/ viernes 11 de agosto de 2023

¡Corazón de maíz!...

¡Somos de maíz!, lo que pasa con ese grano nos pasa a nosotros y a México. Es nuestro diario alimento que en Tlaxcala llevamos en el corazón. Somos región que se acomoda en la coronaria del altiplano; vecinos de Puebla, Oaxaca, Hidalgo; somos región maicera de granos nativos y deberíamos conservar su origen y tradición; lo comemos de mil maneras: en esquites, tlaxcales, elotes, memelas, molotes, tlatloyos, etc.

Tal vez en alguna hondonada de Tehuacán hace milenios evolucionó el “teocinte” para llegar ser maíz; regalo de la naturaleza para un pueblo, que por entonces como hoy se forjaba en el yunque de la vida. Aquello resultó un prodigio. Nuestros antepasados lo domesticaron y lo acomodaron en el centro de su alimentación.

Para Tlaxcala, es gentilicio, herencia genética, músculo y torrente sanguíneo. Con maíz y amaranto se criaron guerreros fornidos y valerosos que lucharon por la autonomía de la patria chica. Es enorme su trascendencia como alimento, por eso también es codiciado. La voracidad capitalista de EE. UU. lo cultiva por millones de toneladas; maíz modificado, acelerado con químicos, transgénico que quieren que comamos.

Hace años “Don Maceco” lo industrializó, para la comodidad de las manos “fodongas”. Inventaron tortilladoras mecánicas que producen cientos de kilos en unas horas. Así es que, entre modificaciones genéticas, químicos, comercialización e industrialización ahora está amenazado ese precioso grano, para nuestra mesa tan valioso como el agua.

El maíz es músculo, sangre, pensamiento y placer alimentario, pero también es corazón, que hoy vive entre asechos y amenazas. Como ya no lo cultivamos en familia, ahora lo traemos de Veracruz o Sinaloa, y en el mejor de los casos de los valles de Puebla. Los tortilleros son expertos en su falsificación; la acartonan moliéndole el olote o las tortillas trasnochadas y remojadas. Solo le agregan colores y sabores.

Lo que no hacen es defender las tradiciones, porque eso no deja dinero. Casi se ha extraviado la infaltable sal o salsa para un taco en la mano que mata el hambre y el antojo de quienes miran hacer tortillas. Están desapareciendo en casa “las cocinas de humo” en donde las madrecitas, frente al metate y al comal, palmeaban y cocían en comal de barro encalado.

Las ciudades ya no comen tortillas sino las porquerías que nos venden, que saben solo calientes, porque se enfrían y “ya valieron”. En San Pablo del Monte y cercanías, tortillan de mano para la ciudad de Puebla. De San Salvador El Verde y anexas, tortillan de madrugada y la mandan a la CDMX, lo mismo sucede en Tehuacán y sus alrededores, donde las hermosas mujercitas elaboran de mano con maíz tehuacanero.

En Tlaxcala, ahora Ixtenco es pueblo mágico y sus matronas “celosas guardianas del maíz”. Tan preciado grano lo conservan como tesoro en bancos de semillas nativas. Y para qué decir, son mágicos los platillos y manjares que con elote y maíz se cocinan. Una tortilla de maíz casero nixtamaleado con cal, palmeada a mano y cocida en encalado comal de barro es delicia de privilegiados, sobre todo, si se embadurnada con manteca, y salsa tatemada y molcajeteada. Lo que hoy comemos en la mayoría de los hogares es un remedo grotesco de como comían nuestros padres.

Hemos abandonado su cultivo y los campos ya son casas. Miramos con indiferencia, aquellas milpas enanas y apretujadas, de sospechoso verde militar, que cuelgan cinco o seis mazorcas. Ello, es la confirmación de nuestra complicidad por lo transgénico que se extiende y propicia la degeneración racial, social y defensiva del organismo nuestro. Por eso entraña tanto simbolismo que la cultura otomí de Ixtenco, sea defensiva del maíz; grano que alimenta y conmueve estómagos, pero también corazones.

Además, para la admiración y alegría de nuestra vida; el domingo pasado en Coapan, Tehuacán, Puebla, se vivió un evento singular repetido ya en 29 años; en el que cientos de niñas y mujercitas hermosas todas ellas, de madrugada palmearon en casa sus tortillas de comal, que después en original competencia, en huarachitos y ropa regional, cargaron en la espalda y corrieron durante cinco kilómetros.

Simbólico evento que habla por y salva nuestra cultura alimentaria. La nueva generación ya no sabe lo que es una buena tortilla, porque entre el abandono del campo el TLC y el neoliberalismo, “están matando” la bellísima costumbre del madrugador desfile en que las “jefecitas” llevaban al molino el nixtamal, para después amasar “aplaudir y cocer tortillas para comer “las calientitas” como lo hicieron nuestros abuelos, que no murieron de cáncer y vivieron casi un siglo. Nos conviene retornar a lo que nos da la naturaleza, a lo que alienta nuestro cuerpo y corazón y que incluso da razón a esta nación tlaxcalteca, a esta tierra del pan tortillado de maíz

¡Somos de maíz!, lo que pasa con ese grano nos pasa a nosotros y a México. Es nuestro diario alimento que en Tlaxcala llevamos en el corazón. Somos región que se acomoda en la coronaria del altiplano; vecinos de Puebla, Oaxaca, Hidalgo; somos región maicera de granos nativos y deberíamos conservar su origen y tradición; lo comemos de mil maneras: en esquites, tlaxcales, elotes, memelas, molotes, tlatloyos, etc.

