/ jueves 21 de marzo de 2024

¿Elecciones para qué?...

La democracia busca que el ciudadano elija a su autoridad. Lupita la de mi barrio, opina que dará su voto para que “pase a robar otro ladrón”, porque el actual traicionó las ilusiones del pueblo. Esa opinión mueve a la reflexión, los señores del poder no la ejercitan porque están dedicados a lo suyo. La ciudadanía vive en el desencanto, se sabe traicionada. Ahora, la rebatiña electoral está a todo furor; aquellos que se creen “predestinados” provocan reuniones, se promueven en las redes sociales y visitan a quienes consideran influyen en las decisiones, para que ellos “sean”. Ese es el panorama actual, en el que primero los partidos postulan y luego el ciudadano elige previas campañas, de gorras, camisetas, bolsas para el mandado, discursos, promesas y demás.

Nos esperan setenta y cinco días de abrazos y sonrisas; nos veremos inmersos en un diluvio de propuestas, que busca nuestro voto. Así se manifiestan los intereses políticos y económicos que, a todos los niveles, pretenderán “llegar al poder”. La historia nos dice que lo político es un campo despiadado de controversias, de intriga, de falsedades, ya sean pacíficas o violentas.

La ambición del poder deshumaniza y hace aflorar los odios. Quien lo pretende no se detiene ante nada ni ante nadie. En esta campaña que nos toca vivir a los mexicanos y tlaxcaltecas, cada pretendiente atiende su propio conflicto para ser nominado. Votaremos por diputados, munícipes y presidentes comunitarios, senadores, diputados federales y presidenciables. Estos últimos ya están en campaña.

A Lupita, la de San Onofre, no le importa la dirección de su voto, solo que otro sea el ratero. Lo ideal sería que nuestro voto se decidiera sin influencia de nadie y solo atendiendo la conveniencia comunal. Los que se van en agosto nunca entendieron que ellos eran la esperanza —salvo casos honrosos que no llegan a cinco—, pero ahora los oportunistas, acechan en la trinchera contraria, ambicionando “que el voto de castigo” les dé la oportunidad para el enriquecimiento.

Los que aspiran a diputaciones locales sueñan con los “moches” y los “embutes”, que llegarán solitos, cuando deban aprobar una ley impopular —como la que pretende transformar las carreteras estatales en vías de cuota— o iniciar una carrera fructífera en lo político.

Mi amiga Lupita lo ignora, pero en el país del antirreeleccionismo maderista ya regresamos a la reelección; los diputados hasta por cuatro veces y desvergonzados como son, se plantan buscando el voto y sueñan con eternizarse, se “creen indispensables”, que el pueblo no puede “vivir sin ellos”.

Si hablamos de los órganos electorales, tanto el Federal como el Estatal, son instituciones caras, encasilladas entre cuatro paredes. En ellas los representantes de partido discuten y gesticulan, pero las decisiones se cocinan y aprueban “entre cuates”. La nuestra es una democracia aparente; reclamante sí, rimbombante, de oropel y “apantallante”, pero nada más. La dirige una burocracia “dorada” bien protegida, bien comida, bien apoltronada, bien pagada. Son autónomos y devoran presupuesto. Se trata de señorones que solo plantean y no discuten —ya que para eso tienen consejeros—, despachan en las alturas físicas o alejados de la mancha urbana, saben que sus arreglos bien pueden llevarlos en el futuro a una magistratura o una notaría.

Cualquier ciencia del conocimiento humano inventa un lenguaje especializado, críptico e inentendible para fingir sabiduría y decirle “ignorante” a los demás y en el pasado hasta en latín se expresaban para que sus decisiones parecieran “divinas”. Eso es el derecho electoral actual, un mundo de leyes, conocimientos y discusiones. Quien domine su terminología, ya es un “iniciado” en sus misterios, sin que esto garantice que participe de las decisiones.

Esta práctica es una hermosa comedia de lo ideal, construida para salvaguardar los intereses de algunos poderosos, pero no hay de otra sopa, solo de esta. Por ello, el camino para llegar al poder se torna arduo, desgastante, burocrático a más no desear y por eso, quienes lo alcanzan, resarcen primero lo gastado y luego duplican lo invertido y si pueden, cumplen compromisos y si no, ni modo.

Los tlaxcaltecas, hasta el dos de junio de este año, viviremos campañas electorales y soñaremos que el nuestro es un país democrático, aunque solo sea un sinónimo, un apodo de concertación de intereses que le evita la fatiga a los electores para decidir “quiénes y por qué”. Creo que ahora entendemos el pensar de la Lupita de mi barrio, cuando dice, a lo menos, “cambiemos de ladrón”...


