/ viernes 27 de octubre de 2017

Política para adultos

Galería

 Yolanda

Hace dos años, el gobernador de Tlaxcala decidió concluir las actividades del Fipadic (Fideicomiso para la Prevención de las Adicciones), ubicado en el municipio de Tzompantepec, muy cerca de Apizaco, y cuya labor consistía en ayudar a las personas vulnerables a salir del infierno de las adicciones.

Médicos, sacerdotes, maestros y personas de buena voluntad ayudaron en el Fipadic de manera voluntaria y altruista.

Cientos de personas fueron beneficiadas con estas tareas, y decenas de familias dejaron de sufrir y recuperaron la estabilidad. El antiguo edificio del Fipadic hoy alberga una institución burocrática.

Aquella fue una decisión arbitraria de un gobierno autoritario que aún no acaba de irse.

Y ahora la historia de Yolanda:

Conocí a Yolanda hace más de 20 años, ella tendría 40. Era una mujer bajita y delgada, estaba paralítica de ambas piernas y su rostro permanecía marcado por las huellas de un traumatismo. Pero Yolanda era una persona extraordinaria.

Su domicilio era una construcción de dos pisos de ladrillo gris, sin recubrimiento ni pintura. Una casa como hay millones en la barriadas de Chalco, Juárez, Torreón o Cancún. Los vecinos percibían que la familia que ahí habitaba era diferente. Estaba formada por una mujer paralítica -Yolanda- y siete u ocho mujeres jóvenes, adictas a las drogas y en búsqueda de la recuperación.

Sus condiciones de vida eran precarias, pero suficientes para sobrevivir. Todas habían llegado ahí por su propio pie y voluntad. La Clínica Armonía, como eran conocidas aquellas habitaciones mal terminadas, tenía varios años de funcionar y, a pesar de no contar con autorización alguna, era recomendada por otras agrupaciones de autoayuda por sus características particulares: Yolanda ofrecía casa, comida y tratamiento de manera gratuita. Solo aceptaba mujeres jóvenes sin hijos a cargo. Las participantes del programa tenían que aceptar previamente a su ingreso la estricta disciplina que ahí imperaba, y existía absoluta libertad para abandonar la casa a quien así lo hubiera decidido. Las puertas siempre estaban abiertas.

¿Y quiénes acudían a éste lugar?

Básicamente mujeres jóvenes que habían transitado y fracasado en otros programas de rehabilitación, o jóvenes adictas sin recursos para pagar tratamientos caros. Todas ellas habían pasado por los dramas típicos de los adictos: padres ausentes o separados, madres alcohólicas o mariguanas. Parientes o amigos abusadores. Experiencias infantiles traumáticas de violencia. Abandono, maltrato y miseria.

Infancias y adolescencias llenas de miedo y necesidad. Escuelas de pésima calidad y mucho bullying. Fácil acceso al alcohol, el sexo y la droga. Prostitución forzada para conseguir sustancias prohibidas. Pérdida de confianza mutua hacia la familia y la sociedad. Problemas con policías y pandilleros. Intentos de suicidio y, por fin, búsqueda de una puerta de salida del infierno.

¿Y quién era Yolanda? Una adicta en rehabilitación que en algún momento de euforia alcohólica había impactado su vehículo con otro y había quedado mal herida y paralítica. Con la ayuda de un hermano había salido adelante e iniciado un programa de rehabilitación.

Yolanda, recuperada, decidió entonces dedicar su vida a ayudar a otras mujeres, para así tener fuerza y compañía para mantenerse sobria. Una amiga le dio el empujón financiero inicial pagando la renta por un año adelantado de la casucha y consiguió dos máquinas profesionales de costura a crédito. Yolanda compró algunos colchones, sillas corrientes y una estufa y un refrigerador viejos.

Para los gastos de mantenimiento Yolanda y sus pacientes maquilaban pantalones de niño, como muchas familias de la colonia. Las técnicas de rehabilitación que usaba Yolanda eran las habituales en las llamadas comunidades terapéuticas y estaban basadas en la dinámica de grupos y el programa de 12 pasos de Alcohólicos Anónimos. Yolanda no llevaba estadísticas rigurosas, pero aseguraba que pasaban más de 50 mujeres al año por su clínica. Y por las visitas y comunicaciones que tenía con sus egresadas, calculaba más del 30 por ciento de recuperadas.

En el país existen decenas de miles de grupos de autoayuda autónomos como el de Yolanda. La mayoría ubicados en zonas marginadas. No cuentan y muchas veces tampoco desean apoyo o reconocimiento oficial. Desconfían de la sinceridad y eficacia de los programas gubernamentales. Han sobrevivido a la incomprensión de los jurídicamente correctos, y son un testimonio del desastre social que vive nuestro país en muchas regiones. También son prueba de la vitalidad y determinación de muchas personas para sobreponerse a la desgracia. Seguramente las Yolandas son imperfectas frente al rigor jurídico y académico, pero para muchas es lo único que hay. Y es tan fuerte la compasión y la voluntad que anima a algunas para ayudar a otras, que cada vez proliferan más estos proyectos. Así que seguramente sobrevivirán a las conciencias rigurosas y sarcásticas, a los indiferentes y los fariseos.

