/ viernes 5 de noviembre de 2021

¡No se han ido…!

No se han ido ni se irán, porque pueblan el corazón y la memoria. Somos identidad. Los que se fueron de esta vida adelantaron las veredas del "Mictlán". Siguieron las sendas sin retorno que todos deberemos. Llegaron el uno, se fueron el dos, se perdieron entre nubes de incienso y oraciones.

Pero no se "fueron" y tampoco "llegaron", porque ellos nunca se ausentan de nuestro sentimiento. Llenan la vida nuestra con aquellos sus actos, sus palabras, sus hechos que ahora son recuerdos estables en la mente. Un tiempo fueron lágrimas, ahora son recuerdo que a veces "cala".

¿Quién no ha vivido sus congojas? El cielo es de alas, el mar de olas y el hombre de lágrimas, canta Sabines. El problema vital de la existencia humana es nuestra "finitud", la inevitable "raya" de la que nadie escapa. La verdad que más pesa en este mundo es, que nuestros despojos habrán de retornar a las entrañas de la madre tierra y quizás nuestro espíritu se eleve a remotas dimensiones desconocidas pero que intuimos.

Esos "niveles" que no ubicamos parecieran "rendijas" por donde a veces "asoman" quienes ahí moran para la eternidad.

Ocasionales sensaciones percibimos que un "algo" o "alguien" que se "apersona" en nuestra vida. Fruto tal vez de una posible percepción extraordinaria. "Señales" quizás de quienes no se ausentan porque aquí están.

Mueren las plantas, los animales y nosotros, pero—ufanos que somos—solo la muerte humana importa y mucho más si se trata de la "mía" o de "mis seres amados". Libres seremos entonces. Habremos roto finalmente las amarras de toda vanidad.

Desde la multiplicidad social nos convertiremos en individualidad espiritual. Nos lanzaremos sin paracaídas ni temor al abismo sin fondo de la nada.

El festejo por la "vuelta" de los que "ya no están" es tan viejo como la historia humana, las generaciones pasadas fungen "auspicios" que desde allá nos "gritan" tal vez sus inquietudes y preocupaciones que aquí dejaron al cesar en sus vitalidades.

Suma de pensamientos, intenciones, recuerdos, potencias mentales de los que han vivido y se fueron, quizás radiquen en alguna ignota dimensión y se visibilizan cuando plazca.

Los babilonios, fenicios, griegos y romanos tenían por dioses domésticos a sus difuntos familiares, en plegarias les entregaban tributo y homenaje.

El jefe de familia encabezaba el rito doméstico. Simbólicas estatuillas eran el devocionario al pie del cual el "fuego sagrado" eternamente ardía. Los homenajeaban con el banquete sagrado.

"Comer en su compañía", invocándolos, acompañándolos. Tal era la verdadera pertenencia a un hogar. Cohesión indisoluble de familia.

Esa comilona sacra, más que ceremonia, eran latidos materiales del corazón y esencia de la religión doméstica. Nuestro día de muertos no nace con el catolicismo ni es herencia del México prehispánico. Es tradición palpitante de la naturaleza humana, motivada por el amor y en recuerdo a los caídos.

La devoción, el respeto, el cariño manifiesto, la certeza de que "allá nos esperan", en una infinita puerta universal donde caben y están los que existieron y se fueron. Cada ser humano es una "galaxia" de experiencias, emociones, amores, dolores y preocupaciones que perviven después de nuestra extinción como materia orgánica.

Carga poderosa de energía que nace en la misteriosa región de las neuronas. El cerebro es potencia aun inexplorada.

Las tradiciones son troncos robustos y añosos de profundas y poderosas raíces. Andamios culturales de todos los pueblos y todos los tiempos.

En México son obligadas estas celebraciones. La "ofrenda" mexicana es rito y conducta que incontenible brota de nuestros corazones, que siguen amando a los ausentes. Es cierto, tal vez no es la razón, pero en el fondo de nuestros sentimientos, sabemos que "ellos llegan", "están con nosotros", "disfrutan los alimentos sagrados que les ofrendamos".

Su presencia la sahumamos, enfloramos, los convidamos y los apapachamos. Nuestra realidad orgánica nos hace creer que ellos tienen las necesidades y apetitos materiales de la vida. Cuando se marchan, una "juguetona canica" siempre semi amarga se revuelca en la garganta y en nuestro corazón. Pero, "no se van", porque "nunca llegan".

Y es que siempre "están con nosotros", en nuestro pensamiento. Pero esta anualidad así es y será mientras vivamos. Hay historias infinitas, leyendas, apariciones sin sentido. Ilógico resulta para quienes toda realidad la filtran con el cristal de la ciencia.

A veces hay "voces" que amorosamente nos conducen, que viajan desde los confines de la vida, parecieran, de quienes amorosamente veneramos y a quienes clamamos cuando los problemas de este mundo se tornan borrascosos.

Tal vez sean de quienes "vienen". Es posible sean la "voz" de nuestras internidades. "Nunca se van". ¡Porque siempre están presentes!

