/ lunes 15 de mayo de 2023

Aurora Aguilar | ¡Ya wey, dense!

“Ya wey, dense! “¡eh! No se atraviesen porque falla el video” así azuzaban compañeras y compañeros a dos alumnas de la secundaria David Silva Ramos, de Huamantla, apenas el 28 de abril pasado. Los reportes indican que el acoso, bullying y terror que siembran entre sus compañeros es habitual, inclusive que una de ellas ha golpeado a su abuela y otra le cortó el pelo a una compañera como muestra de poder. Por supuesto las autoridades tanto de la institución como del área educativa del gobierno han sido, en el mejor de los casos, omisos y en el peor, cómplices.

De acuerdo al informe 2018 del extinto Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (por cierto, el primer instituto constitucional autónomo en desaparecer en esta administración, el 15 de mayo de 2019), “la violencia escolar hace referencia a los actos, procesos y formas de relación mediante los cuales un individuo o un grupo dañan intencionalmente a otro y violan su integridad física, social o emocional dentro del edificio escolar o en los alrededores. Se caracteriza por el rompimiento de reglas o el uso de la fuerza, la cual se puede dirigir a un objeto o a una persona”.

Unicef (2018) sostiene que la mitad de los adolescentes del mundo sufre violencia en la escuela; solo acoso y peleas interrumpen la educación de 150 millones de alumnos entre los 13 y 15 años, tanto en países ricos como pobres.

Otros datos que erizan el cuerpo son que cerca de 720 millones de niños en edad escolar viven en países en los que el castigo corporal no está totalmente prohibido en la escuela. Asimismo, que si bien las niñas y los niños corren el mismo riesgo de padecer acoso, las niñas tienen más probabilidades de ser víctimas de formas de acoso psicológico y los niños de ser víctimas de violencia física y amenazas.

¿A qué están expuestos (y mucho) nuestros adolescentes? cada día se enfrentan a múltiples peligros, como peleas, la presión de unirse a las bandas, acoso (en persona y online), disciplina violenta, agresiones sexuales y violencia armada.

Citando otra vez a Unicef, esto perjudica su aprendizaje, infunde miedo y rechazo al contexto de violencia que viven, pérdida de la confianza y autoestima y, en el mediano y largo plazo, puede llevarles a depresión, ansiedad e inclusive al suicidio, fenómeno que en solo 10 años (1999-2019) para la edad de 10 a 14 años se incrementó en ellas de 0.5 % a 2 % y en ellos de 1.9 % a 3.1 %, pero ¡ojo! según el Inegi, en 2018, de la población de 10 años y más, 5 % declararon que alguna vez han pensado suicidarse. No sé si siento más tristeza o más miedo.

¿Qué hacer? Hay muchas técnicas para detectar y reducir la violencia escolar, inclusive para prevenirla, pero todas coinciden fundamentalmente en implementar en las escuelas políticas y leyes que protejan a los estudiantes de la violencia, reforzar las medidas de prevención y respuesta, instar a las comunidades y a las personas a que se sumen a los estudiantes para denunciar la violencia y trabajen para cambiar las costumbres en las aulas y en las comunidades, realizar inversiones más efectivas y específicas en soluciones que hayan demostrado ayudar a los estudiantes y a las escuelas a permanecer seguros; y, último pero muy importante, recopilar datos desglosados de mayor calidad acerca de la violencia contra las y los niños dentro y fuera de las escuelas y compartir aquello que funcione.

La realidad nos grita que es ya imposible seguir volteando la cara a los problemas de las y los adolescentes como si no existieran. Se están lastimando, matando y, por lo visto, parece que a nadie le importa.

Cuando un adolescente agrede, externa su propia vivencia, no sabe, no practica caminos pacíficos para solucionar conflictos y eso es una verdadera tragedia. La violencia escolar es un problema grave, una lección inolvidable que ningún menor debería aprender.

Unicef (2018) sostiene que la mitad de los adolescentes del mundo sufre violencia en la escuela; solo acoso y peleas, interrumpen la educación de 150 millones de alumnos entre los 13 y 15 años, tanto en países ricos como pobres.

