Cuando el bebé nace, se corta el cordón umbilical y queda un muñón. Este se seca cuando luego de unos días y al caer deja en su lugar el huequito que conocemos como ombligo. No todas las madres tienen el valor de tirar a la basura ese bastión de alianza entre feto y placenta que durante nueve meses intercambiaron nutrientes y al que consideran parte del nuevo ser.
Algunas mujeres guardan el muñón en costalitos de tela como diplomas de la maternidad, pero otras los entierran en el jardín como dicta la creencia que conservan las comunidades rurales de nuestro país.
De acuerdo con Acciones rituales del nacimiento y sus implicaciones simbólicas, libro editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el ombligo es uno de los elementos de la frágil y delicada primera etapa de la vida, la cual requiere de ritos para la integración del recién nacido al mundo de los hombres, así como una petición a las divinidades para que intercedan por su fortuna.
RITOS PARA EL OMBLIGO
En algunas regiones de Tlaxcala, como la zona norte de Chiautempan, el “ombligo”, como lo llamamos popularmente, es enterrado en el patio de la casa donde nació el bebé o a donde pertenecen sus padres.
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Quienes siguen el ritual consideran que esto genera lazos entre el recién nacido y su tierra, así como su linaje y el orgullo con el que debe conducirse. Así, al enterrarse una parte del bebé en ese sitio, se aseguran que nunca perderá su camino y que, si un día sale de su pueblo, siempre sabrá cómo regresar.
Por supuesto, esta creencia no es exclusiva de nuestra entidad. La costumbre de enterrar la placenta en España ha sido una de las formas de protección más antiguas de las que se han podido documentar en distintos puntos del mundo. El antropólogo Gutirre Tibón señala que establecer una hermandad con las energías vitales del reino vegetal a través de placenta u ombligo parece haber sido un concepto mágico común a toda la humanidad primitiva.
RITUALES DEL NACIMIENTO EN MÉXICO
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Para los indígenas, las primeras semanas después del nacimiento son cruciales para las prácticas rituales que cumplirán con las pretensiones iniciales en la vida de todo individuo. Estas son el levantamiento del niño, el enterramiento del ombligo, el baño en el temazcal, el lavado de ropa, tirar el ocopetate en el monte y el lavado de manos.
La primera acción es ejecutada por la partera y tiene lugar inmediatamente después de que nace la criatura. Después se entierran el cordón umbilical y la placenta, que llegan cargados de esa esencia vital que permite a los hombres que vivan en el mundo, por ser la fuerza que las divinidades le otorgaron en el momento de la concepción. Por ello, al enterrarse dicho cordón, parte del nuevo ser se reintegra a su fuente original, la tierra. En el lugar elegido se coloca una piedra con dos propósitos: proteger el cordón umbilical de los animales y marcar el sitio para reconocerlo cuando tenga lugar el lavado de manos.
La tercera fase es el baño en el temazcal, que se llevará a cabo al día siguiente del alumbramiento. Recordemos que el temazcal es considerado desde tiempos prehispánicos como un elemento esencial en la vida social de los pueblos; en total son seis los baños de temazcal que deben repartirse a lo largo de 15 días.
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Durante el lavado de ropa la partera se encarga de lavar las prendas de la madre y de su hijo en el río con la intención de limpiarlas del pecado original con hojas de un tipo de helecho conocido como ocopetate. A los ocho días, después de que la madre y su hijo han sido bañados tres veces, el ocopetate debe cambiarse y esas hojas se deben tirar en un sitio limpio con la autorización de sus habitantes.
La última de las acciones simbólicas conocida como el lavado de manos cierra el ritual posnatal con una celebración que se desarrolla en donde se entierra la placenta. En esta fase participan los familiares cercanos que ayudarán a la elaboración de la comida y la celebración que otorga identidad al nuevo integrante.
De esta forma, las acciones que se desarrollan alrededor del nacimiento ponen de manifiesto la fragilidad de los seres humanos en un mundo que no les pertenece del todo, pues asumen una temporalidad marcada por seres divinos y, con mayor fervor, por los elementos de la naturaleza que les rodea.