/ viernes 3 de febrero de 2023

Retahíla para cinéfilos | Bardo: ¿falsa o pretenciosa? crónica de unas cuantas verdades

La crítica la encasilló en el límite de la pretensión; mientras que muchos espectadores, anhelantes de la idiosincrasia mexicana, no paran de defenderla bajo el discurso de que el arte “no necesita entenderse”.

En ese vaivén se inscribe Bardo, la más reciente obra del cineasta Alejandro González Iñárritu.

El embrollo se goza desde el título; “bardo”, en la cultura budista, es el nombre que se le da al proceso entre la muerte y la reencarnación.

En ese largo camino, la persona experimenta visiones y, evidentemente, emociones fuera de lo que conocemos como realidad. Desde ahí, la película ya tiene más sentido.

A medida que avanza la narración, nos encontramos en un mundo onírico; un espacio desbordado de colores, texturas, formas y tamaños desproporcionados; un lugar carente de significados objetivos, pero eso sí, con unas cuantas verdades.

En el filme, el actor Daniel Giménez Chacho da vida a Silverio Gama, un famoso documentalista mexicano con residencia estadounidense, quien está a punto de recibir un premio por un trabajo crítico y periodístico sobre su país de origen.

No obstante, el arte no es suficiente para librarlo de la figura del “traidor de su patria”. De ahí que la identidad sea el conducto por donde se cuenta su vida o, más bien, su muerte. Considerando en el trayecto un estudio histórico, político y psicológico del día a día en nuestra patria.

Ahora bien, este tipo de obras son el perfecto ejemplo de la autoreferencialidad.

Aquí González Iñárritu está construyendo una peculiar crónica de su vida con tintes ficcionales y surrealistas. Y es en este mismo sentido que, como espectador, es muy fácil perder el hilo conductor, pues explorar la mente de un artista no es un trabajo sencillo, pero sí irresistible.

No obstante, la riqueza de la obra radica justo en la calidad estética de este experimento audiovisual. Las metáforas, a medida que avanza la historia, van cobrando más sentido y entramos en la lógica de todo lo que alguna vez nos hemos cuestionado sobre el más allá de la vida.

Finalmente, uno de los grandes temas desmañados es la migración como fenómeno que, si bien tiene como bandera el privilegio, no maquilla ni minimiza las circunstancias de sentirse como un extraño incluso en la propia tierra.

En conclusión, esta obra es tan pretenciosa como arriesgada.

El atrevimiento de crearla solo se puede entender bien con el atrevimiento de sentirla.

La crítica la encasilló en el límite de la pretensión; mientras que muchos espectadores, anhelantes de la idiosincrasia mexicana, no paran de defenderla bajo el discurso de que el arte “no necesita entenderse”.

En ese vaivén se inscribe Bardo, la más reciente obra del cineasta Alejandro González Iñárritu.

El embrollo se goza desde el título; “bardo”, en la cultura budista, es el nombre que se le da al proceso entre la muerte y la reencarnación.

En ese largo camino, la persona experimenta visiones y, evidentemente, emociones fuera de lo que conocemos como realidad. Desde ahí, la película ya tiene más sentido.

A medida que avanza la narración, nos encontramos en un mundo onírico; un espacio desbordado de colores, texturas, formas y tamaños desproporcionados; un lugar carente de significados objetivos, pero eso sí, con unas cuantas verdades.

En el filme, el actor Daniel Giménez Chacho da vida a Silverio Gama, un famoso documentalista mexicano con residencia estadounidense, quien está a punto de recibir un premio por un trabajo crítico y periodístico sobre su país de origen.

No obstante, el arte no es suficiente para librarlo de la figura del “traidor de su patria”. De ahí que la identidad sea el conducto por donde se cuenta su vida o, más bien, su muerte. Considerando en el trayecto un estudio histórico, político y psicológico del día a día en nuestra patria.

Ahora bien, este tipo de obras son el perfecto ejemplo de la autoreferencialidad.

Aquí González Iñárritu está construyendo una peculiar crónica de su vida con tintes ficcionales y surrealistas. Y es en este mismo sentido que, como espectador, es muy fácil perder el hilo conductor, pues explorar la mente de un artista no es un trabajo sencillo, pero sí irresistible.

No obstante, la riqueza de la obra radica justo en la calidad estética de este experimento audiovisual. Las metáforas, a medida que avanza la historia, van cobrando más sentido y entramos en la lógica de todo lo que alguna vez nos hemos cuestionado sobre el más allá de la vida.

Finalmente, uno de los grandes temas desmañados es la migración como fenómeno que, si bien tiene como bandera el privilegio, no maquilla ni minimiza las circunstancias de sentirse como un extraño incluso en la propia tierra.

En conclusión, esta obra es tan pretenciosa como arriesgada.

El atrevimiento de crearla solo se puede entender bien con el atrevimiento de sentirla.