En San Juan Ixtenco mucho se ha hablado de que, tras sepultar a un otomí, sobre una tumba a flor de tierra, colocaban una cruz de troncos que las familias cortaban en la montaña la Malinche.
Desde entonces, visitar el viejo panteón que data de hace más de 400 años era conocer el campo santo de las cruces de madera, único en su género en México.
De sabino o encino (árboles con mayor dureza), eran seleccionados por los indígenas asentados desde hace mil 200 años; todos parecidos a la cruz.
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Todavía cronistas como el extinto Desiderio Hernández Xochiotiotzin, retomaron en sus crónicas, la misma forma de recordar a sus muertos, incluso, hasta después del inicio del nuevo milenio.
Y cuando llegó el torno y metal, las cruces eran decoradas como obras de arte, con relieves de la virgen de Guadalupe, el sagrado corazón de Jesús y la Sagrada Familia, aunque no tardaron mucho.
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No obstante que el pueblo luchó para evitar que desaparecieran sus tradiciones, vino la creatividad del hombre y cambió la madera por el fierro.
Todo esto, a pesar de que la montaña Malinche es y sigue siendo el principal proveedor de recursos naturales y servicios como el oxígeno al hombre.
En medio de la desorganización de las autoridades municipales en Ixtenco, encabezadas por Renato Sánchez, por fin fue abierto el panteón después de dos años en ese lugar.
Y desde la época prehispánica el culto a los muertos prevalece, renaciendo en cada inicio del mes de noviembre.
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LEYENDA DE POLICARPO CRISTÓBAL
Durante el uno de noviembre fue muy comentada la leyenda del otomí Policarpo Cristóbal.
El profesor Nicolás Tlalis Solís originario de Ixtenco, lo hizo con santo y seña.
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Esta es la forma de continuar el rito prehispánico cuando llega el Día de Muertos y de los Fieles Difuntos.
Cuenta la leyenda que antes de que llegaran los españoles a México, Policarpo Cristóbal, un campesino otomí, que se dedicaba a la producción de maíz nativo y extraía madera de la Malinche, para la cocción de alimentos que preparaba su esposa Juanita para él y sus tres hijos, falleció en forma misteriosa.
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Luego, al llegar el Día de Muertos, ante el dolor que sentía por la partida de su esposa, dijo a sus hijos que no colocaría nunca más, la ofrenda en recuerdo de su mujer.
Si ustedes quieren hacerlo pongan un metate y un metlapil en la mesa, advirtió a sus hijos.
Luego, perturbado se fue a la montaña por leña, pero antes del anochecer le cayó una rama de un árbol que lo inmovilizó durante toda la noche.
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Entonces, ya en completa oscuridad, observó que las ánimas volaban hasta la Malinche, cargados de mole, pan, tortillas de maíz y canastos para comer arriba.
Incluso, miró que su esposa Juanita ascendía, pero sin comida; iba en vuelo lento, con un pesado metate y el metlapil.
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Después de ser un espectador de la escena nocturna, mientras todos en el pueblo dormían, se arrepintió y lloró, por haber dejado a sus hijos solos.
Fue hasta el día siguiente que un leñador lo vio atrapado y de inmediato lo liberó, le contó lo sucedido y volvió con sus hijos a su pueblo.
Es entonces que, quienes en el pueblo otomí conocen la leyenda, se aferran a seguir las tradiciones y el culto a sus muertos.
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Policarpo Cristóbal prometió a sus hijos que, mientras viviera, pondría la ofrenda para el regreso de las almas visitantes en el Día de Muertos.
Por eso, ahora en Ixtenco elaboran monumentales ofrendas para esperar a los niños que murieron sin bautismo y con bautismo, a las almas fieles y accidentadas.
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