/ lunes 8 de junio de 2020

Tiempos de democracia | Sin tiempo que perder

En circunstancias especialmente trágicas como estas por las que hoy atravesamos, hay que dejar de lado “el librito” para adoptar medidas extraordinarias de asistencia humanitaria que alivien las privaciones que padecen los olvidados de siempre

Este artículo lo dedico a los mexicanos que, antes de la emergencia, salían a las calles a librar su particular batalla para remediar sus más perentorios apremios de alimentación y salud.

A fin de conseguir una lanita le entraban a todo, trabajando en lo que se terciara y prestando cualquier servicio que les fuera solicitado. Salían, repito, impelidos por la exigencia de completar el gasto diario que les permitiera engañar el hambre y darle la vuelta a su precariedad.

Me refiero a los desatendidos, a los olvidados, a los marginados de siempre, a esos que no sabrán de esta dedicatoria porque no leen periódicos; no tienen dinero para comprarlos ni tiempo para leerlos. Su pensamiento está en algo más urgente y menos baladí como, por ejemplo, su cotidiana y durísima lucha por la sobrevivencia.

Es gente honrada a la que el desamparo oficial está orillando a delinquir. Se oye fuerte, pero es verdad. Con estas letras aludo a ese gran contingente que forma parte del segmento mayor de trabajadores que se mueve en la economía subterránea. Son los que en esta crisis han perdido todo lo que tenían y que, según INEGI -descontando a los inscritos en el IMSS y a los empresarios, grandes, medianos y pequeños- sumán ya más de diez millones de personas. Son esos que, en acato a la categórica recomendación del gobierno federal para “quedarse en casa”, se vieron precisados a elegir entre abandonar la única manera que conocen de ganarse la vida, o seguir en la vía pública, jugándosela contra el virus.

No importa saber si quienes se quedaron en su vivienda lo hicieron por temor al contagio, o porque sus clientelas desaparecieron de la vía pública, encerradas como estaban en sus hogares por las mismas razones. Pero qué mas da cual haya sido su motivación; lo relevante es que, hoy día, nadie sabe qué hacen ni de qué viven… si es que viven.

El ingreso mínimo vital

Sin hacer parodia de lemas ajenos, creo que “…por el bien de todos, hay que hacer algo por ellos…”. Y si estamos ciertos de que la ayuda no provendrá del gobierno federal, no hay mas alternativa que derivar a Marco Mena, nuestro mandatario estatal, la petición para que intervenga en auxilio de esos tlaxcaltecas desposeídos.

Mas hay que actuar pronto; el tiempo se escapa entre dubitaciones y entrega de paliativos que atienden otra clase de exigencias, ninguna desdeñable pero sin duda menos imperativas. Al drama humano por el que atraviesan los informales sin trabajo no se le ve más solución que la de poner en marcha un ingreso mínimo vital, de aplicación universal y con duración tentativa de tres meses.

Esta idea, preconizada por Mauricio Merino -fundador de la organización política apartidista Nosotrxs-, suma ya numerosos adeptos, incluyendo a personajes de peso en el ámbito legislativo y, por supuesto, en la opinión pública.

Por mi parte, sabedor de las limitaciones de las finanzas estatales, hace semanas sugerí iniciar los trámites para la suscripción de una línea de crédito bancaria cuyo aval no se le podrá negar a Tlaxcala por ser la única entidad federativa sin adeudos. Con el respeto que me merece el ciudadano gobernador, me permito reiterarle aquella propuesta; de aceptarla, nadie -estoy seguro- se atrevará a reprochársela y sí, en cambio, habrá muchos que se la agradecerán de por vida. No se me oculta la dificultad implícita en la implementación de un plan de asistencia humanitaria de esos alcances pero… los desafíos están para superarlos, no para eludirlos.

¿Y si por fin pensáramos en ellos…?

Nuestro estado no se caracteriza precisamente por el alto nivel de vida de sus habitantes. Por tanto, no estamos ni mucho menos al margen de esta tragedia -colateral a la pandemia del Sars-Cov-2- que ha supuesto una destrucción repentina y masiva de empleo en todo el país.

