Lo dicho no obsta para reconocer en Luis Echeverría una virtuosa obsesión por hacer obras y crear instituciones de utilidad. Construyó e hizo funcionar cientos de centros de enseñanza técnica -entre ellos el de Apizaco aquí en Tlaxcala- y, a las entidades federativas que carecían de ellas, las dotó de escuelas estatales de nivel universitario; la Autónoma de Tlaxcala es sólo una entre muchas. Fundó la UAM, el CIDE, el Conacyt, el Infonavit, el Fonatur y la Cineteca Nacional; instituyó la semana laboral de cinco días y elevó el salario mínimo en una proporción inédita; concluyó el reparto agrario y promovió la conversión de los territorios de Baja California Sur y Quintana Roo a estados soberanos, dando vida a exitosísimos polos turísticos como Los Cabos y Cancún; logró la aprobación de la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados en la ONU y la extensión del mar territorial hasta las 200 millas náuticas que hoy tiene nuestra zona económica exclusiva; diversificó las relaciones de México en el mundo y abrió espacios al comercio internacional, asiló personas perseguidas por dictaduras y amnistió a los presos políticos del 68. Gracias a sus iniciativas contamos con técnicos, profesionistas, científicos y expertos en distintas ramas del conocimiento y suman millones los trabajadores que han podido hacerse de enseres y casa propia merced al crédito que les otorga el estado. Mas es verdad que sus irrefrenables ansias benefactoras endeudaron al país, degradando el poder adquisitivo del peso e inaugurando una prolongada etapa de devaluaciones y de inflación desmedida. Ciertamente, manejar la economía desde Los Pinos no fue la mejor decisión del presidente Luis Echeverría.