/ domingo 8 de octubre de 2023

¡498!

¡Antes de que México fuera, Tlaxcala ya existía…! el invasor peninsular topó con ella pretendiendo llegar a Tenochtitlan. ¡Tlaxcala, pueblo por siempre valeroso!… enemigo ancestral de los aztecas que imperialistas se afanaban por dominar a Mesoamérica.

¿Desde cuándo es Tlaxcala entonces?, en la memoria del historiador ¡desde siempre! Tierra singular enclavada en el ombligo de la patria mexicana. Criadero de guerreros de leyenda, como Tlahuicole.

En esta parte de América, fueron varios los pueblos nunca dominados: Tlaxcala, Michoacán, la “gente nube” en Oaxaca. Los aztecas ejercitaban sus fuerzas guerreras contra Tlaxcala, por ello, el pasado fue de guerras continuas contra Cholula y Huejotzingo.

La alianza con los hispanos resultó en un triunfo y la supremacía histórica, de tal manera que mientras los demás pueblos después de la derrota de Tenochtitlan fueron esclavizados, sometidos, aplastados, condenados al infortunio y a la desgracia histórica durante siglos, Tlaxcala aliada mergió triunfante.

Privilegiada por los reyes ultramarinos y respetada en su gobierno, costumbres y tradiciones. Este martes tres de octubre −dicen los enterados− se cumplieron 498 años de su fundación. Aunque las noticias de cuando se estableció en la región, no es noticia cierta. Pero se sabe que hace casi quinientos años la fundaron; en ese lapso, mucha agua rodó por sus valles y enormes parvadas de garzas anidaron en el área lacustre de Acuitlapilco.

Varias generaciones sembraron sus sueños y procrearon amores; generaciones descollantes que han discurrido, persistido e imaginado para que Tlaxcala llegara a ser lo que es. Decía Tulio Hernández, “nuestra madre Tlaxcala”; pero para sentir como propio a este bastión de México, no basta con haber nacido en él, además hay que vivirlo, comerlo, beberlo, caminarlo y hasta sufrirlo y llorarlo; solo así sabremos que estamos hechos del barro de este suelo; siendo nosotros un producto de su cultura y de sus circunstancias; saboreando quelites de la tierra y su salsa de molcajete; los huazontles con queso y capeados; la torta de haba y sus nopales; las tlatlapas de frijol tostado; los acociles, sus tiernos elotes, esquites y huitlacoches; los hongos xoletes del monte, aderezados con tequesquite de las rezumantes llanuras de El Carmen; el maíz en sus tortillas de Altzayanca, con sus gusanos rojos obsequio del cielo y del maguey cuando los cielos truenan; sus frijolitos amanegua con tiernas calabazas, que son dulces como besos de novia provinciana y melosos como miel de mezontete.

Para adorar a este girón de México hay que sentirlo en la sangre. Para saborear Tlaxcala y decirse de esta tierra, hay que beber el agua de los manantiales del peñón allá donde nace el Zahuapan; la frescura líquida de las cuevas de Apetatitlán. De los manantiales de Zacatelco y la que brota en los frescos manantiales de Apizaquito; la bebida de cacao con su toque de maíz y de picante en Zacatelco y por supuesto, la fresca fragancia del pulque del manzo maguey de Alpotzonga y Nanacamilpa. Pero, sobre todo, mirando al cielo, de sus lluvias beber el agua de sus nubes. Esas que cuando chocan con el macizo montañoso y se vertebran en arroyos subterráneos.

Para llamarse tlaxcalteca, hay que conocer sus veredas sus campos y sus bosques –esos que las autopistas no han alcanzado a embarrar de chapopote. Porque aún quedan rastros de los caminos de herradura que los arrieros y recuas trazaron en su ir y venir por esta patria nuestra, con las pezuñas de sus bestias y sus huaraches; esos caminos que solo los lugareños saben.

Pueblo que se dibujó a sí mismo en un vívido mapa que desde el cielo se percibe. Tlaxcala hacia los cuatro horizontes placer que solo conoce quien ha escalado la cumbre montañosa y sabe lo interminable del espectáculo, en donde ojos faltan para guardar en la memoria tanta grandiosidad, que abajo se encuentra con lo inacabable y arriba con lo eterno.

Escalar la cumbre es privilegio de unos cuántos; respirar la húmeda atmósfera y la alfombra lamosa de sus bosques en donde lo pétreo inicia, los teporingos vagan y los pastizales predominan; al escalar, la “chichita” se mira muy alta pero después, a nuestros pies se postra.

Allá donde el esfuerzo y la respiración se agitan, para llegar arriba y saludar al cielo; pero después, contemplando el infinito, nuestra madre Tlaxcala se queda a nuestros pies y más hermosa se antoja esta patria nuestra; y desde aquella torre del asombro, lo pequeño se agiganta y los pecados y defectos se perdonan ante su gigantesca y hermosa grandiosidad. ¡cuatrocientos noventa y ocho años, feliz aniversario para esta tierra nuestra!

Para adorar a este girón de México hay que sentirlo en la sangre. Para saborear Tlaxcala y decirse de esta tierra, hay que beber el agua de los manantiales del peñón allá donde nace el Zahuapan; la frescura líquida de las cuevas de Apetatitlán. De los manantiales de Zacatelco y la que brota en los frescos manantiales de Apizaquito; la bebida de cacao con su toque de maíz y de picante en Zacatelco y por supuesto, la fresca fragancia del pulque del manzo maguey de Alpotzonga y Nanacamilpa. Pero, sobre todo, mirando al cielo, de sus lluvias beber el agua de sus nubes. Esas que cuando chocan con el macizo montañoso y se vertebran en arroyos subterráneos.

