/ lunes 22 de abril de 2019

Tiempos de democracia | El fantasma del autoritarismo

El pasado 1º de julio el voto popular mayoritario puso en manos de Andrés Manuel López Obrador la Presidencia de México, sin más límites que los que señala a todo gobernante la Constitución General de la República. Empero, el político tabasqueño parece incómodo con esas restricciones legales y, a fin de imponer su voluntad, busca eludirlas con estratagemas carentes de fundamentación jurídica

El más reciente pronunciamiento del presidente López Obrador ubica el futuro de México como nación viable en una dimensión nebulosa que obliga a revisar los supuestos optimistas que un importante segmento de la sociedad se hizo al inicio de su mandato. El rumbo que el político tabasqueño ha dado a su gestión confirma la reserva que, meses atrás, este opinador quiso apartar de su pensamiento, ilusionado como estaba con sus programas de justicia social en beneficio de los más necesitados. Mi reavivado temor por el inmediato porvenir del país no deriva solo de su marcado desdén por las propuestas de la sociedad civil, ni de la manifiesta incapacidad de varios de sus colaboradores, ni de la dudosa integridad de sus socios electorales, ni de la discutible utilidad de la obra pública que planea, ni de la intangibilidad de los resultados de su combate a la corrupción, ni de la divulgación de datos falsos, contradictorios o carentes de comprobación, ni de los continuos dicterios contra quienes discrepan de sus ideas. Cuestiones son todas susceptibles de rectificarse y mejorarse y, por eso, no son sólo ellas las que explican mi recelo que, la verdad sea dicha, esencialmente se debe a la congénita propensión de Andrés Manuel a concentrar en su persona hasta las más nimias decisiones, desatendiéndose de los límites que las leyes imponen a quien hemos delegado la facultad de mandar.

Un memorándum que hará historia

La orden presidencial que transgredió el principio básico que norma la vida republicana y democrática de México está contenida en un memorándum interno que el propio López Obrador se encargó de hacer público y notorio a través de la televisión. En el documento, el Primer Mandatario de la Nación conmina a los miembros de su gabinete a ignorar -y por ende a contravenir- las disposiciones constitucionales que se refieren a la ley educativa vigente, promulgada el sexenio anterior. Tan flagrante asalto a la razón y al estado de derecho generó una reacción de pasmo, rechazo y preocupación en los sectores de opinión del país, y tuvo la virtud -llamémosla así- de unificar criterios contra el ukase de Andrés Manuel, independientemente de las posturas que cada uno guarda respecto de la contrarreforma que en esa misma materia ya fue dictaminada por la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados. Mucho, pero mucho más allá de la intención política que persigue la anticonstitucional maniobra -persuadir a la CNTE de la bondad de su propuesta- está la inquietante evidencia de que el actual inquilino de Palacio Nacional no reconoce contención legal ninguna para la concreción de sus propósitos, sean estos de la naturaleza que fueren.

Entre la ley y la justicia…


¿Debemos aceptar sin queja ni resistencia ninguna que un mandatario abrogue de facto una ley consagrada en la Carta Magna mediante un simple decreto, o peor aún, a través de una orden interna redactada sin más miramiento que el dictado de su conveniencia? De admitirlo, estaremos sujetos a que nos sea impuesta cualquier cosa que pase por su cabeza. Esa es por lo menos la sensación que le queda a la gente llana, la de que Andrés Manuel está naturalmente -¿o mesiánicamente?- dotado de poderes cuasi ultraterrenos que le facultan para pasar por encima de ciudadanos, leyes y mandamientos. Según esa apreciación, nada ni nadie tiene fuerza para oponerse a sus designios y, aunque sepamos a ciencia cierta que esa posibilidad está lejos de ser real, la mera perspectiva estremece. La preocupación sin embargo se justifica y entiende cuando un presidente hace saber que “…si hay que optar entre la ley y la justicia, no lo piensen mucho y decidan por la justicia…”. Pero… la justicia ¿a ojos de quien?, ¿del emperador? Y además… ¿cuál justicia?, ¿la de los tiempos del rey Salomón?, ¿o la que impartía Nerón?, ¿bastará entonces con apuntar el pulgar hacia arriba o hacia abajo para decretar la vida o muerte de una ley constitucional? Las sociedades, conforme fueron evolucionando, establecieron normas y elaboraron códigos para que las diferencias que surgen en la convivencia entre seres humanos se resolvieran conforme a derecho. Se trata de evitar que prive el interés y provecho de una sola persona por encima de los de la colectividad. El objetivo, en suma, es no caer en las redes de ofertas demagógicas que suelen derivar en dictaduras.

