/ lunes 4 de octubre de 2021

Tiempos de Democracia | De la deriva sucesoria

En recuerdo del culto, caballeroso y buen amigo Sabino Yano Bretón. Y mis condolencias a Paz, su siempre amable hermana

En el 2024 sólo hay sitio para un morenista. Y en su disputa habrá fracturas y expulsiones y hasta soluciones que exijan modificar principios constitucionales que se pensaban inamovibles. En la 4T -ya se sabe- todo puede ocurrir.

Original y distinto en todo, no debe sorprendernos que también lo esté siendo en el proceso de renovación del poder ejecutivo federal del 2024. Intencionadamente utilizo el término de “renovación” y no el habitual de “sucesión”; lo hago porque creo -sin mas elementos que mi propia intuición- que López Obrador no ha desechado por completo la posibilidad de sucederse a sí mismo. La constitución prohíbe esa vía… pero la ley, así sea la fundamental, puede cambiarse si el “pueblo soberano” así lo llegara a demandar. De momento los números no le dan, de momento digo, porque ahí está la bancada priísta siempre solícita a respaldar las peticiones de Palacio, incluyendo por ejemplo una eventual prórroga del mandato presidencial o, incluso, la abolición del principio maderista de la “no reelección”.

Usos y costumbres del todopoderoso PRI

En su obsesión de volver una y otra vez su mirada al pasado, López Obrador ha montado un escenario parecido al de los tiempos del “tapado”, cuando el mandatario de turno jugaba a equivocar a los partidarios de aquellos a los que la opinión pública concedía la calidad de “presidenciables”. Una cultura del poder -muy mexicana y muy priísta- que se valía de la simulación y el engaño con un solo objetivo: que nadie pusiese en duda que sería la voluntad de un sólo hombre -y no la del pueblo- la que impondría el nombre de aquel que habría de sentarse en la “silla del águila” los siguientes seis años. Subrayada así su condición de único y gran elector, el presidente conservaba intactas sus atribuciones hasta el día en que “los intérpretes del sentir revolucionario” procedían a revelar el nombre del sucesor.

La sucesión tricolor en sus tiempos de gloria

El proceso arrancaba hacia el final del cuarto año de gobierno, cuando era ya notorio quienes -de entre los miembros del gabinete- tenían la personalidad y los merecimientos para participar en la carrera presidencial. Cobraban entonces forma grupos de apoyo a los aspirantes pero, si alguno se adelantaba, abandonaba la secrecía o rompía las reglas no escritas de la sucesión, quedaba ipso facto excluido de la contienda. La proverbial sabiduría política de Fidel Velázquez -“el que se mueve no sale en la foto”- describía a la perfección el ambiente previo al “destape”: era una guerra soterrada entre facciones tendiente a exaltar virtudes de sus favoritos o colgar sambenitos a los rivales. Mas por ruda que fuese la batalla, esta tenía siempre el mismo disciplinado desenlace: todos se cuadraban ante el ganador.

El acontecer político mutó, abriendo paso a procedimientos hasta ahora inéditos

El mecanismo funcionó hasta que el electorado decretó, en el 2000, el fin del viejo régimen: Labastida, el candidato del presidente Zedillo, cayó derrotado ante Fox, un panista atípico que se les fue por delante a los blanquiazules tradicionales y, con una muy adelantada e intensiva campaña, ganó la candidatura y la Presidencia de la República, haciendo realidad la primera transición partidista en la titularidad del Poder Ejecutivo Federal que, para la buena salud de la Nación, no ha dejado de repetirse en lo que va del siglo XXI. Cabe destacar que ni Fox ni Calderón pudieron imponer candidato en su partido ni llevar al triunfador de sus procesos internos a la presidencia de México. Peña Nieto pudo lo primero pero no lo segundo. Y así hasta ahora, que le toca a López Obrador orquestar su propio proceso.

