/ lunes 15 de junio de 2020

Tiempos de Democracia | Diferimos, ciudadano presidente

El desajuste se produjo por los modos, no por los fines. La prédica moralista del presidente López Obrador no ha podido disfrazar el fondo autoritario y unipersonal de su gobierno, ni su propensión a ignorar la realidad si es opuesta a sus designios

Apagados los artificios de la retórica característica de las campañas, y certificado que fue su arrasador triunfo del 1º de julio de 2018 por la autoridad electoral que hoy denuesta, Andrés Manuel arribó a Palacio Nacional con una sola y bien determinada idea: cumplir al pie de la letra los planes y programas ofrecidos a sus votantes. Y se propuso hacerlo a rajatabla, pasando por encima de cualquier interés que pretendiera obstaculizarlo, excepto, claro, el de los Estados Unidos y el de su mandatario Donald Trump. Y para no dejar duda que estaba decidido a diferenciarse de sus antecesores, apenas iniciado su mandato canceló la construcción del aeropuerto internacional de Texcoco, no obstante que en él se habían invertido cien mil millones de pesos, y dos tantos más estaban comprometidos. Para legitimar la arbitrariedad, López Obrador se inventó una consulta, organizada al vapor y de validez opinable. Marcó su distancia con el poder económico, pero también dejó ver un inquietante desapego a la transparencia democrática.

Objetivos loables de complicada consecución

En paralelo, Andrés Manuel se arrancó en pos de concretar tres de sus más preciadas metas, a saber: 1) transferir partidas presupuestales de magnitud sin precedente a sectores desprotegidos de la población; 2) destinar inversiones de elevadísima cuantía a estimular la economía del olvidado sur-sureste de México y, 3) reducir el enorme pasivo de Pemex con fondos provenientes de la recaudación fiscal. Esos serían los objetivos centrales en su gestión, aunados a otras medidas, menos significativas pero de fácil implementación y de gran impacto en la gente sencilla. Su sólo anuncio le bastó para elevar su aceptación popular a porcentajes nunca antes alcanzados por ningún político llegado al poder por vías democráticas. México parecía haber hallado al líder capaz de materializar los ideales de equidad, honestidad y justicia que fueron ignorados por anteriores gobiernos. Faltaba conocer cómo podría concretarlos pero, con sus postulados básicos, logró un consenso que se acercó a la unanimidad en todos los estratos de la población.

De la polarización a la división

¿Fue ese inicio fulgurante el que le hizo perder piso? ¿O es que no está en su naturaleza cambiar el papel de opositor proclive a la pendencia política que tan bien tiene aprendido, por otro más acorde a su nueva condición de gobernante, aceptado y valorado por una mayoría sin precedente de ciudadanos? El compulsivo afán por centralizar en su persona funciones y poderes, lejos de facilitarle la conducción del país, descargó sobre sus espaldas un peso mayor al que cualquier ser humano soporta sin daño de su salud física y mental. El caso es que el presidente es hoy un hombre tenso que se vale del sarcasmo y la amenaza para responder a sus críticos. Su intolerancia ante el disenso y su persistencia en no corregir errores cerró espacios a la libre discusión de ideas. “…¡Se acabaron las medias tintas!…”, exclamó recientemente, dando a entender que, quien no coincide con él, está en su contra. En su insistencia por abarcarlo todo tiene formado un margallate en la cabeza que sólo se apacigua si a su alrededor tiene pejezombies sumisos; en su primer círculo no cabe el amloísmo inteligente con capacidad de discernimiento que una vez existió.

Atrapado en su encrucijada

Buena parte de la angustia de Andrés Manuel deriva de una realidad que se niega a aceptar: los recursos disponibles son insuficientes para concretar de manera simultánea todas sus propuestas. Y como también está comprometido a no aumentar impuestos ni a contratar empréstitos, busca con desesperación allegarse fondos suprimiendo programas asistenciales que habían demostrado su utilidad y eran bien acogidos por sus beneficiarios; castigando partidas de apoyo a la actividad científica, cultural y académica y, reduciendo a niveles demenciales el gasto operativo de una burocracia federal, adelgazada ya a extremos nunca antes vistos. A compensar esa balanza deficitaria ha contribuido positivamente la cancelación de las exenciones fiscales que disfrutaban los privilegiados de los anteriores regímenes; empero, ni esas recuperaciones de apreciable cuantía ni la más franciscana aplicación de la austeridad republicana podrán juntas proporcionarle los dineros que precisa para llevar a buen puerto, en los tiempos propuestos, todos sus objetivos. Conclusión fatal: o pospone obras, o impone nuevos tributos, o acude a pedir prestado. No hay de otra.

Entre la tenacidad y la obcecación

Usted y yo, amigo lector, seguramente habríamos pensado que, frente a escenarios tan poco favorables, el presidente reconsideraría sus ideas. Pero López Obrador tiene otra forma de ver las cosas; él ignorará cualquier circunstancia que sugiera la conveniencia, si no de cancelar alguno de sus proyectos, si por lo menos de aparcarlos. Obstinado como es, mantendrá intocadas sus posiciones pese a que, al atorón en el que está su proyecto de controlar la criminalidad, de pronto se le sumó una inesperada emergencia sanitaria, culpa de un virus contra el que no existe defensa eficaz, ni cura ni vacuna contra la enfermedad que provoca. Como mal añadido, la epidemia nos ha hundido en una crisis económica para la que no ha sabido ofrecer ninguna salida alternativa, más allá de ese reciente catálogo de inspiración bíblica que nos pide seguir. Concluyo: México necesita en Palacio Nacional a un estadista al tanto del acontecer mundial, y no a un pastor de almas cuya visión no alcanza más alla del cercado donde pace su rebaño.

