/ miércoles 30 de septiembre de 2020

Resiliencia | México, un país de desaparecidos

El pasado 26 de septiembre se cumplieron seis años de la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa. A esto se suman, en nuestro país, cientos de hogares que han sido destruidos al quitarles a sus seres queridos, dejándolos llenos de dolor, abandono, tristeza y pobreza.

Vivimos en un país en el que miles de familias sufren el dolor y la desesperación de no conocer el paradero de algún ser querido. Está documentado por diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos que muchas de esas personas han sido desaparecidas con la intervención directa o indirecta de agentes estatales, quienes han autorizado, colaborado o consentido la privación de la libertad y posteriormente, se han negado a reconocer la detención y a revelar la suerte o paradero de las víctimas.

Familias y amigos de las personas desaparecidas sufren una angustia mental lenta, ignorando si la víctima vive aún y, de ser así, dónde se encuentra recluida, en qué condiciones y cuál es su estado de salud.

Además, conscientes de que ellos también están amenazados, saben que pueden correr la misma suerte y que el mero hecho de indagar la verdad, tal vez les exponga a un peligro aún mayor.

A la angustia de los familiares por no saber lo que sucedió, se suma la frustración de ver que las autoridades encargadas de investigar no adoptan las medidas oportunas y exhaustivas para encontrar a las víctimas sino que, lejos de ello, las criminalizan y restan importancia a los hechos.

La Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada por la Asamblea General de la ONU el 20 de diciembre de 2006, establece que cuando, como parte de un ataque generalizado o sistemático dirigido a cualquier población civil, se cometa una desaparición forzada, ésta se calificará como un crimen contra la humanidad y, por tanto, no prescribirá, se dará a las familias de las víctimas el derecho a obtener reparación y a exigir la verdad sobre la desaparición de sus seres queridos.

Asimismo, la jurisprudencia de la Corte Interamericana señala que la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos humanos tanto de la víctima como de sus familiares, tales como el derecho a la libertad e integridad personal, a la vida, al reconocimiento de la personalidad jurídica, al acceso a la justicia, al recurso judicial efectivo, a la verdad, entre otros, por lo que se trata de una de las más graves y crueles formas de violación de derechos, sobre todo cuando forma parte de un patrón sistemático o práctica aplicada o tolerada por el Estado.

Tratándose de violaciones de derechos humanos, la mayoría de las víctimas son principalmente personas de escasos recursos; por tanto, el problema tiende a invisibilizarse y normalizarse bajo la etiqueta de los ajustes de cuentas entre grupos criminales.

Sin embargo, cuando minimizamos la situación, abonamos al sufrimiento de las familias que buscan a sus desaparecidos; en cierta forma, nos deshumanizamos por la indiferencia ante tal crimen.

La falta de esclarecimiento de los hechos, la impunidad que generalmente acompaña a estos casos y la falta de un reconocimiento incuestionable respecto de la dimensión del problema constituye formas de revictimización continua para los familiares y, en ese sentido, se enfrentan por años a un verdadero infierno.

Es urgente que como sociedad reconozcamos la magnitud de las circunstancias. Debe ser una prioridad nacional establecer los protocolos de búsqueda e investigación aplicables a las desapariciones, y conocer el paradero de las personas que han sido víctimas de este delito, juzgar a los responsables y garantizar el derecho a la verdad y a la reparación.

Es momento de decir ¡basta!, México no puede seguir siendo un país de desaparecidos.

El pasado 26 de septiembre se cumplieron seis años de la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa. A esto se suman, en nuestro país, cientos de hogares que han sido destruidos al quitarles a sus seres queridos, dejándolos llenos de dolor, abandono, tristeza y pobreza.

Vivimos en un país en el que miles de familias sufren el dolor y la desesperación de no conocer el paradero de algún ser querido. Está documentado por diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos que muchas de esas personas han sido desaparecidas con la intervención directa o indirecta de agentes estatales, quienes han autorizado, colaborado o consentido la privación de la libertad y posteriormente, se han negado a reconocer la detención y a revelar la suerte o paradero de las víctimas.

Familias y amigos de las personas desaparecidas sufren una angustia mental lenta, ignorando si la víctima vive aún y, de ser así, dónde se encuentra recluida, en qué condiciones y cuál es su estado de salud.

Además, conscientes de que ellos también están amenazados, saben que pueden correr la misma suerte y que el mero hecho de indagar la verdad, tal vez les exponga a un peligro aún mayor.

A la angustia de los familiares por no saber lo que sucedió, se suma la frustración de ver que las autoridades encargadas de investigar no adoptan las medidas oportunas y exhaustivas para encontrar a las víctimas sino que, lejos de ello, las criminalizan y restan importancia a los hechos.

La Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada por la Asamblea General de la ONU el 20 de diciembre de 2006, establece que cuando, como parte de un ataque generalizado o sistemático dirigido a cualquier población civil, se cometa una desaparición forzada, ésta se calificará como un crimen contra la humanidad y, por tanto, no prescribirá, se dará a las familias de las víctimas el derecho a obtener reparación y a exigir la verdad sobre la desaparición de sus seres queridos.

Asimismo, la jurisprudencia de la Corte Interamericana señala que la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos humanos tanto de la víctima como de sus familiares, tales como el derecho a la libertad e integridad personal, a la vida, al reconocimiento de la personalidad jurídica, al acceso a la justicia, al recurso judicial efectivo, a la verdad, entre otros, por lo que se trata de una de las más graves y crueles formas de violación de derechos, sobre todo cuando forma parte de un patrón sistemático o práctica aplicada o tolerada por el Estado.

Tratándose de violaciones de derechos humanos, la mayoría de las víctimas son principalmente personas de escasos recursos; por tanto, el problema tiende a invisibilizarse y normalizarse bajo la etiqueta de los ajustes de cuentas entre grupos criminales.

Sin embargo, cuando minimizamos la situación, abonamos al sufrimiento de las familias que buscan a sus desaparecidos; en cierta forma, nos deshumanizamos por la indiferencia ante tal crimen.

La falta de esclarecimiento de los hechos, la impunidad que generalmente acompaña a estos casos y la falta de un reconocimiento incuestionable respecto de la dimensión del problema constituye formas de revictimización continua para los familiares y, en ese sentido, se enfrentan por años a un verdadero infierno.

Es urgente que como sociedad reconozcamos la magnitud de las circunstancias. Debe ser una prioridad nacional establecer los protocolos de búsqueda e investigación aplicables a las desapariciones, y conocer el paradero de las personas que han sido víctimas de este delito, juzgar a los responsables y garantizar el derecho a la verdad y a la reparación.

Es momento de decir ¡basta!, México no puede seguir siendo un país de desaparecidos.