/ martes 28 de junio de 2022

Tintero | Los gobernadores y el hampa

La presencia delincuencial en Tlaxcala ha ido al alza en los últimos 30 años pues, para las autoridades, pasó de perseguir a robacarteras en tianguis y lugares concurridos, a tratar de identificar a bandas bien organizadas que, como si fueran envolturas de tortas, arrojan cadáveres a territorio estatal.

Explico. En tiempos de Beatriz Paredes Rangel, en los últimos años de los 80, la seguridad no era una política esencial de lo que ahora se conoce como el Plan Estatal de Desarrollo. Poco o nada ocupaba el tema porque, o no había tanta delincuencia o a los que operaban los traían a “raya” como coloquialmente se dice cuando es controlada la situación.

Con José Antonio Álvarez Lima, el sucesor, la situación cambió ya que, por muchos años, autoridades federales lo tenían en la mira por supuestamente tener relaciones con cárteles de la droga. El hoy senador por Morena vivía con ese estigma porque había sido embajador de México en Colombia –principal país productor de cocaína- y algunos asesores del entonces procurador General de la República, Jorge Carpizo MacGregor, sostenían que mantenía acuerdos con Juan García Abrego, entonces líder del cártel del golfo.

El perredista Alfonso Sánchez Anaya enfrentó severos cuestionamientos. Empresarios locales acusaron a su gobierno de ser el responsable de la ola de secuestros en la entidad durante ese sexenio. Sustentaban su acusación en que sus principales colaboradores en materia de procuración de Justicia, tenían vínculos con el crimen organizado. Espetaban, por ejemplo, que Eduardo Osorno Lara, director de la Policía Judicial, a su paso por Tijuana como comandante federal, cargaba las maletas llenas de dólares a narcotraficantes y que Edgar Bayardo del Villar (+), plagiaba a las personas con el apoyo del grupo de su “padrino” Mario “el mayo” Zambada.

El del panista Héctor Ortiz Ortiz fue el sexenio de las supuestas desapariciones forzadas y de asesinatos convertidos en suicidios, pero la trata de personas, minimizada por esa administración, alcanzó su mayor esplendor.

La mayor humillación para el entonces mandatario estatal fue cuando un pandilla de novatos rateros, despojó de su macana al guerrero Xicothéncatl, la estatua instalada en la plaza del mismo nombre, a unos 200 metros de Palacio de Gobierno, la zona más vigilada con cámaras. Nadie supo quién y cómo se la llevaron, pero cuando menos, para la operación, los hampones requirieron de una hora.

El priista Mariano González Zarur entró con el “píe izquierdo”. En su primer acto oficial con magistrados, reprochó que siendo mandatario electo, ladrones robaron de su rancho una colección de armas y decenas de botellas de vino (de alto valor económico), esto mientras realizaba una gira por el extranjero.

Comenzó entonces la presencia de huachicoleros en la entidad. Incluso, un comisario de la Policía Federal fue removido del cargo porque ordenó, por la zona de Tequexquitla, la detención de pipas con combustible robado, que eran escoltadas por policías estatales.

Con Marco Mena, la presencia de “chupaductos” aumentó de manera considerable, inclusive, un empresario se quejó –oficialmente- ante el gobierno de la República, de que un familiar muy cercano al gobernador –hoy diputado local- le hizo una “propuesta indecorosa”: que le pusiera precio a sus gasolineras o se las cerrarían, además de que –en ese tiempo- empezaron a aparecer, principalmente en las zonas sur y norponiente de la entidad, cuerpos de personas que antes de haber sido asesinadas habían sido torturadas.

En lo que va de la administración de Lorena Cuéllar Cisneros la violencia está desatada. Los robos de automóviles y asaltos a personas a mano arma son el pan de todos los días.

Y lo más grave, la entidad ha sido convertida por bandas criminales de Puebla y del Estado de México, principalmente, en un cementerio clandestino. Asesinan en esos lugares y aquí arrojan los cuerpos sin que autoridad alguna pueda identificarlas y detenerlas.

No basta con reconocer el problema como lo hace Sergio González Hernández, secretario de Gobierno, es necesario –y más que urgente- actuar en consecuencia. Es evidente que no todo es responsabilidad del Estado, solo que poco ayudan los municipios de las zonas limítrofes en donde los policías, pues en lugar de cumplir con su trabajo, se la pasaban cuidando los eventos sociales y de entrega de apoyos de los alcaldes.

