/ lunes 23 de septiembre de 2019

Tiempos de Democracia | La lenta y triste agonía de la Fiesta Brava

No será ni el prohibicionismo animalista, ni los falsificadores de las corridas de toros, ni la ausencia de nuevas figuras con arraigo popular los adversarios que acabarán con el espectáculo. A los tres los ha enfrentado y vencido en diversas ocasiones; empero, como todo arcaísmo, la tauromaquia carece de argumentos para derrotar a la modernidad, un fenómeno de nuestro tiempo sin rostro ni identidad

Quien esto escribe ha sido toda su vida un enamorado del toreo. Para mí no hubo, hay ni habrá otro espectáculo que comparársele pueda en belleza e intensidad emotiva. Sus rituales, su música, su pintura y, en general, su derredor todo rezuma arte. Esos valores, añadidos a la majeza y señorío de que antaño hacían gala sus protagonistas redondeaban un mundo de irresistible poder seductor. Mi afición se alimentaba, además, de la cercanía familiar con taurinos que vinieron con el exilio español y, tiempo después, con el trasiego de toreros de aquí y allá para participar en la temporada grande mexicana. En ese ambiente abrevé conocimientos de las mejores fuentes, que sumados a la lectura de cuanto a toros se refería me enseñaron a separar lo elegante de lo vulgar; lo puro de lo chabacano y lo sencillo de lo afectado, aspectos estos que, aunque parezca mentira, muchos de los que hoy viven profesionalmente del toro todavía no aprenden a distinguir. No obstante los años transcurridos, aún me emociona el recuerdo de las charlas que escuché entre personajes como Cagancho, Lorenzo Garza y El Soldado, montadas en torno de mesas en las que nunca faltaban las bebidas generosas. Ahí es nada, amigo aficionado.

Aficionado de siempre

En aquella mi remota infancia, imaginar que cualquier jovenzuelo con valor para ponerse delante de un toro podía transfigurarse en héroe popular ejercía una fascinación difícil de explicar. Nos deslumbraban el traje de luces y los avíos de torear. La fantasía volaba cuando, con un capotillo improvisado, emulábamos en la calle hazañas de los grandes de la tauromaquia. ¡Cuántos trincherazos de antología les pegamos a los coches que osaban malograr nuestras faenas de ensoñación! Transcurría la semana aguardando el jueves, día en que se daba a conocer el cartel dominical. La mera posibilidad de ir a los toros nos hacía contar las horas que faltaban para que, en punto de las cuatro de la tarde, se abriera la puerta de cuadrillas de la México. Mas los años pasaban y, adolescentes ya, hubo quienes atraídos por el futbol o las novias, desertaron de nuestra mítica cuadrilla. Sin dejar de participar del deporte y de alternar con las chicas del barrio, me mantuve fiel a mi afición; administraba mis ahorros del trabajo vacacional para reunir los cuatro pesos que valía el boleto de sol general. Ahí hice otros amigos, gente sencilla y buena que venía encervezada del Estadio Olímpico, en celebración del triunfo -o en lamento de la derrota- de su Atlante del alma.

La realidad del dolor animal

Comencé contando a usted, amigo lector, y al aficionado si alguno queda que haya leído mis crónicas de la Feria de Tlaxcala, cómo nació mi amor por la fiesta. Supongo que lo dicho disipa toda sospecha de que yo sea su enemigo ni de que abrigue inquina alguna en su contra. Dicho lo anterior, doy paso a mi hipótesis de porqué el espectáculo está en vías de fenecer, por lo menos como la hemos conocido hasta ahora. Al punto: argumentar en defensa de las corridas de toros la tortura a que se somete a otros animales, por ejemplo en los rastros, es una salida tangencial. La crueldad -ahí donde ocurra- carece de justificación, y no se explica arguyendo que también se presenta en otras actividades. La barbaridad es barbaridad donde quiera que se practique. En esta litis, ni siquiera la razón del arte puede convencer. Setenta años atrás, Ortega y Gasset afirmaba que “…no se puede discutir el valor estético del toreo, pero sí su licitud ética…”, pese a que, como asevera el crítico e historiador Andrés Amorós “…nadie ama más al toro que un buen aficionado, nadie admira más su belleza, nadie exige con más vehemencia su integridad y nadie se indigna con mayor furia ante cualquier maltrato, desprecio o manipulación fraudulenta…”.