Los nuevos modos

A diferencia de sus antecesores -los inmediatos y los remotos- en esta ocasión ha sido el mismo presidente el que apresuró el periodo sucesorio al hablar del tema antes que nadie e incluso citar nombres de quienes podrían ser su relevo. Y, a querer o no, los puso a pelear. ¿Era esa su intención? Discriminó a Monreal, envío a Ebrard a un lugar secundario y, para redondear su planteamiento patentizó su predilección por Scheinbaum. Como era de esperarse, puso el caldero de la 4T a hervir. Para atenuar las tensiones, sumó tres nombres insustanciales a la lista. Pero no lo logró. Llamó entonces a su paisano y amigo Adán Augusto para que, desde Gobernación, pusiera orden en el establo morenista en cuyo interior menudean las patadas entre la caballada preseleccionada. Está por verse que lo logre.

Con el cuchillo entre los dientes

Ninguno de los mencionados tiene el arraigo ni el arrastre popular de López Obrador. Cierto es que, en la época a la que de continuo voltea a ver, bastaba ser beneficiario del “dedazo” para que de inmediato se le apreciaran atributos que antes nadie le veía. Mas ese fenómeno ocurría luego del destape, nunca en la fase anterior, cuando lo que a los aspirantes se les busca son máculas y limitaciones. El caso es que la lucha ya se abrió. El más rezagado pero no el menos listo, Monreal, enfatiza que él “no es subordinado del presidente sino su socio”, y prevé que “si no hay apertura… ¡habrá ruptura!” Ebrard, desde su segundo plano, cumple con sus tareas como canciller a la expectativa de la caída de la favorita. Y ella, Claudia Scheinbaum, sigue sumisa al presidente… procurando nunca contradecirlo.

¿Y si se les caen los precandidatos… o él mismo presidente los tira?

Si Amlo se lo propone, no le faltarán motivos ni fuerza política para eliminar, uno a uno, a los precandidatos que él destapó. Y acto seguido, inducir a sus seguidores a que lo proclamen “imprescindible” para concretar los planes de la 4T y evitar una regresión neoliberal. Lo podría hacer; todo está en que la parte sensata de la sociedad se lo permita.

En recuerdo del culto, caballeroso y buen amigo Sabino Yano Bretón. Y mis condolencias a Paz, su siempre amable hermana

En el 2024 sólo hay sitio para un morenista. Y en su disputa habrá fracturas y expulsiones y hasta soluciones que exijan modificar principios constitucionales que se pensaban inamovibles. En la 4T -ya se sabe- todo puede ocurrir.

Original y distinto en todo, no debe sorprendernos que también lo esté siendo en el proceso de renovación del poder ejecutivo federal del 2024. Intencionadamente utilizo el término de “renovación” y no el habitual de “sucesión”; lo hago porque creo -sin mas elementos que mi propia intuición- que López Obrador no ha desechado por completo la posibilidad de sucederse a sí mismo. La constitución prohíbe esa vía… pero la ley, así sea la fundamental, puede cambiarse si el “pueblo soberano” así lo llegara a demandar. De momento los números no le dan, de momento digo, porque ahí está la bancada priísta siempre solícita a respaldar las peticiones de Palacio, incluyendo por ejemplo una eventual prórroga del mandato presidencial o, incluso, la abolición del principio maderista de la “no reelección”.

Usos y costumbres del todopoderoso PRI

En su obsesión de volver una y otra vez su mirada al pasado, López Obrador ha montado un escenario parecido al de los tiempos del “tapado”, cuando el mandatario de turno jugaba a equivocar a los partidarios de aquellos a los que la opinión pública concedía la calidad de “presidenciables”. Una cultura del poder -muy mexicana y muy priísta- que se valía de la simulación y el engaño con un solo objetivo: que nadie pusiese en duda que sería la voluntad de un sólo hombre -y no la del pueblo- la que impondría el nombre de aquel que habría de sentarse en la “silla del águila” los siguientes seis años. Subrayada así su condición de único y gran elector, el presidente conservaba intactas sus atribuciones hasta el día en que “los intérpretes del sentir revolucionario” procedían a revelar el nombre del sucesor.