Guardar y hacer guardar…


Ojalá que el paréntesis vacacional de Semana Santa permita a López Obrador reflexionar sobre el compromiso que asumió al protestar el cargo de Presidente. Y aquí cabe precisar que, a diferencia de las naciones en que tienen preeminencia los símbolos religiosos sobre los civiles y laicos, en México no se presta “juramento” con la mano del elegido puesta en un libro sagrado -la Biblia u otro equivalente- ni citando a Dios como testigo. En democrático contraste, en nuestra república se extiende el brazo derecho al frente, con la vista puesta en los símbolos de la Patria se realiza la “protesta”, que significa promesa “…con aseveración o atestación de ejecutar algo…”. Así, en la ceremonia de asunción de los poderes de la jefatura del Estado y del Gobierno, el ciudadano electo que para desempeñarse en esa altísima tarea resultó electo por el voto popular se compromete a “…guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen…”. Por el bien de la República y también con el fin de preservar la respetabilidad de la figura presidencial, sería sano que Andrés Manuel rectificara su proceder. Y si alguna duda de carácter jurídico le asiste, convendría que para disiparla acudiera a la asesoría, por ejemplo, de José Ramón Cossío o -más cercana a él- de Olga Sánchez Cordero, ambos prestigiados ministros en retiro de la Suprema Corte.

El ejemplo presidencial

En sus archiconocidos discursos contra la corrupción, López Obrador ha insistido que, si los de arriba asumen como suyo el paradigma de honestidad que pregona, todos los que están por debajo en la pirámide del funcionariado público habrán de seguir su ejemplo. En otras palabras: Andrés Manuel sostiene que si el presidente no roba, los secretarios de estado tampoco lo harán… y así sucesivamente hasta llegar a los niveles más modestos del organigrama gubernamental. Si la tal conseja es efectiva y procura el resultado esperado, entonces estamos ante el riesgo de que su conducta atentatoria de un precepto constitucional vigente sea replicada por quienes, independientemente de su status jerárquico, tienen la obligación de observarla. Finalmente, amable lector, no podría terminar el artículo de este lunes si no dejara por lo menos planteado un tema en el cual los juristas no han acabado de ponerse de acuerdo. La controversial cuestión a definir es la siguiente: si los subordinados del mandatario -el secretario de Hacienda, el de Educación, etc.- a quienes les fue dirigido el memorándum acatan la indicación y contravienen con sus acciones lo establecido en la Ley Superior de la Nación… ¿serán ellos, y no el presidente, los que tendrán que responder ante la justicia? ¿cabría aquí la utilización de la tesis de “la obediencia debida”, empleada de manera muy sonada durante los juicios a favor de los mandos medios e inferiores del ejército argentino, perpetradores confesos de la brutal represión perpetrada por la dictadura que padeció aquel pueblo hermano? Cabe precisar que, en Derecho Penal, el concepto de “la obediencia debida” es una causa eximente de responsabilidad por delitos cometidos en el cumplimiento de una orden impartida por un superior jerárquico. ¿Sería este el caso?

¿Debemos aceptar sin queja ni resistencia ninguna que un mandatario abrogue de facto una ley consagrada en la Carta Magna mediante un simple decreto, o peor aún, a través de una orden interna redactada sin más miramiento que el dictado de su conveniencia?