El problema en Tlaxcala es particularmente grave debido a que, aquí, el trabajo formal apenas si alcanza al 30% de la población económicamente activa; el resto labora en la informalidad, sin ninguna prestación social. Es esa circunstancia la que nos hace ser uno de los estados más vulnerables al flagelo del desempleo.

En este momento me viene a la mente el bolero del parque, sin clientes a los que lustrar los zapatos; la de los tacos de canasta, sin gente alrededor en pos de alimento barato y sabroso; el que hace jugos para calmar la sed del deportista; en la indígena que, sentada en la banqueta, teje bolsas y canastas para vender a los viandantes; en el aprendiz de malabarista, sin automovilistas dispuestos a recompensar sus habilidades; en el dulcero, sin niños en las escuelas; en el taxista, sin pasajeros; en el trovador que, guitarra en mano, ofrece sus canciones a las parejas; en el vendedor de puros en las plazas de toros, sin aficionados en los tendidos; en el cubetero de los estadios, sin fanáticos futboleros que consuman su cerveza; en el mesero de la fonda, sin comensales a los que atender; en el del puesto de las hamburguesas, sin noctámbulos a los que quitar el hambre; en el del kiosco de periódicos, sin lectores ávidos de noticias; en el albañil, sin tabiques que pegar; en el plomero, sin cañerías que destapar; en el mecánico, sin coches que arreglar; en el de los raspados, sin gargantas que refrescar; en la abuelita, sin marchantes para sus chicles y caramelos; en el comerciante itinerante, sin ferias donde expender sus productos; en los pirotécnicos, sin fiestas patronales que iluminar; en los mariachis, sin bodas qué amenizar; en las costureras, sin trajes que remendar; en el ropavejero, sin trapos que mercar; en las servidoras domésticas, sin casas en las qué trabajar; en los floristeros, sin ramos que ofrendar a las novias y, en fin, en el tamalero, en el limpiaparabrisas, en el “vieneviene”, en el jardinero, en el inmigrante, y en todos los trabajadores que carecen de protección y que caben en este larguísimo etcétera.


En circunstancias especialmente trágicas como estas por las que hoy atravesamos, hay que dejar de lado “el librito” para adoptar medidas extraordinarias de asistencia humanitaria que alivien las privaciones que padecen los olvidados de siempre

Este artículo lo dedico a los mexicanos que, antes de la emergencia, salían a las calles a librar su particular batalla para remediar sus más perentorios apremios de alimentación y salud.

A fin de conseguir una lanita le entraban a todo, trabajando en lo que se terciara y prestando cualquier servicio que les fuera solicitado. Salían, repito, impelidos por la exigencia de completar el gasto diario que les permitiera engañar el hambre y darle la vuelta a su precariedad.

Me refiero a los desatendidos, a los olvidados, a los marginados de siempre, a esos que no sabrán de esta dedicatoria porque no leen periódicos; no tienen dinero para comprarlos ni tiempo para leerlos. Su pensamiento está en algo más urgente y menos baladí como, por ejemplo, su cotidiana y durísima lucha por la sobrevivencia.

Es gente honrada a la que el desamparo oficial está orillando a delinquir. Se oye fuerte, pero es verdad. Con estas letras aludo a ese gran contingente que forma parte del segmento mayor de trabajadores que se mueve en la economía subterránea. Son los que en esta crisis han perdido todo lo que tenían y que, según INEGI -descontando a los inscritos en el IMSS y a los empresarios, grandes, medianos y pequeños- sumán ya más de diez millones de personas. Son esos que, en acato a la categórica recomendación del gobierno federal para “quedarse en casa”, se vieron precisados a elegir entre abandonar la única manera que conocen de ganarse la vida, o seguir en la vía pública, jugándosela contra el virus.

No importa saber si quienes se quedaron en su vivienda lo hicieron por temor al contagio, o porque sus clientelas desaparecieron de la vía pública, encerradas como estaban en sus hogares por las mismas razones. Pero qué mas da cual haya sido su motivación; lo relevante es que, hoy día, nadie sabe qué hacen ni de qué viven… si es que viven.