“Ya wey, dense! “¡eh! No se atraviesen porque falla el video” así azuzaban compañeras y compañeros a dos alumnas de la secundaria David Silva Ramos, de Huamantla, apenas el 28 de abril pasado. Los reportes indican que el acoso, bullying y terror que siembran entre sus compañeros es habitual, inclusive que una de ellas ha golpeado a su abuela y otra le cortó el pelo a una compañera como muestra de poder. Por supuesto las autoridades tanto de la institución como del área educativa del gobierno han sido, en el mejor de los casos, omisos y en el peor, cómplices.

De acuerdo al informe 2018 del extinto Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (por cierto, el primer instituto constitucional autónomo en desaparecer en esta administración, el 15 de mayo de 2019), “la violencia escolar hace referencia a los actos, procesos y formas de relación mediante los cuales un individuo o un grupo dañan intencionalmente a otro y violan su integridad física, social o emocional dentro del edificio escolar o en los alrededores. Se caracteriza por el rompimiento de reglas o el uso de la fuerza, la cual se puede dirigir a un objeto o a una persona”.

Unicef (2018) sostiene que la mitad de los adolescentes del mundo sufre violencia en la escuela; solo acoso y peleas interrumpen la educación de 150 millones de alumnos entre los 13 y 15 años, tanto en países ricos como pobres.

Otros datos que erizan el cuerpo son que cerca de 720 millones de niños en edad escolar viven en países en los que el castigo corporal no está totalmente prohibido en la escuela. Asimismo, que si bien las niñas y los niños corren el mismo riesgo de padecer acoso, las niñas tienen más probabilidades de ser víctimas de formas de acoso psicológico y los niños de ser víctimas de violencia física y amenazas.

¿A qué están expuestos (y mucho) nuestros adolescentes? cada día se enfrentan a múltiples peligros, como peleas, la presión de unirse a las bandas, acoso (en persona y online), disciplina violenta, agresiones sexuales y violencia armada.

Citando otra vez a Unicef, esto perjudica su aprendizaje, infunde miedo y rechazo al contexto de violencia que viven, pérdida de la confianza y autoestima y, en el mediano y largo plazo, puede llevarles a depresión, ansiedad e inclusive al suicidio, fenómeno que en solo 10 años (1999-2019) para la edad de 10 a 14 años se incrementó en ellas de 0.5 % a 2 % y en ellos de 1.9 % a 3.1 %, pero ¡ojo! según el Inegi, en 2018, de la población de 10 años y más, 5 % declararon que alguna vez han pensado suicidarse. No sé si siento más tristeza o más miedo.

¿Qué hacer? Hay muchas técnicas para detectar y reducir la violencia escolar, inclusive para prevenirla, pero todas coinciden fundamentalmente en implementar en las escuelas políticas y leyes que protejan a los estudiantes de la violencia, reforzar las medidas de prevención y respuesta, instar a las comunidades y a las personas a que se sumen a los estudiantes para denunciar la violencia y trabajen para cambiar las costumbres en las aulas y en las comunidades, realizar inversiones más efectivas y específicas en soluciones que hayan demostrado ayudar a los estudiantes y a las escuelas a permanecer seguros; y, último pero muy importante, recopilar datos desglosados de mayor calidad acerca de la violencia contra las y los niños dentro y fuera de las escuelas y compartir aquello que funcione.

La realidad nos grita que es ya imposible seguir volteando la cara a los problemas de las y los adolescentes como si no existieran. Se están lastimando, matando y, por lo visto, parece que a nadie le importa.

Cuando un adolescente agrede, externa su propia vivencia, no sabe, no practica caminos pacíficos para solucionar conflictos y eso es una verdadera tragedia. La violencia escolar es un problema grave, una lección inolvidable que ningún menor debería aprender.

Unicef (2018) sostiene que la mitad de los adolescentes del mundo sufre violencia en la escuela; solo acoso y peleas, interrumpen la educación de 150 millones de alumnos entre los 13 y 15 años, tanto en países ricos como pobres.