  • La crueldad -ahí donde ocurra- carece de justificación, y no se explica arguyendo que también se presenta en otras actividades. La barbaridad es barbaridad donde quiera que se practique. En esta litis, ni siquiera la razón del arte puede convencer.

Conceptos irreconciliables

No obstante la reserva implícita en su apreciación, Ortega reconocía que la historia de España -y la de México, añado yo- no se entendería sin antes acercarse a sus corridas de toros. Pero más allá de disquisiciones filosóficas, lo cierto es que el animalismo gana espacios y ya ha conseguido cerrar cosos taurinos. Vista la tendencia, voces hay que intentan mediar sugiriendo, no la desaparición de la fiesta sino la eliminación de sus capítulos más cruentos. El vasco Fernando Savater en España, y el tlaxcalteca Carlos Pavón en México, han propuesto condescender con una versión que prescinda de sus suertes fundamentales: la de varas y la de matar. Los oficiantes no serían matadores, sino simples “toreadores”. No concuerdo con la idea. Menéndez Pelayo definió la tauromaquia como “una terrible y colosal pantomima de feroz y trágica belleza”. Si se le priva de sus esencias no quedará nada -creo yo- que merezca preservarse; si pierde su condición de terrible y colosal, si deja de ser feroz y trágica, será sólo pantomima. Quizá bella, pero solo pantomima. Y entonces ya no valdrá la pena. Me temo, que la dicha alternativa no prosperará en ninguno de los bandos antagónicos, ni en el de los prohibicionistas ni en el de los tradicionalistas.

Los mercenarios del espectáculo

Aunque sea de no creerse, son sus actores los que -sin saberlo o a sabiendas- perseverantemente atentan contra sus propios intereses. ¿Quiénes alinean en ese grupo de traidores a sí mismos? Con las conocidas y honorables excepciones que confirman la regla, hacen sin embargo mayoría los taurinos que no observan una conducta ética en el ejercicio de sus distintas actividades. Me refiero a los ganaderos que se obstinan en no certificar la edad de sus reses; a los matadores que mandan a recortar los pitones de los astados; a los picadores y banderilleros que burlan el reglamento con sus puyas asesinas y despliegan tarde a tarde un amplísimo catálogo de marrullerías; a los empresarios que anuncian corridas de toros cuando en realidad ofrecen novilladas; a los jueces de plaza que encubren componendas tramposas en lugar de defender a quien paga su entrada y, por último, a los cronistas y comentaristas que comprometen la independencia de su criterio por amistad con los protagonistas de la fiesta… o por el sobre consabido. En esta clasificación sólo se salvan los viejos aficionados que siguen yendo a las plazas conscientes de que los van a engañar… y los jóvenes con ilusiones que se integran a las peñas taurinas.

Arrollados por la modernidad

Termino ya. Tres adversarios ha conocido la tauromaquia a lo largo de su historia: 1) las doctrinas prohibicionistas que cíclicamente perdían y recobraban la fuerza con que lanzaban sus embates; 2) el mercantilismo exacerbado en sus más ladinas y variadas versiones y, 3) la falta de impulso a los procesos de renovación de figuras con arrastre. La experiencia empero nos enseñó que, pese a ser antagonistas de cuidado los tres, ninguno pudo apuntillar a la fiesta; aunque herida y tambaleante, siempre se levantó para volver a la brega con renovados bríos. Contaba para lograrlo con un aliado invaluable: el apoyo de la gente que, sin importar su nivel social, nunca dejó de asistir a los cosos taurinos. En la actualidad la situación es diferente: el espacio cedido a espectáculos con mayor difusión mediática arrebató a las corridas de toros el sitio de privilegio que tenía en el gusto popular. Las nuevas generaciones han sido atraídas por entretenimientos distintos a los que apasionaron a sus abuelos, y siguen corrientes de pensamiento que las mantienen alejadas de expresiones culturales que, como el toreo, ni entienden ni sienten suyas, y para las que, además, no disponen de tiempo, atrapadas como están en el vértigo de la vida moderna. Mas no nos lamentemos; la impronta del arte y de la mágica liturgia que rodeó a la fiesta permanecerá por siempre en la historia de nuestros pueblos.

P.D. Por vacaciones de su autor, Tiempos de Democracia entra un mes en receso. Si la dirección del periódico no dispone otra cosa, nos leeremos a fines de octubre. Hasta pronto.

