/ lunes 6 de enero de 2020

Tiempos de Democracia | Principios intercambiables

  • Dejemos ya de ver a Manuel Bartlett como el defraudador electoral que impidió que un candidato de izquierda accediera a la Presidencia de México. Y deje también, amigo lector, de abrigar dudas acerca de la legitimidad de su fortuna y la de sus adláteres. Básese en el trato amistoso que le prodiga Cárdenas, y en la admiración y respeto con que lo trata López Obrador

Una de las acepciones de ideología más comunmente aceptada es la que se refiere a las ideas que caracterizan el pensamiento de una persona, una colectividad o una época. Mas como el propósito para el que escribí este artículo requiere de mayor especifidad que el que proporciona esa definición general, habré de referirme en adelante a las ideologías que en particular profesan los partidos políticos, esto es, al conjunto de opiniones y conceptos con que se diseñaron los principios que los distinguen y, a final de cuentas, los hace diferentes. Y pese a que para muchos analistas su clasificación de acuerdo al tradicional hemiciclo izquierda-derecha -prevaleciente desde la época de la Revolución Francesa- ha sido rebasada por la cambiante y pragmática realidad de nuestros días, no disponemos de otro parámetro más comprensible y fácil de entender. Aunque convencional y lleno de matices, no hay mejor método de ubicar ideológicamente a las agrupaciones que aspiran a organizar el gobierno y la economía de una sociedad conforme a su preceptiva filosófica, a sus líneas de acción y a su visión del entorno en el que se inscribe.

Sin ética ni principios

De esa definición están ayunos los partidos políticos mexicanos. Excepto el Comunista Mexicano -desde su creación, pasando por su clandestina y difícil sobrevivencia, y hasta su disolución-, y de Acción Nacional -durante sus primeros años de existencia-, los demás se han movido de un lado al otro del espectro ideológico, atendiendo a la circunstancia del momento y a la conveniencia de sus líderes de ocasión. Esa volubilidad de posturas trajo como inevitable consecuencia la formación de militantes sin espíritu de cuerpo, totalmente desideologizados y sin lealtades ni convicciones firmes. Al no estar unidos por la afinidad de los principios carecen de disposición para luchar por un ideario. Sucede así que, a la derrota de su formación, se dan a deambular por los distintos escenarios de la política en pos de otra opción que les dé cobijo y, claro, alguna forma de sustento. No les apena exhibir sus vergüenzas desnudándose en público para cambiar de colores; sin rubor ninguno apelan al procedimiento tantas veces como les parece necesario. Así, el adversario de ayer se convierte en el socio y correlegionario de hoy… y no pasa nada.

Práctica inmoral

El fenómeno del trasvestismo ideológico-partidista es habitual en nuestro medio. A lo que en otros países se le llama simple y llanamente traición y se juzga con rigor político y social, aquí en el nuestro, en cambio, se le aplaude y celebra. En México, admitámoslo, el estigma de ser tránsfuga se diluye con asombrosa celeridad, sin importar poco ni mucho que el cínico e inmoral tránsito se explique a la luz de una mutua y doble conveniencia: la del que sin examen previo de admisión abre la puerta al desertor fugitivo, y la del que se cuela por ella sin ofrecer garantía ninguna de honestidad y fidelidad a la nueva causa. Salvo cuando se trata de contingentes numerosos, el trasiego de militantes a nivel de tropa suele pasar desapercibido. No ocurre igual, sin embargo, cuando involucra a personajes de relevancia, a los que por razón lógica los medios prestan mayor atención. Reconozcamos sin embargo que casos aislados hay en los que el converso abandona su credo original, no por ir tras un cargo o una postulación sino, por ejemplo, para fundar una nueva alternativa partidista, con todo lo que de incertidumbre y riesgo conlleva tal aventura.

Más inocente que el santo niño Cristobalito

Permítaseme citar dos casos que quizá sean los que mejor ilustran la inconsistencia ideológica de nuestros políticos. Ocurrieron en distintos tiempos de la política contemporánea y en ambos aparece Manuel Bartlett como protagonista. Va de historia: en 1988, se supo que ese señor, a la sazón secretario de Gobernación del presidente de Lamadrid, manipuló el conteo electoral para invertir la tendencia que ya registraban las computadoras a favor de Cuauhtémoc Cárdenas. La responsabilidad de aquella “caída del sistema” recayó en el político poblano, premiado por Salinas con la gubernatura de su entidad natal. Obviamente, la ciudadanía que apoyó al candidato del Frente Democrático Nacional detestó la figura de Bartlett. Grande fue la sorpresa, empero, cuando tiempo después apareció marchando muy orondo del brazo de Cárdenas. Amargo desengaño para quienes habíamos defendido la causa cardenista. Pero la cosa no paró ahí, pues aún nos faltaba por ver un despropósito mayor: ¡Bartlett, director de la CFE, nombrado por López Obrador, y luego exonerado por el presidente de la Cuarta Transformación de aquella y de otras turbiedades!

El valor de la opinión ciudadana

Mudar de idea puede obedecer al reconocimiento de un error, enmendable si se dispone de más y mejor información. Es de Kant la frase “el sabio puede cambiar de opinión, el necio nunca”. A contracorriente de la frase del pensador prusiano, en nuestra cultura se aprecia “el principio de coherencia”. A medio camino entre ambas reflexiones está esta otra: “vale cambiar de opiniones, sí, pero nunca de principios”. O esta, más acorde a nuestra habla coloquial: “cambiar de opiniones es de sabios, pero cambiar de chaqueta es de aprovechados”. Me gustaría saber cuál es su opinión, amigo lector, aunque creo que, tanto la suya como la mía… ¡les vale a los capitostes de la política!