No se han ido ni se irán, porque pueblan el corazón y la memoria. Somos identidad. Los que se fueron de esta vida adelantaron las veredas del "Mictlán". Siguieron las sendas sin retorno que todos deberemos. Llegaron el uno, se fueron el dos, se perdieron entre nubes de incienso y oraciones.

Pero no se "fueron" y tampoco "llegaron", porque ellos nunca se ausentan de nuestro sentimiento. Llenan la vida nuestra con aquellos sus actos, sus palabras, sus hechos que ahora son recuerdos estables en la mente. Un tiempo fueron lágrimas, ahora son recuerdo que a veces "cala".

¿Quién no ha vivido sus congojas? El cielo es de alas, el mar de olas y el hombre de lágrimas, canta Sabines. El problema vital de la existencia humana es nuestra "finitud", la inevitable "raya" de la que nadie escapa. La verdad que más pesa en este mundo es, que nuestros despojos habrán de retornar a las entrañas de la madre tierra y quizás nuestro espíritu se eleve a remotas dimensiones desconocidas pero que intuimos.

Esos "niveles" que no ubicamos parecieran "rendijas" por donde a veces "asoman" quienes ahí moran para la eternidad.

Ocasionales sensaciones percibimos que un "algo" o "alguien" que se "apersona" en nuestra vida. Fruto tal vez de una posible percepción extraordinaria. "Señales" quizás de quienes no se ausentan porque aquí están.

Mueren las plantas, los animales y nosotros, pero—ufanos que somos—solo la muerte humana importa y mucho más si se trata de la "mía" o de "mis seres amados". Libres seremos entonces. Habremos roto finalmente las amarras de toda vanidad.

Desde la multiplicidad social nos convertiremos en individualidad espiritual. Nos lanzaremos sin paracaídas ni temor al abismo sin fondo de la nada.

El festejo por la "vuelta" de los que "ya no están" es tan viejo como la historia humana, las generaciones pasadas fungen "auspicios" que desde allá nos "gritan" tal vez sus inquietudes y preocupaciones que aquí dejaron al cesar en sus vitalidades.

Suma de pensamientos, intenciones, recuerdos, potencias mentales de los que han vivido y se fueron, quizás radiquen en alguna ignota dimensión y se visibilizan cuando plazca.

Los babilonios, fenicios, griegos y romanos tenían por dioses domésticos a sus difuntos familiares, en plegarias les entregaban tributo y homenaje.

El jefe de familia encabezaba el rito doméstico. Simbólicas estatuillas eran el devocionario al pie del cual el "fuego sagrado" eternamente ardía. Los homenajeaban con el banquete sagrado.

"Comer en su compañía", invocándolos, acompañándolos. Tal era la verdadera pertenencia a un hogar. Cohesión indisoluble de familia.

Esa comilona sacra, más que ceremonia, eran latidos materiales del corazón y esencia de la religión doméstica. Nuestro día de muertos no nace con el catolicismo ni es herencia del México prehispánico. Es tradición palpitante de la naturaleza humana, motivada por el amor y en recuerdo a los caídos.

La devoción, el respeto, el cariño manifiesto, la certeza de que "allá nos esperan", en una infinita puerta universal donde caben y están los que existieron y se fueron. Cada ser humano es una "galaxia" de experiencias, emociones, amores, dolores y preocupaciones que perviven después de nuestra extinción como materia orgánica.

Carga poderosa de energía que nace en la misteriosa región de las neuronas. El cerebro es potencia aun inexplorada.

Las tradiciones son troncos robustos y añosos de profundas y poderosas raíces. Andamios culturales de todos los pueblos y todos los tiempos.

En México son obligadas estas celebraciones. La "ofrenda" mexicana es rito y conducta que incontenible brota de nuestros corazones, que siguen amando a los ausentes. Es cierto, tal vez no es la razón, pero en el fondo de nuestros sentimientos, sabemos que "ellos llegan", "están con nosotros", "disfrutan los alimentos sagrados que les ofrendamos".

Su presencia la sahumamos, enfloramos, los convidamos y los apapachamos. Nuestra realidad orgánica nos hace creer que ellos tienen las necesidades y apetitos materiales de la vida. Cuando se marchan, una "juguetona canica" siempre semi amarga se revuelca en la garganta y en nuestro corazón. Pero, "no se van", porque "nunca llegan".

Y es que siempre "están con nosotros", en nuestro pensamiento. Pero esta anualidad así es y será mientras vivamos. Hay historias infinitas, leyendas, apariciones sin sentido. Ilógico resulta para quienes toda realidad la filtran con el cristal de la ciencia.

A veces hay "voces" que amorosamente nos conducen, que viajan desde los confines de la vida, parecieran, de quienes amorosamente veneramos y a quienes clamamos cuando los problemas de este mundo se tornan borrascosos.

Tal vez sean de quienes "vienen". Es posible sean la "voz" de nuestras internidades. "Nunca se van". ¡Porque siempre están presentes!