El pasado 1º de julio el voto popular mayoritario puso en manos de Andrés Manuel López Obrador la Presidencia de México, sin más límites que los que señala a todo gobernante la Constitución General de la República. Empero, el político tabasqueño parece incómodo con esas restricciones legales y, a fin de imponer su voluntad, busca eludirlas con estratagemas carentes de fundamentación jurídica

El más reciente pronunciamiento del presidente López Obrador ubica el futuro de México como nación viable en una dimensión nebulosa que obliga a revisar los supuestos optimistas que un importante segmento de la sociedad se hizo al inicio de su mandato. El rumbo que el político tabasqueño ha dado a su gestión confirma la reserva que, meses atrás, este opinador quiso apartar de su pensamiento, ilusionado como estaba con sus programas de justicia social en beneficio de los más necesitados. Mi reavivado temor por el inmediato porvenir del país no deriva solo de su marcado desdén por las propuestas de la sociedad civil, ni de la manifiesta incapacidad de varios de sus colaboradores, ni de la dudosa integridad de sus socios electorales, ni de la discutible utilidad de la obra pública que planea, ni de la intangibilidad de los resultados de su combate a la corrupción, ni de la divulgación de datos falsos, contradictorios o carentes de comprobación, ni de los continuos dicterios contra quienes discrepan de sus ideas. Cuestiones son todas susceptibles de rectificarse y mejorarse y, por eso, no son sólo ellas las que explican mi recelo que, la verdad sea dicha, esencialmente se debe a la congénita propensión de Andrés Manuel a concentrar en su persona hasta las más nimias decisiones, desatendiéndose de los límites que las leyes imponen a quien hemos delegado la facultad de mandar.

Un memorándum que hará historia

La orden presidencial que transgredió el principio básico que norma la vida republicana y democrática de México está contenida en un memorándum interno que el propio López Obrador se encargó de hacer público y notorio a través de la televisión. En el documento, el Primer Mandatario de la Nación conmina a los miembros de su gabinete a ignorar -y por ende a contravenir- las disposiciones constitucionales que se refieren a la ley educativa vigente, promulgada el sexenio anterior. Tan flagrante asalto a la razón y al estado de derecho generó una reacción de pasmo, rechazo y preocupación en los sectores de opinión del país, y tuvo la virtud -llamémosla así- de unificar criterios contra el ukase de Andrés Manuel, independientemente de las posturas que cada uno guarda respecto de la contrarreforma que en esa misma materia ya fue dictaminada por la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados. Mucho, pero mucho más allá de la intención política que persigue la anticonstitucional maniobra -persuadir a la CNTE de la bondad de su propuesta- está la inquietante evidencia de que el actual inquilino de Palacio Nacional no reconoce contención legal ninguna para la concreción de sus propósitos, sean estos de la naturaleza que fueren.

Entre la ley y la justicia…


¿Debemos aceptar sin queja ni resistencia ninguna que un mandatario abrogue de facto una ley consagrada en la Carta Magna mediante un simple decreto, o peor aún, a través de una orden interna redactada sin más miramiento que el dictado de su conveniencia? De admitirlo, estaremos sujetos a que nos sea impuesta cualquier cosa que pase por su cabeza. Esa es por lo menos la sensación que le queda a la gente llana, la de que Andrés Manuel está naturalmente -¿o mesiánicamente?- dotado de poderes cuasi ultraterrenos que le facultan para pasar por encima de ciudadanos, leyes y mandamientos. Según esa apreciación, nada ni nadie tiene fuerza para oponerse a sus designios y, aunque sepamos a ciencia cierta que esa posibilidad está lejos de ser real, la mera perspectiva estremece. La preocupación sin embargo se justifica y entiende cuando un presidente hace saber que “…si hay que optar entre la ley y la justicia, no lo piensen mucho y decidan por la justicia…”. Pero… la justicia ¿a ojos de quien?, ¿del emperador? Y además… ¿cuál justicia?, ¿la de los tiempos del rey Salomón?, ¿o la que impartía Nerón?, ¿bastará entonces con apuntar el pulgar hacia arriba o hacia abajo para decretar la vida o muerte de una ley constitucional? Las sociedades, conforme fueron evolucionando, establecieron normas y elaboraron códigos para que las diferencias que surgen en la convivencia entre seres humanos se resolvieran conforme a derecho. Se trata de evitar que prive el interés y provecho de una sola persona por encima de los de la colectividad. El objetivo, en suma, es no caer en las redes de ofertas demagógicas que suelen derivar en dictaduras.