  • Dejemos ya de ver a Manuel Bartlett como el defraudador electoral que impidió que un candidato de izquierda accediera a la Presidencia de México. Y deje también, amigo lector, de abrigar dudas acerca de la legitimidad de su fortuna y la de sus adláteres. Básese en el trato amistoso que le prodiga Cárdenas, y en la admiración y respeto con que lo trata López Obrador

Una de las acepciones de ideología más comunmente aceptada es la que se refiere a las ideas que caracterizan el pensamiento de una persona, una colectividad o una época. Mas como el propósito para el que escribí este artículo requiere de mayor especifidad que el que proporciona esa definición general, habré de referirme en adelante a las ideologías que en particular profesan los partidos políticos, esto es, al conjunto de opiniones y conceptos con que se diseñaron los principios que los distinguen y, a final de cuentas, los hace diferentes. Y pese a que para muchos analistas su clasificación de acuerdo al tradicional hemiciclo izquierda-derecha -prevaleciente desde la época de la Revolución Francesa- ha sido rebasada por la cambiante y pragmática realidad de nuestros días, no disponemos de otro parámetro más comprensible y fácil de entender. Aunque convencional y lleno de matices, no hay mejor método de ubicar ideológicamente a las agrupaciones que aspiran a organizar el gobierno y la economía de una sociedad conforme a su preceptiva filosófica, a sus líneas de acción y a su visión del entorno en el que se inscribe.

Sin ética ni principios

De esa definición están ayunos los partidos políticos mexicanos. Excepto el Comunista Mexicano -desde su creación, pasando por su clandestina y difícil sobrevivencia, y hasta su disolución-, y de Acción Nacional -durante sus primeros años de existencia-, los demás se han movido de un lado al otro del espectro ideológico, atendiendo a la circunstancia del momento y a la conveniencia de sus líderes de ocasión. Esa volubilidad de posturas trajo como inevitable consecuencia la formación de militantes sin espíritu de cuerpo, totalmente desideologizados y sin lealtades ni convicciones firmes. Al no estar unidos por la afinidad de los principios carecen de disposición para luchar por un ideario. Sucede así que, a la derrota de su formación, se dan a deambular por los distintos escenarios de la política en pos de otra opción que les dé cobijo y, claro, alguna forma de sustento. No les apena exhibir sus vergüenzas desnudándose en público para cambiar de colores; sin rubor ninguno apelan al procedimiento tantas veces como les parece necesario. Así, el adversario de ayer se convierte en el socio y correlegionario de hoy… y no pasa nada.

Práctica inmoral

El fenómeno del trasvestismo ideológico-partidista es habitual en nuestro medio. A lo que en otros países se le llama simple y llanamente traición y se juzga con rigor político y social, aquí en el nuestro, en cambio, se le aplaude y celebra. En México, admitámoslo, el estigma de ser tránsfuga se diluye con asombrosa celeridad, sin importar poco ni mucho que el cínico e inmoral tránsito se explique a la luz de una mutua y doble conveniencia: la del que sin examen previo de admisión abre la puerta al desertor fugitivo, y la del que se cuela por ella sin ofrecer garantía ninguna de honestidad y fidelidad a la nueva causa. Salvo cuando se trata de contingentes numerosos, el trasiego de militantes a nivel de tropa suele pasar desapercibido. No ocurre igual, sin embargo, cuando involucra a personajes de relevancia, a los que por razón lógica los medios prestan mayor atención. Reconozcamos sin embargo que casos aislados hay en los que el converso abandona su credo original, no por ir tras un cargo o una postulación sino, por ejemplo, para fundar una nueva alternativa partidista, con todo lo que de incertidumbre y riesgo conlleva tal aventura.

Más inocente que el santo niño Cristobalito

Permítaseme citar dos casos que quizá sean los que mejor ilustran la inconsistencia ideológica de nuestros políticos. Ocurrieron en distintos tiempos de la política contemporánea y en ambos aparece Manuel Bartlett como protagonista. Va de historia: en 1988, se supo que ese señor, a la sazón secretario de Gobernación del presidente de Lamadrid, manipuló el conteo electoral para invertir la tendencia que ya registraban las computadoras a favor de Cuauhtémoc Cárdenas. La responsabilidad de aquella “caída del sistema” recayó en el político poblano, premiado por Salinas con la gubernatura de su entidad natal. Obviamente, la ciudadanía que apoyó al candidato del Frente Democrático Nacional detestó la figura de Bartlett. Grande fue la sorpresa, empero, cuando tiempo después apareció marchando muy orondo del brazo de Cárdenas. Amargo desengaño para quienes habíamos defendido la causa cardenista. Pero la cosa no paró ahí, pues aún nos faltaba por ver un despropósito mayor: ¡Bartlett, director de la CFE, nombrado por López Obrador, y luego exonerado por el presidente de la Cuarta Transformación de aquella y de otras turbiedades!

El valor de la opinión ciudadana

Mudar de idea puede obedecer al reconocimiento de un error, enmendable si se dispone de más y mejor información. Es de Kant la frase “el sabio puede cambiar de opinión, el necio nunca”. A contracorriente de la frase del pensador prusiano, en nuestra cultura se aprecia “el principio de coherencia”. A medio camino entre ambas reflexiones está esta otra: “vale cambiar de opiniones, sí, pero nunca de principios”. O esta, más acorde a nuestra habla coloquial: “cambiar de opiniones es de sabios, pero cambiar de chaqueta es de aprovechados”. Me gustaría saber cuál es su opinión, amigo lector, aunque creo que, tanto la suya como la mía… ¡les vale a los capitostes de la política!