El desajuste se produjo por los modos, no por los fines. La prédica moralista del presidente López Obrador no ha podido disfrazar el fondo autoritario y unipersonal de su gobierno, ni su propensión a ignorar la realidad si es opuesta a sus designios

Apagados los artificios de la retórica característica de las campañas, y certificado que fue su arrasador triunfo del 1º de julio de 2018 por la autoridad electoral que hoy denuesta, Andrés Manuel arribó a Palacio Nacional con una sola y bien determinada idea: cumplir al pie de la letra los planes y programas ofrecidos a sus votantes. Y se propuso hacerlo a rajatabla, pasando por encima de cualquier interés que pretendiera obstaculizarlo, excepto, claro, el de los Estados Unidos y el de su mandatario Donald Trump. Y para no dejar duda que estaba decidido a diferenciarse de sus antecesores, apenas iniciado su mandato canceló la construcción del aeropuerto internacional de Texcoco, no obstante que en él se habían invertido cien mil millones de pesos, y dos tantos más estaban comprometidos. Para legitimar la arbitrariedad, López Obrador se inventó una consulta, organizada al vapor y de validez opinable. Marcó su distancia con el poder económico, pero también dejó ver un inquietante desapego a la transparencia democrática.

Objetivos loables de complicada consecución

En paralelo, Andrés Manuel se arrancó en pos de concretar tres de sus más preciadas metas, a saber: 1) transferir partidas presupuestales de magnitud sin precedente a sectores desprotegidos de la población; 2) destinar inversiones de elevadísima cuantía a estimular la economía del olvidado sur-sureste de México y, 3) reducir el enorme pasivo de Pemex con fondos provenientes de la recaudación fiscal. Esos serían los objetivos centrales en su gestión, aunados a otras medidas, menos significativas pero de fácil implementación y de gran impacto en la gente sencilla. Su sólo anuncio le bastó para elevar su aceptación popular a porcentajes nunca antes alcanzados por ningún político llegado al poder por vías democráticas. México parecía haber hallado al líder capaz de materializar los ideales de equidad, honestidad y justicia que fueron ignorados por anteriores gobiernos. Faltaba conocer cómo podría concretarlos pero, con sus postulados básicos, logró un consenso que se acercó a la unanimidad en todos los estratos de la población.

De la polarización a la división

¿Fue ese inicio fulgurante el que le hizo perder piso? ¿O es que no está en su naturaleza cambiar el papel de opositor proclive a la pendencia política que tan bien tiene aprendido, por otro más acorde a su nueva condición de gobernante, aceptado y valorado por una mayoría sin precedente de ciudadanos? El compulsivo afán por centralizar en su persona funciones y poderes, lejos de facilitarle la conducción del país, descargó sobre sus espaldas un peso mayor al que cualquier ser humano soporta sin daño de su salud física y mental. El caso es que el presidente es hoy un hombre tenso que se vale del sarcasmo y la amenaza para responder a sus críticos. Su intolerancia ante el disenso y su persistencia en no corregir errores cerró espacios a la libre discusión de ideas. “…¡Se acabaron las medias tintas!…”, exclamó recientemente, dando a entender que, quien no coincide con él, está en su contra. En su insistencia por abarcarlo todo tiene formado un margallate en la cabeza que sólo se apacigua si a su alrededor tiene pejezombies sumisos; en su primer círculo no cabe el amloísmo inteligente con capacidad de discernimiento que una vez existió.

Atrapado en su encrucijada

Buena parte de la angustia de Andrés Manuel deriva de una realidad que se niega a aceptar: los recursos disponibles son insuficientes para concretar de manera simultánea todas sus propuestas. Y como también está comprometido a no aumentar impuestos ni a contratar empréstitos, busca con desesperación allegarse fondos suprimiendo programas asistenciales que habían demostrado su utilidad y eran bien acogidos por sus beneficiarios; castigando partidas de apoyo a la actividad científica, cultural y académica y, reduciendo a niveles demenciales el gasto operativo de una burocracia federal, adelgazada ya a extremos nunca antes vistos. A compensar esa balanza deficitaria ha contribuido positivamente la cancelación de las exenciones fiscales que disfrutaban los privilegiados de los anteriores regímenes; empero, ni esas recuperaciones de apreciable cuantía ni la más franciscana aplicación de la austeridad republicana podrán juntas proporcionarle los dineros que precisa para llevar a buen puerto, en los tiempos propuestos, todos sus objetivos. Conclusión fatal: o pospone obras, o impone nuevos tributos, o acude a pedir prestado. No hay de otra.

Entre la tenacidad y la obcecación

Usted y yo, amigo lector, seguramente habríamos pensado que, frente a escenarios tan poco favorables, el presidente reconsideraría sus ideas. Pero López Obrador tiene otra forma de ver las cosas; él ignorará cualquier circunstancia que sugiera la conveniencia, si no de cancelar alguno de sus proyectos, si por lo menos de aparcarlos. Obstinado como es, mantendrá intocadas sus posiciones pese a que, al atorón en el que está su proyecto de controlar la criminalidad, de pronto se le sumó una inesperada emergencia sanitaria, culpa de un virus contra el que no existe defensa eficaz, ni cura ni vacuna contra la enfermedad que provoca. Como mal añadido, la epidemia nos ha hundido en una crisis económica para la que no ha sabido ofrecer ninguna salida alternativa, más allá de ese reciente catálogo de inspiración bíblica que nos pide seguir. Concluyo: México necesita en Palacio Nacional a un estadista al tanto del acontecer mundial, y no a un pastor de almas cuya visión no alcanza más alla del cercado donde pace su rebaño.