Guardar y hacer guardar…


Ojalá que el paréntesis vacacional de Semana Santa permita a López Obrador reflexionar sobre el compromiso que asumió al protestar el cargo de Presidente. Y aquí cabe precisar que, a diferencia de las naciones en que tienen preeminencia los símbolos religiosos sobre los civiles y laicos, en México no se presta “juramento” con la mano del elegido puesta en un libro sagrado -la Biblia u otro equivalente- ni citando a Dios como testigo. En democrático contraste, en nuestra república se extiende el brazo derecho al frente, con la vista puesta en los símbolos de la Patria se realiza la “protesta”, que significa promesa “…con aseveración o atestación de ejecutar algo…”. Así, en la ceremonia de asunción de los poderes de la jefatura del Estado y del Gobierno, el ciudadano electo que para desempeñarse en esa altísima tarea resultó electo por el voto popular se compromete a “…guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen…”. Por el bien de la República y también con el fin de preservar la respetabilidad de la figura presidencial, sería sano que Andrés Manuel rectificara su proceder. Y si alguna duda de carácter jurídico le asiste, convendría que para disiparla acudiera a la asesoría, por ejemplo, de José Ramón Cossío o -más cercana a él- de Olga Sánchez Cordero, ambos prestigiados ministros en retiro de la Suprema Corte.

El ejemplo presidencial

En sus archiconocidos discursos contra la corrupción, López Obrador ha insistido que, si los de arriba asumen como suyo el paradigma de honestidad que pregona, todos los que están por debajo en la pirámide del funcionariado público habrán de seguir su ejemplo. En otras palabras: Andrés Manuel sostiene que si el presidente no roba, los secretarios de estado tampoco lo harán… y así sucesivamente hasta llegar a los niveles más modestos del organigrama gubernamental. Si la tal conseja es efectiva y procura el resultado esperado, entonces estamos ante el riesgo de que su conducta atentatoria de un precepto constitucional vigente sea replicada por quienes, independientemente de su status jerárquico, tienen la obligación de observarla. Finalmente, amable lector, no podría terminar el artículo de este lunes si no dejara por lo menos planteado un tema en el cual los juristas no han acabado de ponerse de acuerdo. La controversial cuestión a definir es la siguiente: si los subordinados del mandatario -el secretario de Hacienda, el de Educación, etc.- a quienes les fue dirigido el memorándum acatan la indicación y contravienen con sus acciones lo establecido en la Ley Superior de la Nación… ¿serán ellos, y no el presidente, los que tendrán que responder ante la justicia? ¿cabría aquí la utilización de la tesis de “la obediencia debida”, empleada de manera muy sonada durante los juicios a favor de los mandos medios e inferiores del ejército argentino, perpetradores confesos de la brutal represión perpetrada por la dictadura que padeció aquel pueblo hermano? Cabe precisar que, en Derecho Penal, el concepto de “la obediencia debida” es una causa eximente de responsabilidad por delitos cometidos en el cumplimiento de una orden impartida por un superior jerárquico. ¿Sería este el caso?

¿Debemos aceptar sin queja ni resistencia ninguna que un mandatario abrogue de facto una ley consagrada en la Carta Magna mediante un simple decreto, o peor aún, a través de una orden interna redactada sin más miramiento que el dictado de su conveniencia?