/ lunes 19 de febrero de 2024

Ley Malena

La piel se cae a pedazos, la necrosis es casi inmediata, no se sabe qué parte del cuerpo duele más, el tormento no parece terminar, la destrucción de la piel, ojos y tejidos que el ácido toca es brutal y es irreversible; pero la destrucción no sólo es del cuerpo, es sin duda, una herida profunda del alma.

La víctima nunca estará preparada, a nadie medianamente decente le puede parecer posible una violencia de tal crueldad, pero sucede y sucede más veces de las que podemos imaginar, según algunos cálculos, alrededor de mil 500 personas en el mundo cada año; 80 de 100, son mujeres.

La corrosión de la piel, el desfiguro permanente pasa cuando cae ácido en la piel, pasa cuando un macho decide confirmar su poder sobre una mujer, esa que asume como su propiedad, pasa cuando se rompe el límite del respeto a la dignidad humana, pasa para borrar la cara, la sonrisa, la belleza de ella, la que no quiere ya estar con él, pasa cuando se llega a la barbarie con tal de hacer realidad “eres mía o de nadie”.

La violencia ácida siempre tiene como objetivo evidenciar el daño, “dejar la huella” del violentador para siempre a través de cicatrices, dolor y humillación. Cuando la víctima sobrevive y se ve al espejo, no se reconoce, sabe que es ella pero a partir de entonces debe luchar por alguien que parece ajeno, que nunca ha visto. La vida, imagen y tranquilidad anterior son irrecuperables.

La inmensa mayoría de quienes han sido víctimas de violencia ácida fueron revictimizadas en los ministerios públicos; se les culpa a ellas de “provocar” su propio ataque, y, cuando los casos proceden, normalmente se tipifican como “lesiones”. No consideran ningún elemento que sí configuran el delito de feminicidio como la relación sentimental o la disparidad de poder, por poner dos ejemplos.

Hace 18 años a Elisa Xolalpa su pareja la persiguió, ató a un árbol y roció con ácido. La delegación Xochimilco “extravió” el expediente y el hecho quedó impune. Casi dos décadas después su violentador la encontró y amenazó: si no te maté antes, lo haré ahora. Fue sentenciado por un juez hombre a cinco años de cárcel por violencia familiar pero una magistrada del tribunal de la CDMX, juzgando como marca la Constitución, con perspectiva de género, Celia Marín Sazaki, aumentó la pena a siete años para evitar que el delincuente siguiera el proceso en libertad y exigió que se encontrara el expediente anterior, el que milagrosamente apareció. Seguirá la lucha por la justicia. Elisa no se rendirá y Celia tampoco.

En noviembre de 2018, Ana Elena Saldaña fue atacada con ácido sufriendo quemaduras de tercer grado y daño permanente en la cara, además de perder la vista de su ojo derecho. Hoy está fuera del país y su caso sigue impune.

A la luz del muy visible y famoso caso de la saxofonista María Elena Ríos, víctima en 2019 de violencia ácida, revictimizada por las autoridades y el sistema de salud de su natal Oaxaca, activistas de todo el país exigieron con toda justicia la tipificación de este delito. Su voz trasciende. Hoy Juan Vera Carrizal, su agresor, está en la cárcel y las y los diputados están respondiendo.

El Congreso de la CDMX recién aprobó la iniciativa y, hoy, la Ley Malena en honor a María Elena Ríos, es realidad. Esta reforma contempla cualquier ataque con sustancias químicas que ocurran en la Ciudad de México, se obliga a cuantificar el número de casos, a establecer un protocolo de atención, a castigar con hasta 40 años de cárcel considerando agravantes como si existe una relación de pareja, una relación de derecho o si hubo una relación de poder. Además, los culpables deben costear los tratamientos de recuperación.

“Si una sobrevive, no queda más que ser fuerte; las cicatrices son mi impulso por obtener justicia”, dice Malena. Por ellas, todos los congresos estatales deben tipificar la violencia ácida y equipararla a feminicidio en grado de tentativa. La Ley Malena es una deuda con las víctimas. Tlaxcala y la mayoría de los estados aún están en deuda. ¿Para cuándo, diputados?