La sucesión tricolor en sus tiempos de gloria

El proceso arrancaba hacia el final del cuarto año de gobierno, cuando era ya notorio quienes -de entre los miembros del gabinete- tenían la personalidad y los merecimientos para participar en la carrera presidencial. Cobraban entonces forma grupos de apoyo a los aspirantes pero, si alguno se adelantaba, abandonaba la secrecía o rompía las reglas no escritas de la sucesión, quedaba ipso facto excluido de la contienda. La proverbial sabiduría política de Fidel Velázquez -“el que se mueve no sale en la foto”- describía a la perfección el ambiente previo al “destape”: era una guerra soterrada entre facciones tendiente a exaltar virtudes de sus favoritos o colgar sambenitos a los rivales. Mas por ruda que fuese la batalla, esta tenía siempre el mismo disciplinado desenlace: todos se cuadraban ante el ganador.

El acontecer político mutó, abriendo paso a procedimientos hasta ahora inéditos

El mecanismo funcionó hasta que el electorado decretó, en el 2000, el fin del viejo régimen: Labastida, el candidato del presidente Zedillo, cayó derrotado ante Fox, un panista atípico que se les fue por delante a los blanquiazules tradicionales y, con una muy adelantada e intensiva campaña, ganó la candidatura y la Presidencia de la República, haciendo realidad la primera transición partidista en la titularidad del Poder Ejecutivo Federal que, para la buena salud de la Nación, no ha dejado de repetirse en lo que va del siglo XXI. Cabe destacar que ni Fox ni Calderón pudieron imponer candidato en su partido ni llevar al triunfador de sus procesos internos a la presidencia de México. Peña Nieto pudo lo primero pero no lo segundo. Y así hasta ahora, que le toca a López Obrador orquestar su propio proceso.

Los nuevos modos

A diferencia de sus antecesores -los inmediatos y los remotos- en esta ocasión ha sido el mismo presidente el que apresuró el periodo sucesorio al hablar del tema antes que nadie e incluso citar nombres de quienes podrían ser su relevo. Y, a querer o no, los puso a pelear. ¿Era esa su intención? Discriminó a Monreal, envío a Ebrard a un lugar secundario y, para redondear su planteamiento patentizó su predilección por Scheinbaum. Como era de esperarse, puso el caldero de la 4T a hervir. Para atenuar las tensiones, sumó tres nombres insustanciales a la lista. Pero no lo logró. Llamó entonces a su paisano y amigo Adán Augusto para que, desde Gobernación, pusiera orden en el establo morenista en cuyo interior menudean las patadas entre la caballada preseleccionada. Está por verse que lo logre.

Con el cuchillo entre los dientes

Ninguno de los mencionados tiene el arraigo ni el arrastre popular de López Obrador. Cierto es que, en la época a la que de continuo voltea a ver, bastaba ser beneficiario del “dedazo” para que de inmediato se le apreciaran atributos que antes nadie le veía. Mas ese fenómeno ocurría luego del destape, nunca en la fase anterior, cuando lo que a los aspirantes se les busca son máculas y limitaciones. El caso es que la lucha ya se abrió. El más rezagado pero no el menos listo, Monreal, enfatiza que él “no es subordinado del presidente sino su socio”, y prevé que “si no hay apertura… ¡habrá ruptura!” Ebrard, desde su segundo plano, cumple con sus tareas como canciller a la expectativa de la caída de la favorita. Y ella, Claudia Scheinbaum, sigue sumisa al presidente… procurando nunca contradecirlo.

¿Y si se les caen los precandidatos… o él mismo presidente los tira?

Si Amlo se lo propone, no le faltarán motivos ni fuerza política para eliminar, uno a uno, a los precandidatos que él destapó. Y acto seguido, inducir a sus seguidores a que lo proclamen “imprescindible” para concretar los planes de la 4T y evitar una regresión neoliberal. Lo podría hacer; todo está en que la parte sensata de la sociedad se lo permita.