El ingreso mínimo vital

Sin hacer parodia de lemas ajenos, creo que “…por el bien de todos, hay que hacer algo por ellos…”. Y si estamos ciertos de que la ayuda no provendrá del gobierno federal, no hay mas alternativa que derivar a Marco Mena, nuestro mandatario estatal, la petición para que intervenga en auxilio de esos tlaxcaltecas desposeídos.

Mas hay que actuar pronto; el tiempo se escapa entre dubitaciones y entrega de paliativos que atienden otra clase de exigencias, ninguna desdeñable pero sin duda menos imperativas. Al drama humano por el que atraviesan los informales sin trabajo no se le ve más solución que la de poner en marcha un ingreso mínimo vital, de aplicación universal y con duración tentativa de tres meses.

Esta idea, preconizada por Mauricio Merino -fundador de la organización política apartidista Nosotrxs-, suma ya numerosos adeptos, incluyendo a personajes de peso en el ámbito legislativo y, por supuesto, en la opinión pública.

Por mi parte, sabedor de las limitaciones de las finanzas estatales, hace semanas sugerí iniciar los trámites para la suscripción de una línea de crédito bancaria cuyo aval no se le podrá negar a Tlaxcala por ser la única entidad federativa sin adeudos. Con el respeto que me merece el ciudadano gobernador, me permito reiterarle aquella propuesta; de aceptarla, nadie -estoy seguro- se atrevará a reprochársela y sí, en cambio, habrá muchos que se la agradecerán de por vida. No se me oculta la dificultad implícita en la implementación de un plan de asistencia humanitaria de esos alcances pero… los desafíos están para superarlos, no para eludirlos.

¿Y si por fin pensáramos en ellos…?

Nuestro estado no se caracteriza precisamente por el alto nivel de vida de sus habitantes. Por tanto, no estamos ni mucho menos al margen de esta tragedia -colateral a la pandemia del Sars-Cov-2- que ha supuesto una destrucción repentina y masiva de empleo en todo el país.

El problema en Tlaxcala es particularmente grave debido a que, aquí, el trabajo formal apenas si alcanza al 30% de la población económicamente activa; el resto labora en la informalidad, sin ninguna prestación social. Es esa circunstancia la que nos hace ser uno de los estados más vulnerables al flagelo del desempleo.

En este momento me viene a la mente el bolero del parque, sin clientes a los que lustrar los zapatos; la de los tacos de canasta, sin gente alrededor en pos de alimento barato y sabroso; el que hace jugos para calmar la sed del deportista; en la indígena que, sentada en la banqueta, teje bolsas y canastas para vender a los viandantes; en el aprendiz de malabarista, sin automovilistas dispuestos a recompensar sus habilidades; en el dulcero, sin niños en las escuelas; en el taxista, sin pasajeros; en el trovador que, guitarra en mano, ofrece sus canciones a las parejas; en el vendedor de puros en las plazas de toros, sin aficionados en los tendidos; en el cubetero de los estadios, sin fanáticos futboleros que consuman su cerveza; en el mesero de la fonda, sin comensales a los que atender; en el del puesto de las hamburguesas, sin noctámbulos a los que quitar el hambre; en el del kiosco de periódicos, sin lectores ávidos de noticias; en el albañil, sin tabiques que pegar; en el plomero, sin cañerías que destapar; en el mecánico, sin coches que arreglar; en el de los raspados, sin gargantas que refrescar; en la abuelita, sin marchantes para sus chicles y caramelos; en el comerciante itinerante, sin ferias donde expender sus productos; en los pirotécnicos, sin fiestas patronales que iluminar; en los mariachis, sin bodas qué amenizar; en las costureras, sin trajes que remendar; en el ropavejero, sin trapos que mercar; en las servidoras domésticas, sin casas en las qué trabajar; en los floristeros, sin ramos que ofrendar a las novias y, en fin, en el tamalero, en el limpiaparabrisas, en el “vieneviene”, en el jardinero, en el inmigrante, y en todos los trabajadores que carecen de protección y que caben en este larguísimo etcétera.