La democracia busca que el ciudadano elija a su autoridad. Lupita la de mi barrio, opina que dará su voto para que “pase a robar otro ladrón”, porque el actual traicionó las ilusiones del pueblo. Esa opinión mueve a la reflexión, los señores del poder no la ejercitan porque están dedicados a lo suyo. La ciudadanía vive en el desencanto, se sabe traicionada. Ahora, la rebatiña electoral está a todo furor; aquellos que se creen “predestinados” provocan reuniones, se promueven en las redes sociales y visitan a quienes consideran influyen en las decisiones, para que ellos “sean”. Ese es el panorama actual, en el que primero los partidos postulan y luego el ciudadano elige previas campañas, de gorras, camisetas, bolsas para el mandado, discursos, promesas y demás.

Nos esperan setenta y cinco días de abrazos y sonrisas; nos veremos inmersos en un diluvio de propuestas, que busca nuestro voto. Así se manifiestan los intereses políticos y económicos que, a todos los niveles, pretenderán “llegar al poder”. La historia nos dice que lo político es un campo despiadado de controversias, de intriga, de falsedades, ya sean pacíficas o violentas.

La ambición del poder deshumaniza y hace aflorar los odios. Quien lo pretende no se detiene ante nada ni ante nadie. En esta campaña que nos toca vivir a los mexicanos y tlaxcaltecas, cada pretendiente atiende su propio conflicto para ser nominado. Votaremos por diputados, munícipes y presidentes comunitarios, senadores, diputados federales y presidenciables. Estos últimos ya están en campaña.

A Lupita, la de San Onofre, no le importa la dirección de su voto, solo que otro sea el ratero. Lo ideal sería que nuestro voto se decidiera sin influencia de nadie y solo atendiendo la conveniencia comunal. Los que se van en agosto nunca entendieron que ellos eran la esperanza —salvo casos honrosos que no llegan a cinco—, pero ahora los oportunistas, acechan en la trinchera contraria, ambicionando “que el voto de castigo” les dé la oportunidad para el enriquecimiento.

Los que aspiran a diputaciones locales sueñan con los “moches” y los “embutes”, que llegarán solitos, cuando deban aprobar una ley impopular —como la que pretende transformar las carreteras estatales en vías de cuota— o iniciar una carrera fructífera en lo político.

Mi amiga Lupita lo ignora, pero en el país del antirreeleccionismo maderista ya regresamos a la reelección; los diputados hasta por cuatro veces y desvergonzados como son, se plantan buscando el voto y sueñan con eternizarse, se “creen indispensables”, que el pueblo no puede “vivir sin ellos”.

Si hablamos de los órganos electorales, tanto el Federal como el Estatal, son instituciones caras, encasilladas entre cuatro paredes. En ellas los representantes de partido discuten y gesticulan, pero las decisiones se cocinan y aprueban “entre cuates”. La nuestra es una democracia aparente; reclamante sí, rimbombante, de oropel y “apantallante”, pero nada más. La dirige una burocracia “dorada” bien protegida, bien comida, bien apoltronada, bien pagada. Son autónomos y devoran presupuesto. Se trata de señorones que solo plantean y no discuten —ya que para eso tienen consejeros—, despachan en las alturas físicas o alejados de la mancha urbana, saben que sus arreglos bien pueden llevarlos en el futuro a una magistratura o una notaría.

Cualquier ciencia del conocimiento humano inventa un lenguaje especializado, críptico e inentendible para fingir sabiduría y decirle “ignorante” a los demás y en el pasado hasta en latín se expresaban para que sus decisiones parecieran “divinas”. Eso es el derecho electoral actual, un mundo de leyes, conocimientos y discusiones. Quien domine su terminología, ya es un “iniciado” en sus misterios, sin que esto garantice que participe de las decisiones.

Esta práctica es una hermosa comedia de lo ideal, construida para salvaguardar los intereses de algunos poderosos, pero no hay de otra sopa, solo de esta. Por ello, el camino para llegar al poder se torna arduo, desgastante, burocrático a más no desear y por eso, quienes lo alcanzan, resarcen primero lo gastado y luego duplican lo invertido y si pueden, cumplen compromisos y si no, ni modo.

Los tlaxcaltecas, hasta el dos de junio de este año, viviremos campañas electorales y soñaremos que el nuestro es un país democrático, aunque solo sea un sinónimo, un apodo de concertación de intereses que le evita la fatiga a los electores para decidir “quiénes y por qué”. Creo que ahora entendemos el pensar de la Lupita de mi barrio, cuando dice, a lo menos, “cambiemos de ladrón”...