No será ni el prohibicionismo animalista, ni los falsificadores de las corridas de toros, ni la ausencia de nuevas figuras con arraigo popular los adversarios que acabarán con el espectáculo. A los tres los ha enfrentado y vencido en diversas ocasiones; empero, como todo arcaísmo, la tauromaquia carece de argumentos para derrotar a la modernidad, un fenómeno de nuestro tiempo sin rostro ni identidad

Quien esto escribe ha sido toda su vida un enamorado del toreo. Para mí no hubo, hay ni habrá otro espectáculo que comparársele pueda en belleza e intensidad emotiva. Sus rituales, su música, su pintura y, en general, su derredor todo rezuma arte. Esos valores, añadidos a la majeza y señorío de que antaño hacían gala sus protagonistas redondeaban un mundo de irresistible poder seductor. Mi afición se alimentaba, además, de la cercanía familiar con taurinos que vinieron con el exilio español y, tiempo después, con el trasiego de toreros de aquí y allá para participar en la temporada grande mexicana. En ese ambiente abrevé conocimientos de las mejores fuentes, que sumados a la lectura de cuanto a toros se refería me enseñaron a separar lo elegante de lo vulgar; lo puro de lo chabacano y lo sencillo de lo afectado, aspectos estos que, aunque parezca mentira, muchos de los que hoy viven profesionalmente del toro todavía no aprenden a distinguir. No obstante los años transcurridos, aún me emociona el recuerdo de las charlas que escuché entre personajes como Cagancho, Lorenzo Garza y El Soldado, montadas en torno de mesas en las que nunca faltaban las bebidas generosas. Ahí es nada, amigo aficionado.

Aficionado de siempre

En aquella mi remota infancia, imaginar que cualquier jovenzuelo con valor para ponerse delante de un toro podía transfigurarse en héroe popular ejercía una fascinación difícil de explicar. Nos deslumbraban el traje de luces y los avíos de torear. La fantasía volaba cuando, con un capotillo improvisado, emulábamos en la calle hazañas de los grandes de la tauromaquia. ¡Cuántos trincherazos de antología les pegamos a los coches que osaban malograr nuestras faenas de ensoñación! Transcurría la semana aguardando el jueves, día en que se daba a conocer el cartel dominical. La mera posibilidad de ir a los toros nos hacía contar las horas que faltaban para que, en punto de las cuatro de la tarde, se abriera la puerta de cuadrillas de la México. Mas los años pasaban y, adolescentes ya, hubo quienes atraídos por el futbol o las novias, desertaron de nuestra mítica cuadrilla. Sin dejar de participar del deporte y de alternar con las chicas del barrio, me mantuve fiel a mi afición; administraba mis ahorros del trabajo vacacional para reunir los cuatro pesos que valía el boleto de sol general. Ahí hice otros amigos, gente sencilla y buena que venía encervezada del Estadio Olímpico, en celebración del triunfo -o en lamento de la derrota- de su Atlante del alma.

La realidad del dolor animal

Comencé contando a usted, amigo lector, y al aficionado si alguno queda que haya leído mis crónicas de la Feria de Tlaxcala, cómo nació mi amor por la fiesta. Supongo que lo dicho disipa toda sospecha de que yo sea su enemigo ni de que abrigue inquina alguna en su contra. Dicho lo anterior, doy paso a mi hipótesis de porqué el espectáculo está en vías de fenecer, por lo menos como la hemos conocido hasta ahora. Al punto: argumentar en defensa de las corridas de toros la tortura a que se somete a otros animales, por ejemplo en los rastros, es una salida tangencial. La crueldad -ahí donde ocurra- carece de justificación, y no se explica arguyendo que también se presenta en otras actividades. La barbaridad es barbaridad donde quiera que se practique. En esta litis, ni siquiera la razón del arte puede convencer. Setenta años atrás, Ortega y Gasset afirmaba que “…no se puede discutir el valor estético del toreo, pero sí su licitud ética…”, pese a que, como asevera el crítico e historiador Andrés Amorós “…nadie ama más al toro que un buen aficionado, nadie admira más su belleza, nadie exige con más vehemencia su integridad y nadie se indigna con mayor furia ante cualquier maltrato, desprecio o manipulación fraudulenta…”.