¡Antes de que México fuera, Tlaxcala ya existía…! el invasor peninsular topó con ella pretendiendo llegar a Tenochtitlan. ¡Tlaxcala, pueblo por siempre valeroso!… enemigo ancestral de los aztecas que imperialistas se afanaban por dominar a Mesoamérica.

¿Desde cuándo es Tlaxcala entonces?, en la memoria del historiador ¡desde siempre! Tierra singular enclavada en el ombligo de la patria mexicana. Criadero de guerreros de leyenda, como Tlahuicole.

En esta parte de América, fueron varios los pueblos nunca dominados: Tlaxcala, Michoacán, la “gente nube” en Oaxaca. Los aztecas ejercitaban sus fuerzas guerreras contra Tlaxcala, por ello, el pasado fue de guerras continuas contra Cholula y Huejotzingo.

La alianza con los hispanos resultó en un triunfo y la supremacía histórica, de tal manera que mientras los demás pueblos después de la derrota de Tenochtitlan fueron esclavizados, sometidos, aplastados, condenados al infortunio y a la desgracia histórica durante siglos, Tlaxcala aliada mergió triunfante.

Privilegiada por los reyes ultramarinos y respetada en su gobierno, costumbres y tradiciones. Este martes tres de octubre −dicen los enterados− se cumplieron 498 años de su fundación. Aunque las noticias de cuando se estableció en la región, no es noticia cierta. Pero se sabe que hace casi quinientos años la fundaron; en ese lapso, mucha agua rodó por sus valles y enormes parvadas de garzas anidaron en el área lacustre de Acuitlapilco.

Varias generaciones sembraron sus sueños y procrearon amores; generaciones descollantes que han discurrido, persistido e imaginado para que Tlaxcala llegara a ser lo que es. Decía Tulio Hernández, “nuestra madre Tlaxcala”; pero para sentir como propio a este bastión de México, no basta con haber nacido en él, además hay que vivirlo, comerlo, beberlo, caminarlo y hasta sufrirlo y llorarlo; solo así sabremos que estamos hechos del barro de este suelo; siendo nosotros un producto de su cultura y de sus circunstancias; saboreando quelites de la tierra y su salsa de molcajete; los huazontles con queso y capeados; la torta de haba y sus nopales; las tlatlapas de frijol tostado; los acociles, sus tiernos elotes, esquites y huitlacoches; los hongos xoletes del monte, aderezados con tequesquite de las rezumantes llanuras de El Carmen; el maíz en sus tortillas de Altzayanca, con sus gusanos rojos obsequio del cielo y del maguey cuando los cielos truenan; sus frijolitos amanegua con tiernas calabazas, que son dulces como besos de novia provinciana y melosos como miel de mezontete.

Para adorar a este girón de México hay que sentirlo en la sangre. Para saborear Tlaxcala y decirse de esta tierra, hay que beber el agua de los manantiales del peñón allá donde nace el Zahuapan; la frescura líquida de las cuevas de Apetatitlán. De los manantiales de Zacatelco y la que brota en los frescos manantiales de Apizaquito; la bebida de cacao con su toque de maíz y de picante en Zacatelco y por supuesto, la fresca fragancia del pulque del manzo maguey de Alpotzonga y Nanacamilpa. Pero, sobre todo, mirando al cielo, de sus lluvias beber el agua de sus nubes. Esas que cuando chocan con el macizo montañoso y se vertebran en arroyos subterráneos.

Para llamarse tlaxcalteca, hay que conocer sus veredas sus campos y sus bosques –esos que las autopistas no han alcanzado a embarrar de chapopote. Porque aún quedan rastros de los caminos de herradura que los arrieros y recuas trazaron en su ir y venir por esta patria nuestra, con las pezuñas de sus bestias y sus huaraches; esos caminos que solo los lugareños saben.

Pueblo que se dibujó a sí mismo en un vívido mapa que desde el cielo se percibe. Tlaxcala hacia los cuatro horizontes placer que solo conoce quien ha escalado la cumbre montañosa y sabe lo interminable del espectáculo, en donde ojos faltan para guardar en la memoria tanta grandiosidad, que abajo se encuentra con lo inacabable y arriba con lo eterno.

Escalar la cumbre es privilegio de unos cuántos; respirar la húmeda atmósfera y la alfombra lamosa de sus bosques en donde lo pétreo inicia, los teporingos vagan y los pastizales predominan; al escalar, la “chichita” se mira muy alta pero después, a nuestros pies se postra.

Allá donde el esfuerzo y la respiración se agitan, para llegar arriba y saludar al cielo; pero después, contemplando el infinito, nuestra madre Tlaxcala se queda a nuestros pies y más hermosa se antoja esta patria nuestra; y desde aquella torre del asombro, lo pequeño se agiganta y los pecados y defectos se perdonan ante su gigantesca y hermosa grandiosidad. ¡cuatrocientos noventa y ocho años, feliz aniversario para esta tierra nuestra!

Para adorar a este girón de México hay que sentirlo en la sangre. Para saborear Tlaxcala y decirse de esta tierra, hay que beber el agua de los manantiales del peñón allá donde nace el Zahuapan; la frescura líquida de las cuevas de Apetatitlán. De los manantiales de Zacatelco y la que brota en los frescos manantiales de Apizaquito; la bebida de cacao con su toque de maíz y de picante en Zacatelco y por supuesto, la fresca fragancia del pulque del manzo maguey de Alpotzonga y Nanacamilpa. Pero, sobre todo, mirando al cielo, de sus lluvias beber el agua de sus nubes. Esas que cuando chocan con el macizo montañoso y se vertebran en arroyos subterráneos.