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 Yolanda

Hace dos años, el gobernador de Tlaxcala decidió concluir las actividades del Fipadic (Fideicomiso para la Prevención de las Adicciones), ubicado en el municipio de Tzompantepec, muy cerca de Apizaco, y cuya labor consistía en ayudar a las personas vulnerables a salir del infierno de las adicciones.

Médicos, sacerdotes, maestros y personas de buena voluntad ayudaron en el Fipadic de manera voluntaria y altruista.

Cientos de personas fueron beneficiadas con estas tareas, y decenas de familias dejaron de sufrir y recuperaron la estabilidad. El antiguo edificio del Fipadic hoy alberga una institución burocrática.

Aquella fue una decisión arbitraria de un gobierno autoritario que aún no acaba de irse.

Y ahora la historia de Yolanda:

Conocí a Yolanda hace más de 20 años, ella tendría 40. Era una mujer bajita y delgada, estaba paralítica de ambas piernas y su rostro permanecía marcado por las huellas de un traumatismo. Pero Yolanda era una persona extraordinaria.

Su domicilio era una construcción de dos pisos de ladrillo gris, sin recubrimiento ni pintura. Una casa como hay millones en la barriadas de Chalco, Juárez, Torreón o Cancún. Los vecinos percibían que la familia que ahí habitaba era diferente. Estaba formada por una mujer paralítica -Yolanda- y siete u ocho mujeres jóvenes, adictas a las drogas y en búsqueda de la recuperación.

Sus condiciones de vida eran precarias, pero suficientes para sobrevivir. Todas habían llegado ahí por su propio pie y voluntad. La Clínica Armonía, como eran conocidas aquellas habitaciones mal terminadas, tenía varios años de funcionar y, a pesar de no contar con autorización alguna, era recomendada por otras agrupaciones de autoayuda por sus características particulares: Yolanda ofrecía casa, comida y tratamiento de manera gratuita. Solo aceptaba mujeres jóvenes sin hijos a cargo. Las participantes del programa tenían que aceptar previamente a su ingreso la estricta disciplina que ahí imperaba, y existía absoluta libertad para abandonar la casa a quien así lo hubiera decidido. Las puertas siempre estaban abiertas.

¿Y quiénes acudían a éste lugar?

Básicamente mujeres jóvenes que habían transitado y fracasado en otros programas de rehabilitación, o jóvenes adictas sin recursos para pagar tratamientos caros. Todas ellas habían pasado por los dramas típicos de los adictos: padres ausentes o separados, madres alcohólicas o mariguanas. Parientes o amigos abusadores. Experiencias infantiles traumáticas de violencia. Abandono, maltrato y miseria.

Infancias y adolescencias llenas de miedo y necesidad. Escuelas de pésima calidad y mucho bullying. Fácil acceso al alcohol, el sexo y la droga. Prostitución forzada para conseguir sustancias prohibidas. Pérdida de confianza mutua hacia la familia y la sociedad. Problemas con policías y pandilleros. Intentos de suicidio y, por fin, búsqueda de una puerta de salida del infierno.

¿Y quién era Yolanda? Una adicta en rehabilitación que en algún momento de euforia alcohólica había impactado su vehículo con otro y había quedado mal herida y paralítica. Con la ayuda de un hermano había salido adelante e iniciado un programa de rehabilitación.

Yolanda, recuperada, decidió entonces dedicar su vida a ayudar a otras mujeres, para así tener fuerza y compañía para mantenerse sobria. Una amiga le dio el empujón financiero inicial pagando la renta por un año adelantado de la casucha y consiguió dos máquinas profesionales de costura a crédito. Yolanda compró algunos colchones, sillas corrientes y una estufa y un refrigerador viejos.

Para los gastos de mantenimiento Yolanda y sus pacientes maquilaban pantalones de niño, como muchas familias de la colonia. Las técnicas de rehabilitación que usaba Yolanda eran las habituales en las llamadas comunidades terapéuticas y estaban basadas en la dinámica de grupos y el programa de 12 pasos de Alcohólicos Anónimos. Yolanda no llevaba estadísticas rigurosas, pero aseguraba que pasaban más de 50 mujeres al año por su clínica. Y por las visitas y comunicaciones que tenía con sus egresadas, calculaba más del 30 por ciento de recuperadas.

En el país existen decenas de miles de grupos de autoayuda autónomos como el de Yolanda. La mayoría ubicados en zonas marginadas. No cuentan y muchas veces tampoco desean apoyo o reconocimiento oficial. Desconfían de la sinceridad y eficacia de los programas gubernamentales. Han sobrevivido a la incomprensión de los jurídicamente correctos, y son un testimonio del desastre social que vive nuestro país en muchas regiones. También son prueba de la vitalidad y determinación de muchas personas para sobreponerse a la desgracia. Seguramente las Yolandas son imperfectas frente al rigor jurídico y académico, pero para muchas es lo único que hay. Y es tan fuerte la compasión y la voluntad que anima a algunas para ayudar a otras, que cada vez proliferan más estos proyectos. Así que seguramente sobrevivirán a las conciencias rigurosas y sarcásticas, a los indiferentes y los fariseos.

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