  • La crueldad -ahí donde ocurra- carece de justificación, y no se explica arguyendo que también se presenta en otras actividades. La barbaridad es barbaridad donde quiera que se practique. En esta litis, ni siquiera la razón del arte puede convencer.

Conceptos irreconciliables

No obstante la reserva implícita en su apreciación, Ortega reconocía que la historia de España -y la de México, añado yo- no se entendería sin antes acercarse a sus corridas de toros. Pero más allá de disquisiciones filosóficas, lo cierto es que el animalismo gana espacios y ya ha conseguido cerrar cosos taurinos. Vista la tendencia, voces hay que intentan mediar sugiriendo, no la desaparición de la fiesta sino la eliminación de sus capítulos más cruentos. El vasco Fernando Savater en España, y el tlaxcalteca Carlos Pavón en México, han propuesto condescender con una versión que prescinda de sus suertes fundamentales: la de varas y la de matar. Los oficiantes no serían matadores, sino simples “toreadores”. No concuerdo con la idea. Menéndez Pelayo definió la tauromaquia como “una terrible y colosal pantomima de feroz y trágica belleza”. Si se le priva de sus esencias no quedará nada -creo yo- que merezca preservarse; si pierde su condición de terrible y colosal, si deja de ser feroz y trágica, será sólo pantomima. Quizá bella, pero solo pantomima. Y entonces ya no valdrá la pena. Me temo, que la dicha alternativa no prosperará en ninguno de los bandos antagónicos, ni en el de los prohibicionistas ni en el de los tradicionalistas.

Los mercenarios del espectáculo

Aunque sea de no creerse, son sus actores los que -sin saberlo o a sabiendas- perseverantemente atentan contra sus propios intereses. ¿Quiénes alinean en ese grupo de traidores a sí mismos? Con las conocidas y honorables excepciones que confirman la regla, hacen sin embargo mayoría los taurinos que no observan una conducta ética en el ejercicio de sus distintas actividades. Me refiero a los ganaderos que se obstinan en no certificar la edad de sus reses; a los matadores que mandan a recortar los pitones de los astados; a los picadores y banderilleros que burlan el reglamento con sus puyas asesinas y despliegan tarde a tarde un amplísimo catálogo de marrullerías; a los empresarios que anuncian corridas de toros cuando en realidad ofrecen novilladas; a los jueces de plaza que encubren componendas tramposas en lugar de defender a quien paga su entrada y, por último, a los cronistas y comentaristas que comprometen la independencia de su criterio por amistad con los protagonistas de la fiesta… o por el sobre consabido. En esta clasificación sólo se salvan los viejos aficionados que siguen yendo a las plazas conscientes de que los van a engañar… y los jóvenes con ilusiones que se integran a las peñas taurinas.

Arrollados por la modernidad

Termino ya. Tres adversarios ha conocido la tauromaquia a lo largo de su historia: 1) las doctrinas prohibicionistas que cíclicamente perdían y recobraban la fuerza con que lanzaban sus embates; 2) el mercantilismo exacerbado en sus más ladinas y variadas versiones y, 3) la falta de impulso a los procesos de renovación de figuras con arrastre. La experiencia empero nos enseñó que, pese a ser antagonistas de cuidado los tres, ninguno pudo apuntillar a la fiesta; aunque herida y tambaleante, siempre se levantó para volver a la brega con renovados bríos. Contaba para lograrlo con un aliado invaluable: el apoyo de la gente que, sin importar su nivel social, nunca dejó de asistir a los cosos taurinos. En la actualidad la situación es diferente: el espacio cedido a espectáculos con mayor difusión mediática arrebató a las corridas de toros el sitio de privilegio que tenía en el gusto popular. Las nuevas generaciones han sido atraídas por entretenimientos distintos a los que apasionaron a sus abuelos, y siguen corrientes de pensamiento que las mantienen alejadas de expresiones culturales que, como el toreo, ni entienden ni sienten suyas, y para las que, además, no disponen de tiempo, atrapadas como están en el vértigo de la vida moderna. Mas no nos lamentemos; la impronta del arte y de la mágica liturgia que rodeó a la fiesta permanecerá por siempre en la historia de nuestros pueblos.

P.D. Por vacaciones de su autor, Tiempos de Democracia entra un mes en receso. Si la dirección del periódico no dispone otra cosa, nos leeremos a fines de octubre. Hasta pronto.