/ lunes 23 de enero de 2023

Brutal injusticia

“Con una audiencia maquillada y un acuerdo pactado, hoy mi agresor ha quedado libre”; escribió el sábado 21 de enero María Elena Ríos al escuchar con impotencia y dolor que el juez Teódulo Pacheco otorgaba prisión domiciliaria a Juan Antonio Vera Carrizal, su ex pareja, ex diputado local y victimario. El juzgador aceptó como válidas pruebas -a juicio de la víctima- “falsas y sin metodología”, declaró al acusado “enfermo” y le abrió las puertas de la cárcel para que volviera a respirar dentro de su casa.

Es tan culpable el prepotente ese que el mismo día que fue desvergonzadamente enviado a su casa, la Fiscalía General del Estado de Oaxaca subió un tuit a través del cual ofrece recompensa de un millón de pesos a quien lleve a la localización de Juan Antonio Vera Hernández, hijo de Vera Carrizal como probable responsable de feminicidio en grado de tentativa. La fruta nunca cae lejos del árbol.

La joven saxofonista oaxaqueña cuya cara, cuerpo y alma quedaron marcados para siempre en 2019 cuando el ego de Juan Antonio Vera Carrizal no pudo soportar las palabras: ya no quiero estar contigo, cuando su machismo respondió: si me dejas te mato, cuando su prepotencia y seguridad de poder e impunidad le impelió a idear, planear y ejecutar a través de dos sicarios una ataque cobarde, brutal y de daño permanente, convenciéndose a sí mismo que el castigo que María Elena debía pagar por ser libre era ser atacada con ácido, escribió con contundencia en tuiter: “si me mata, quémenlo todo”.

La violencia ácida, como advierte la Comisión Para Prevenir la Discriminación (CONAPRED), tienen una altísima carga simbólica pues el 80% son contra mujeres y el 90% ejecutadas por hombres a quienes la víctima conocía o que tenía una relación con ella; las agresiones son marca, firma ardiente, de la posesión.

En México, apenas el 18 de octubre de 2022 se publicó el Decreto que Considera Los Ataques Con Ácido o Sustancias Corrosivas como Violencia Física contra las mujeres y que reforma la fracción II del artículo 6 de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, el cual entró en vigor el miércoles 19 de octubre. Establece que por este delito se impondrán de 7 a 13 años de prisión y que la pena aumentará a 21,6 años si existe o haya existido entre el agresor y la víctima una relación de parentesco, sentimental, afectiva, laboral o de confianza.

Pero los esfuerzos legislativos fueron oír caer agua en la cabeza del juez Pacheco. Cada palabra que pronunció fue un monumento a la impunidad y una burla no solo para María Elena, sino para cada una de las más de 670 mil mujeres víctimas de lesiones y homicidio doloso así como de feminicidios consumados o en grado de tentativa de los últimos ocho años, de las once familias al día que ven asesinadas a sus mujeres a manos del mal encarnado; cada palabra un clavo en el ataúd que la justicia significa para la mayoría de las personas que sufren delitos en México, situación especialmente grave para las mujeres.

En este ensangrentado y lastimado país, el 95% de las agresiones contra mujeres quedan impunes, solo 2 de cada 100 denuncias de violencia de género termina en sentencia y gracias a ministerios públicos, fiscalías y jueces corruptos, o al menos incompetentes, la desconfianza en la procuración e impartición de justicia es tal que solo 1 de cada 10 víctimas se atreven a denunciar.

Las valientes que denuncian, como María Elena, enfrentan el machismo, las componendas, la fraternidad delincuencial en jueces como Teódulo Pacheco, cuyo nombre debemos recordar siempre como el del hombre que despedazó la esperanza de que “quien la haga la pague”, como quien legalizó la justificación del despecho patriarcal, quien encontró argumentos legaloides para justificar el odio contra las mujeres.

La legitimada fuerza social de la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por la notoriedad del caso y que la autoridad le haya quitado medidas de protección a María Elena en la CDMX, debiera alcanzar al menos para un exhorto al poder judicial de Oaxaca para que se supervise y sancione al juez Pacheco, si no para la atracción del caso. La soberanía estatal no puede, no debe, ser sinónimo de impunidad ante esta brutal injusticia.