La piel se cae a pedazos, la necrosis es casi inmediata, no se sabe qué parte del cuerpo duele más, el tormento no parece terminar, la destrucción de la piel, ojos y tejidos que el ácido toca es brutal y es irreversible; pero la destrucción no sólo es del cuerpo, es sin duda, una herida profunda del alma.

La víctima nunca estará preparada, a nadie medianamente decente le puede parecer posible una violencia de tal crueldad, pero sucede y sucede más veces de las que podemos imaginar, según algunos cálculos, alrededor de mil 500 personas en el mundo cada año; 80 de 100, son mujeres.

La corrosión de la piel, el desfiguro permanente pasa cuando cae ácido en la piel, pasa cuando un macho decide confirmar su poder sobre una mujer, esa que asume como su propiedad, pasa cuando se rompe el límite del respeto a la dignidad humana, pasa para borrar la cara, la sonrisa, la belleza de ella, la que no quiere ya estar con él, pasa cuando se llega a la barbarie con tal de hacer realidad “eres mía o de nadie”.

La violencia ácida siempre tiene como objetivo evidenciar el daño, “dejar la huella” del violentador para siempre a través de cicatrices, dolor y humillación. Cuando la víctima sobrevive y se ve al espejo, no se reconoce, sabe que es ella pero a partir de entonces debe luchar por alguien que parece ajeno, que nunca ha visto. La vida, imagen y tranquilidad anterior son irrecuperables.

La inmensa mayoría de quienes han sido víctimas de violencia ácida fueron revictimizadas en los ministerios públicos; se les culpa a ellas de “provocar” su propio ataque, y, cuando los casos proceden, normalmente se tipifican como “lesiones”. No consideran ningún elemento que sí configuran el delito de feminicidio como la relación sentimental o la disparidad de poder, por poner dos ejemplos.

Hace 18 años a Elisa Xolalpa su pareja la persiguió, ató a un árbol y roció con ácido. La delegación Xochimilco “extravió” el expediente y el hecho quedó impune. Casi dos décadas después su violentador la encontró y amenazó: si no te maté antes, lo haré ahora. Fue sentenciado por un juez hombre a cinco años de cárcel por violencia familiar pero una magistrada del tribunal de la CDMX, juzgando como marca la Constitución, con perspectiva de género, Celia Marín Sazaki, aumentó la pena a siete años para evitar que el delincuente siguiera el proceso en libertad y exigió que se encontrara el expediente anterior, el que milagrosamente apareció. Seguirá la lucha por la justicia. Elisa no se rendirá y Celia tampoco.

En noviembre de 2018, Ana Elena Saldaña fue atacada con ácido sufriendo quemaduras de tercer grado y daño permanente en la cara, además de perder la vista de su ojo derecho. Hoy está fuera del país y su caso sigue impune.

A la luz del muy visible y famoso caso de la saxofonista María Elena Ríos, víctima en 2019 de violencia ácida, revictimizada por las autoridades y el sistema de salud de su natal Oaxaca, activistas de todo el país exigieron con toda justicia la tipificación de este delito. Su voz trasciende. Hoy Juan Vera Carrizal, su agresor, está en la cárcel y las y los diputados están respondiendo.

El Congreso de la CDMX recién aprobó la iniciativa y, hoy, la Ley Malena en honor a María Elena Ríos, es realidad. Esta reforma contempla cualquier ataque con sustancias químicas que ocurran en la Ciudad de México, se obliga a cuantificar el número de casos, a establecer un protocolo de atención, a castigar con hasta 40 años de cárcel considerando agravantes como si existe una relación de pareja, una relación de derecho o si hubo una relación de poder. Además, los culpables deben costear los tratamientos de recuperación.

“Si una sobrevive, no queda más que ser fuerte; las cicatrices son mi impulso por obtener justicia”, dice Malena. Por ellas, todos los congresos estatales deben tipificar la violencia ácida y equipararla a feminicidio en grado de tentativa. La Ley Malena es una deuda con las víctimas. Tlaxcala y la mayoría de los estados aún están en deuda. ¿Para cuándo, diputados?