Tal vez en alguna hondonada de Tehuacán hace milenios evolucionó el “teocinte” para llegar ser maíz; regalo de la naturaleza para un pueblo, que por entonces como hoy se forjaba en el yunque de la vida. Aquello resultó un prodigio. Nuestros antepasados lo domesticaron y lo acomodaron en el centro de su alimentación.

Para Tlaxcala, es gentilicio, herencia genética, músculo y torrente sanguíneo. Con maíz y amaranto se criaron guerreros fornidos y valerosos que lucharon por la autonomía de la patria chica. Es enorme su trascendencia como alimento, por eso también es codiciado. La voracidad capitalista de EE. UU. lo cultiva por millones de toneladas; maíz modificado, acelerado con químicos, transgénico que quieren que comamos.

Hace años “Don Maceco” lo industrializó, para la comodidad de las manos “fodongas”. Inventaron tortilladoras mecánicas que producen cientos de kilos en unas horas. Así es que, entre modificaciones genéticas, químicos, comercialización e industrialización ahora está amenazado ese precioso grano, para nuestra mesa tan valioso como el agua.

El maíz es músculo, sangre, pensamiento y placer alimentario, pero también es corazón, que hoy vive entre asechos y amenazas. Como ya no lo cultivamos en familia, ahora lo traemos de Veracruz o Sinaloa, y en el mejor de los casos de los valles de Puebla. Los tortilleros son expertos en su falsificación; la acartonan moliéndole el olote o las tortillas trasnochadas y remojadas. Solo le agregan colores y sabores.

Lo que no hacen es defender las tradiciones, porque eso no deja dinero. Casi se ha extraviado la infaltable sal o salsa para un taco en la mano que mata el hambre y el antojo de quienes miran hacer tortillas. Están desapareciendo en casa “las cocinas de humo” en donde las madrecitas, frente al metate y al comal, palmeaban y cocían en comal de barro encalado.

Las ciudades ya no comen tortillas sino las porquerías que nos venden, que saben solo calientes, porque se enfrían y “ya valieron”. En San Pablo del Monte y cercanías, tortillan de mano para la ciudad de Puebla. De San Salvador El Verde y anexas, tortillan de madrugada y la mandan a la CDMX, lo mismo sucede en Tehuacán y sus alrededores, donde las hermosas mujercitas elaboran de mano con maíz tehuacanero.

En Tlaxcala, ahora Ixtenco es pueblo mágico y sus matronas “celosas guardianas del maíz”. Tan preciado grano lo conservan como tesoro en bancos de semillas nativas. Y para qué decir, son mágicos los platillos y manjares que con elote y maíz se cocinan. Una tortilla de maíz casero nixtamaleado con cal, palmeada a mano y cocida en encalado comal de barro es delicia de privilegiados, sobre todo, si se embadurnada con manteca, y salsa tatemada y molcajeteada. Lo que hoy comemos en la mayoría de los hogares es un remedo grotesco de como comían nuestros padres.

Hemos abandonado su cultivo y los campos ya son casas. Miramos con indiferencia, aquellas milpas enanas y apretujadas, de sospechoso verde militar, que cuelgan cinco o seis mazorcas. Ello, es la confirmación de nuestra complicidad por lo transgénico que se extiende y propicia la degeneración racial, social y defensiva del organismo nuestro. Por eso entraña tanto simbolismo que la cultura otomí de Ixtenco, sea defensiva del maíz; grano que alimenta y conmueve estómagos, pero también corazones.

Además, para la admiración y alegría de nuestra vida; el domingo pasado en Coapan, Tehuacán, Puebla, se vivió un evento singular repetido ya en 29 años; en el que cientos de niñas y mujercitas hermosas todas ellas, de madrugada palmearon en casa sus tortillas de comal, que después en original competencia, en huarachitos y ropa regional, cargaron en la espalda y corrieron durante cinco kilómetros.

Simbólico evento que habla por y salva nuestra cultura alimentaria. La nueva generación ya no sabe lo que es una buena tortilla, porque entre el abandono del campo el TLC y el neoliberalismo, “están matando” la bellísima costumbre del madrugador desfile en que las “jefecitas” llevaban al molino el nixtamal, para después amasar “aplaudir y cocer tortillas para comer “las calientitas” como lo hicieron nuestros abuelos, que no murieron de cáncer y vivieron casi un siglo. Nos conviene retornar a lo que nos da la naturaleza, a lo que alienta nuestro cuerpo y corazón y que incluso da razón a esta nación tlaxcalteca, a esta tierra del pan tortillado de maíz