“Con una audiencia maquillada y un acuerdo pactado, hoy mi agresor ha quedado libre”; escribió el sábado 21 de enero María Elena Ríos al escuchar con impotencia y dolor que el juez Teódulo Pacheco otorgaba prisión domiciliaria a Juan Antonio Vera Carrizal, su ex pareja, ex diputado local y victimario. El juzgador aceptó como válidas pruebas -a juicio de la víctima- “falsas y sin metodología”, declaró al acusado “enfermo” y le abrió las puertas de la cárcel para que volviera a respirar dentro de su casa.

Es tan culpable el prepotente ese que el mismo día que fue desvergonzadamente enviado a su casa, la Fiscalía General del Estado de Oaxaca subió un tuit a través del cual ofrece recompensa de un millón de pesos a quien lleve a la localización de Juan Antonio Vera Hernández, hijo de Vera Carrizal como probable responsable de feminicidio en grado de tentativa. La fruta nunca cae lejos del árbol.

La joven saxofonista oaxaqueña cuya cara, cuerpo y alma quedaron marcados para siempre en 2019 cuando el ego de Juan Antonio Vera Carrizal no pudo soportar las palabras: ya no quiero estar contigo, cuando su machismo respondió: si me dejas te mato, cuando su prepotencia y seguridad de poder e impunidad le impelió a idear, planear y ejecutar a través de dos sicarios una ataque cobarde, brutal y de daño permanente, convenciéndose a sí mismo que el castigo que María Elena debía pagar por ser libre era ser atacada con ácido, escribió con contundencia en tuiter: “si me mata, quémenlo todo”.

La violencia ácida, como advierte la Comisión Para Prevenir la Discriminación (CONAPRED), tienen una altísima carga simbólica pues el 80% son contra mujeres y el 90% ejecutadas por hombres a quienes la víctima conocía o que tenía una relación con ella; las agresiones son marca, firma ardiente, de la posesión.

En México, apenas el 18 de octubre de 2022 se publicó el Decreto que Considera Los Ataques Con Ácido o Sustancias Corrosivas como Violencia Física contra las mujeres y que reforma la fracción II del artículo 6 de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, el cual entró en vigor el miércoles 19 de octubre. Establece que por este delito se impondrán de 7 a 13 años de prisión y que la pena aumentará a 21,6 años si existe o haya existido entre el agresor y la víctima una relación de parentesco, sentimental, afectiva, laboral o de confianza.

Pero los esfuerzos legislativos fueron oír caer agua en la cabeza del juez Pacheco. Cada palabra que pronunció fue un monumento a la impunidad y una burla no solo para María Elena, sino para cada una de las más de 670 mil mujeres víctimas de lesiones y homicidio doloso así como de feminicidios consumados o en grado de tentativa de los últimos ocho años, de las once familias al día que ven asesinadas a sus mujeres a manos del mal encarnado; cada palabra un clavo en el ataúd que la justicia significa para la mayoría de las personas que sufren delitos en México, situación especialmente grave para las mujeres.

En este ensangrentado y lastimado país, el 95% de las agresiones contra mujeres quedan impunes, solo 2 de cada 100 denuncias de violencia de género termina en sentencia y gracias a ministerios públicos, fiscalías y jueces corruptos, o al menos incompetentes, la desconfianza en la procuración e impartición de justicia es tal que solo 1 de cada 10 víctimas se atreven a denunciar.

Las valientes que denuncian, como María Elena, enfrentan el machismo, las componendas, la fraternidad delincuencial en jueces como Teódulo Pacheco, cuyo nombre debemos recordar siempre como el del hombre que despedazó la esperanza de que “quien la haga la pague”, como quien legalizó la justificación del despecho patriarcal, quien encontró argumentos legaloides para justificar el odio contra las mujeres.

La legitimada fuerza social de la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por la notoriedad del caso y que la autoridad le haya quitado medidas de protección a María Elena en la CDMX, debiera alcanzar al menos para un exhorto al poder judicial de Oaxaca para que se supervise y sancione al juez Pacheco, si no para la atracción del caso. La soberanía estatal no puede, no debe, ser sinónimo de impunidad ante esta brutal injusticia.