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Scarface
En los últimos 30 años el mundo ha visto un ascenso vertiginoso del consumo de drogas, cada vez más dañinas para la salud.
Allá por los años sesenta, cuando se inició el fenómeno de crecimiento, el consumo de mariguana se trasladó de los cuarteles y los antros a capas, llamadas vanguardistas, de las clases medias. Y ahí se mantuvo durante dos décadas hasta los ochentas, cuando apareció en los mercados clandestinos una sustancia que enloqueció a cientos de miles -ingenuos experimentadores- que cayeron en sus adictivas garras: la cocaína.
Antes de la década de los ochentas del siglo pasado, el consumo de cocaína estaba restringido a una minoría de frívolos ricachones ubicados en las altas esferas del jet set.
Pero es a partir de esa fecha cuando una gran organización transnacional construyó, en todas las grandes urbes de Norteamérica, un eficiente sistema de distribución de la droga, que puso al alcance de cientos de miles de ejecutivos clasemedieros evasión barata y sin riesgos aparentes a precios competitivos.
Esta primera gran empresa internacional del crimen organizado estaba abastecida por decenas de toneladas de cocaína boliviana producida industrialmente por Roberto Suárez Gómez, un audaz empresario de ese país que contaba con la protección de las fuerzas de seguridad y del mismo presidente de la nación andina, y decía actuar por impulsos políticos altruistas.
Toneladas de coca boliviana se trasladaban a Colombia, donde era refinada y envasada por el poderoso cártel de Medellín de Pablo Escobar, y desde ese país enviada por vía aérea a los Estados Unidos. Ahí, los colombianos, aliados con mafias norteamericanas, lo hacían llegar a manos del consumidor final.
Suárez Gómez y Escobar conspiraron para instalar gobiernos militares en Bolivia y crear así el primer narcoestado dedicado al servicio de la producción eficiente y el tráfico sin obstáculos de la coca.
Mas tarde, tuvieron también tratos millonarios, ilegales y secretos con encumbrados políticos colombianos, el presidente de Panamá, Manuel Antonio Noriega, y el mítico general cubano Arnaldo Ochoa. El mismo asistente militar del presidente Ronald Reagan, el coronel Oliver North, también usó al consorcio delictivo para financiar a la Contra Nicaragüense.
Cientos de millones de dólares en efectivo corrían desde Miami, Los Ángeles y New York hacia Medellín y Cochabamba, hasta hacer enloquecer de lujuria, codicia y poder a todos aquellos capos que, muy pronto, descontrolados y paranoicos, empezaron a matar a ministros, jueces y a sus mismos socios.
Como registra la historia, los capos colombianos -ya muy debilitados por sus excesos- fueron perseguidos y ajusticiados por las autoridades. El FBI y la DEA lograron, al mismo tiempo, confinar, en ciertas barriadas, a las mafias gringas y, asimismo, algunos capos sudamericanos se entregaron a las autoridades.
Fue el caso de Suárez Gómez, dueño y gerente de aquel primer emporio del narco, quien al verse debilitado se entregó a la justicia y pasó ocho años en una prisión especial en la Paz. Fue liberado y, después de escribir sus memorias, murió en su finca rodeado de hijos y nietos.
La espléndida película Scarface, que protagonizó el genial Al Pacino, está basada en la historia real de Suárez Gómez y sus socios.
La esposa del capo, Nely Levy, que aún vive en Buenos Aires, ha escrito, basada en lo que vio y vivió al lado del bandido, una amena autobiografía donde relata esta increíble historia.
Para quién quiera conocer cómo surgió esta violenta locura delictiva, que ahora ha invadido a México, Centroamérica y el Caribe, El Rey de la Cocaína (Ed. Debate. 2012) es una lectura indispensable.
Como siempre, en todas partes, queda clara la vinculación mafia y política; corrupción e impunidad; dinero fácil y violencia; crimen y castigo…