La presencia delincuencial en Tlaxcala ha ido al alza en los últimos 30 años pues, para las autoridades, pasó de perseguir a robacarteras en tianguis y lugares concurridos, a tratar de identificar a bandas bien organizadas que, como si fueran envolturas de tortas, arrojan cadáveres a territorio estatal.

Explico. En tiempos de Beatriz Paredes Rangel, en los últimos años de los 80, la seguridad no era una política esencial de lo que ahora se conoce como el Plan Estatal de Desarrollo. Poco o nada ocupaba el tema porque, o no había tanta delincuencia o a los que operaban los traían a “raya” como coloquialmente se dice cuando es controlada la situación.

Con José Antonio Álvarez Lima, el sucesor, la situación cambió ya que, por muchos años, autoridades federales lo tenían en la mira por supuestamente tener relaciones con cárteles de la droga. El hoy senador por Morena vivía con ese estigma porque había sido embajador de México en Colombia –principal país productor de cocaína- y algunos asesores del entonces procurador General de la República, Jorge Carpizo MacGregor, sostenían que mantenía acuerdos con Juan García Abrego, entonces líder del cártel del golfo.

El perredista Alfonso Sánchez Anaya enfrentó severos cuestionamientos. Empresarios locales acusaron a su gobierno de ser el responsable de la ola de secuestros en la entidad durante ese sexenio. Sustentaban su acusación en que sus principales colaboradores en materia de procuración de Justicia, tenían vínculos con el crimen organizado. Espetaban, por ejemplo, que Eduardo Osorno Lara, director de la Policía Judicial, a su paso por Tijuana como comandante federal, cargaba las maletas llenas de dólares a narcotraficantes y que Edgar Bayardo del Villar (+), plagiaba a las personas con el apoyo del grupo de su “padrino” Mario “el mayo” Zambada.

El del panista Héctor Ortiz Ortiz fue el sexenio de las supuestas desapariciones forzadas y de asesinatos convertidos en suicidios, pero la trata de personas, minimizada por esa administración, alcanzó su mayor esplendor.

La mayor humillación para el entonces mandatario estatal fue cuando un pandilla de novatos rateros, despojó de su macana al guerrero Xicothéncatl, la estatua instalada en la plaza del mismo nombre, a unos 200 metros de Palacio de Gobierno, la zona más vigilada con cámaras. Nadie supo quién y cómo se la llevaron, pero cuando menos, para la operación, los hampones requirieron de una hora.

El priista Mariano González Zarur entró con el “píe izquierdo”. En su primer acto oficial con magistrados, reprochó que siendo mandatario electo, ladrones robaron de su rancho una colección de armas y decenas de botellas de vino (de alto valor económico), esto mientras realizaba una gira por el extranjero.

Comenzó entonces la presencia de huachicoleros en la entidad. Incluso, un comisario de la Policía Federal fue removido del cargo porque ordenó, por la zona de Tequexquitla, la detención de pipas con combustible robado, que eran escoltadas por policías estatales.

Con Marco Mena, la presencia de “chupaductos” aumentó de manera considerable, inclusive, un empresario se quejó –oficialmente- ante el gobierno de la República, de que un familiar muy cercano al gobernador –hoy diputado local- le hizo una “propuesta indecorosa”: que le pusiera precio a sus gasolineras o se las cerrarían, además de que –en ese tiempo- empezaron a aparecer, principalmente en las zonas sur y norponiente de la entidad, cuerpos de personas que antes de haber sido asesinadas habían sido torturadas.

En lo que va de la administración de Lorena Cuéllar Cisneros la violencia está desatada. Los robos de automóviles y asaltos a personas a mano arma son el pan de todos los días.

Y lo más grave, la entidad ha sido convertida por bandas criminales de Puebla y del Estado de México, principalmente, en un cementerio clandestino. Asesinan en esos lugares y aquí arrojan los cuerpos sin que autoridad alguna pueda identificarlas y detenerlas.

No basta con reconocer el problema como lo hace Sergio González Hernández, secretario de Gobierno, es necesario –y más que urgente- actuar en consecuencia. Es evidente que no todo es responsabilidad del Estado, solo que poco ayudan los municipios de las zonas limítrofes en donde los policías, pues en lugar de cumplir con su trabajo, se la pasaban cuidando los eventos sociales y de entrega de apoyos de los alcaldes.